Mexico City Poetry Festival: Eduardo Lizalde

Eduardo Lizalde (Ciudad de México, 1929) estará en el Encuentro Internacional de Poesía Ciudad de México. Coyoacán, capital mundial de la poesía. Ha publicado diversos libros de poesía entre los que destcan: El tigre en la casa (1970), La zorra enferma (1974), Tabernarios y eróticos (1988), Otros tigres (1995) y Algaida (2004). Ha obtenido varios premios entre los que sobresalen: Premio Xavier Villaurrutia 1970, Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1974, Premio Nacional de Literatura y Lingüística 1988.  Premio Federico García Lorca de la ciudad de Granada 2013. Medalla de Oro de Bellas Artes en reconocimiento a su trayectoria, 2009. Es director de de la Biblioteca de México “José Vasconcelos”. Es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua a partir de 2007.

 

 

 

 

 

 

 EL TIGRE EN LA CASA (1970)

I. Retrato hablado de la fiera

 

2

 

EL TIGRE

Hay un tigre en la casa
que desgarra por dentro al que lo mira.
Y sólo tiene zarpas para el que lo espía,
y sólo puede herir por dentro,
y es enorme:
más largo y más pesado
que otros gatos gordos
y carniceros pestíferos
de su especie,
y pierde la cabeza con facilidad,
huele la sangre aun a través del vidrio,
percibe el miedo desde la cocina
y a pesar de las puertas más robustas.

Suele crecer de noche:
coloca su cabeza de tiranosaurio
en una cama
y el hocico le cuelga
más allá de las colchas.
Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo,
de muro a muro,
y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo,
como a través de un túnel
de lodo y miel.

No miro nunca la colmena solar,
los renegridos panales del crimen
de sus ojos,
los crisoles de saliva emponzoñada
de sus fauces.

Ni siquiera lo huelo,
para que no me mate.

Pero sé claramente
que hay un inmenso tigre encerrado

en todo esto.

 

 

 

3

                             Lo he leído, pienso, lo imagino;
                                   existió el amor en otro tiempo
                                   Será sin valor mi testimonio.
                                                Rubén Bonifaz Nuño

Recuerdo que el amor era una blanda furia
no expresable en palabras.
Y mismamente recuerdo
que el amor era una fiera lentísima:
mordía con sus colmillos de azúcar
y endulzaba el muñón al desprender el brazo.
Eso sí lo recuerdo.
Rey de las fieras,
jauría de flores carnívoras, ramo de tigres
era el amor, según recuerdo.
Recuerdo bien que los perros
se asustaban de verme,
que se erizaban de amor todas las perras
de sólo otear la aureola, oler el brillo de mi amor
—como si lo estuviera viendo—.
Lo recuerdo casi de memoria:
los muebles de madera
florecían al roce de mi mano,
me seguían como falderos
grandes y magros ríos,
y los árboles —aun no siendo frutales—
daban por dentro resentidos frutos amargos.
Recuerdo muy bien todo eso, amada,
ahora que las abejas
se derrumban a mi alrededor
con el buche cargado de excremento.

 

 

 

4

Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;
que se pierda
tanto increíble amor.
Que nada quede, amigos,
de esos mares de amor,
de estas verduras pobres de las eras
que las vacas devoran
lamiendo el otro lado del césped,
lanzando a nuestros pastos
las manadas de hidras y langostas
de sus lenguas calientes.

Como si el verde pasto celestial,
el mismo océano, salado como arenque,
hirvieran.
Que tanto y tanto amor
y tanto vuelo entre unos cuerpos
al abordaje apenas de su lecho, se desplome.

Que una sola munición de estaño luminoso,
una bala pequeña,
un perdigón inocuo para un pato,
derrumbe al mismo tiempo todas las bandadas
y desgarre el cielo con sus plumas.

Que el oro mismo estalle sin motivo.
Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa
se destroce.

Que tanto y tanto, una vez más, y tanto,
tanto imposible amor inexpresable,
nos vuelva tontos, monos sin sentido.

Que tanto amor queme sus naves
antes de llegar a tierra.

Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,
niños, animales domésticos, señores,
lo que duele.

 

 

 

 

 

 

LA ZORRA ENFERMA (1974)

I. La zorra

 

 

 

A LA MANERA DE CIERTO POUND

Si yo pudiera decir todo esto en un poema,
si pudiera decirlo, si de verdad pudiera,
si decirlo pudiera,
si tuviera el poder de decirlo.
¡qué poema, Señor!
¿Quién te lo impide, muchachito?
Anda: desnúdate, para qué más remilgos,
qué clase de hipocritón gomoso quieres ser,
lanza la rima y la moral al inodoro,
anda, circula.
¡qué gran poema!
¡qué poemota sería!
Si pudiera, siquiera, si pudiera
poner la letra primera,
lazar como a una vaca ese primer concepto, si pudiera empezarlo,
si alcanzara, malditos,
cuando menos, a tomar la pluma
¡qué poema!

 

 

 

 

II. ¿Quién invento este juego?

 

 

LA BELLA IMPLORA AMOR

Tengo que agradecerte, Señor
-de tal manera todopoderoso,
que has logrado construir
el más horrendo de los mundos-,
tengo que agradecerte
que me hayas hecho a mí tan bella
en especial.
Que hayas construido para mí tales tersuras,
tal rostro rutilante
y tales ojos estelares.
Que hayas dado a mis piernas
semejantes grandiosas redondeces,
y este vuelo delgado a mis caderas,
y esta dulzura al talle,
y estos mármoles túrgidos al pecho.

Pero tengo que odiarte por esta perfección.
Tengo que odiarte
por esa pericia torpe de tu excelso cuidado:
me has construido a tu imagen inhumana,
perfecta y repelente para los imperfectos
y me has dado
la cruel inteligencia para percibirlo.
Pero Dios,
por encima de todo,
sangro de furia por los ojos
al odiarte
cuando veo de qué modo primitivo
te cebaste al construirme
en mis perfectas carnes inocentes,
pues no me diste sólo muñecas de cristal,
manos preciosas -rosa repetida-
o cuello de paloma sin paloma
y cabellera de aureolada girándula
y mente iluminada por la luz
de la locura favorable:
hiciste de mi cuerpo un instