Presentamos, en versión de César Bringas, dos textos del poeta norteamericano Rigoberto González (California, 1970). Nació en Estados Unidos pero creció en el Estado de Michoacán. Pasó la adolescencia como indocumentado en California donde completó su educación. Este 2014 recibió el Leonore Marshal Poetry Prize (The Academy of American Poets) que reconoce al libro de poesía más brillante publicado en Estados Unidos durante el año previo. González ha publicado los poemarios Unpeopled Eden (2013), Black Blossoms (2011), Other Fugitives and Other Strangers (2006) y So Often the Pitcher Goes to Water until It Breaks. Actualmente es profesor en State University of New Jersey.
NUESTRA SEÑORA DEL CRUCIGRAMA
Quisiera ser la dama
que posa desnuda en el nicho
del crucigrama de mi padre.
En un templo entre blancos y negros
azulejos ella es la única página
bonita en los mexicanos y trágicos
tabloides , su sonrisa bendecida
con la serenidad de los santos,
su pantorrilla marcada como cáliz
de lirios, pechos redondos
como querubines y modestas estrellas negras
sobre las narices de pequeños ángeles.
No sorprende que mi padre guarde
el sagrado rompecabezas y nunca
se atreva a corromperlo con un grafitti.
Éste encuentro le calma
como un beso de luz, como un amarillo
pájaro posado en el seco pincel.
Quiero que mi cuerpo lleve
esa flama a su rostro.
Quiero guiñar para cantar.
Pero a mi padre no le hace gracia
cuando agito espuelas pintadas
sobre mis pezones
mientras sacudo mi pene
entre mis piernas, y
mi pubis de bebé tímido como monja.
¡Ay! la furia del rayo
me hace temblar.
La página del tabloide se está volteando
hacia las oscuras ventanas
donde mi madre rompe
sus manos contra el cristal,
inútil testigo para
atacar. No es su culpa.
Y cómo culpar
a mi padre por su milagrosa
conversión: su labio una mancha
en la plegaría, látigo de rosarios, Nuestra
Señora del Crucigrama
tatuada a fuego
a la túnica de mi espalda.
CASA
No soy tu madre, y no me conmoverá
el dolor y la gratitud de los hombres
que lloran como huérfanos en mi puerta.
No soy una iglesia. Y no respondo
plegarias, pero tampoco las ignoro.
Entra y arrodíllate, siéntate o párate,
la carga de tu peso no disminuirá
no importa cuánto dure tu estancia aquí.
Cuéntame lo que quieras, yo debo escuchar
pero no esperes que responda
cuando digas que perdiste tu trabajo
o que tu esposa encontró otro amor
o que tus hijos se llevaron sus risas
a otra ciudad. ¿Te sientes solo y vacío?
Qué sorpresa, ni siquiera noté que se habían ido.
A pesar de las filas de rostros pegados como melladas
a mis paredes que yo no gané.
Los arañazos en la madera no son mis cicatrices.
Si hay un olor a especias en el aire
culpen a los tramposos en la cocina
o su triste adicción a los ayeres
que nunca se quedan no importa cuánto creyeran
que sí lo harían. No soy una capsula del tiempo.
Yo no valoro cosas exactas como cerraduras
o pelo y dientes de leche y boletos del metro
y anillos de compromiso- simples partículas
de polvo que echaría a la calle si pudiera
estornudar. Toma tus suéteres de la preparatoria
y el vestido de bodas de tu mujer lejos
de mí. El acaparamiento sentimental me molesta.
Así que fin contigo, viejo sofá que llora
monedas mientras es arrastrado al porche.
Adiós, fría cama que rompe huesos
en protesta por el desalojo o el embargo o
cualquiera que sea lanzado en éste sombrío desfile
de las expulsiones. No soy una mascota. No siento
el abandono. Algunas veces ni siquiera les veo
ir y venir o estar atrás. Mis ventanas
son sus ojos no míos. Si se mueren
dentro de mí me levantaré para decirle
a los vecinos. Apaguen el calentador.
No temo al frío. No soy yo
quien se encoje en una esquina del piso
porque lo que sea que te hizo pensar
que esto era un hogar cálido no está aquí
para tener dulces charlas ya. No me mires
de esa manera, no tengo la culpa. Yo no concedo
nada a los inmigrantes o exiliados
a los que no les di frontera o nativos
de nacimiento. No soy un premio o un deseo hecho realidad.
No soy un castillo de cuento de hadas. Aunque
solía serlo, en una lejana tierra habitada
por sueños ahora extintos. ¿Quién sabe
qué pasó ahí? En cualquier caso, una buena
despedida, grotesca fantasía y emoción.
Hasta la vista, muro a muro oculto en vulgar
piel y almidón. Cuídate, tonto,
y no olvides que sólo soy una casa,
estructura sin alma para aquellos cuyos
santos patronos anhelan y desaparecen.
Our Lady of the Crossword
I want to be the lady
posing naked in the nicho
of my father’s crossword.
In a temple of black and white
tiles she’s the only page
of beauty in México’s tragic
tabloids, her smile blessed
with the serenity of saints,
her thigh coned like the chalice
of a lily, breasts plump
as cherubs and modest black stars
over the little angel noses.
No wonder my father keeps
the puzzle sacred and never
dares defile it with graffiti.
This encounter soothes him,
like a kiss of light, a yellow
bird perched on dry brush.
I want my body to bring
such a flame to his face.
I want my wink to sing.
But my father’s not amused
when I shake the painted
spurs over my nipples
as I shuffle with my penis
tucked into my legs,
my baby pubes shy as nuns.
¡Ay! the wrath of lightning
strikes me down.
The tabloid page is turning
to the darker windows
on which my mother cracks
her hands against the glass,
helpless witness to
assault. It’s not her fault.
And how to blame
my father for miraculous
conversion: his lip a smear
of prayer, a rosary whip, Our
Lady of the Crossword
tattooed like a flash burn
to the tunic of my back.
Casa
I am not your mother, I will not be moved
by the grief or gratitude of men
who weep like orphans at my door.
I am not a church. I do not answer
prayers but I never turn them down.
Come in and kneel or sit or stand,
the burden of your weight won’t lessen
no matter the length of your admission.
Tell me anything you want, I have to listen
but don’t expect me to respond
when you tell me you have lost your job
or that your wife has found another love
or that your children took their laughter
to another town. You feel alone and empty?
Color me surprised! I didn’t notice they were gone.
Despite the row of faces pinned like medals
to my walls, I didn’t earn them.
The scratches on the wood are not my scars.
If there’s a smell of spices in the air
blame the trickery of kitchens
or your sad addiction to the yesterdays
that never keep no matter how much you believe
they will. I am not a time capsule.
I do not value pithy things like locks
of hair and milk teeth and ticket stubs
and promise rings–mere particles
of dust I’d blow out to the street if I could
sneeze. Take your high school jersey
and your woman’s wedding dress away
from me. Sentimental hoarding bothers me.
So off with you, old couch that cries
in coins as it gets dragged out to the porch.
Farewell, cold bed that breaks its bones
in protest to eviction or foreclosure or
whatever launched this grim parade
of exits. I am not a pet. I do not feel
abandonment. Sometimes I don’t even see you
come or go or stay behind. My windows
are your eyes not mine. If you should die
inside me I’ll leave it up to you to tell
the neighbors. Shut the heaters off
I do not fear the cold. I’m not the one
who shrinks into the corner of the floor
because whatever made you think
this was a home with warmth isn’t here
to sweet-talk anymore. Don’t look at me
that way, I’m not to blame. I granted
nothing to the immigrant or exile
that I didn’t give a bordercrosser or a native
born. I am not a prize or a wish come true.
I am not a fairytale castle. Though I
used to be, in some distant land inhabited
by dreamers now extinct. Who knows
what happened there? In any case, good
riddance, grotesque fantasy and mirth.
So long, wall-to-wall disguise in vulgar
suede and chintz. Take care, you fool,
and don’t forget that I am just a house,
a structure without soul for those whose
patron saints are longing and despair.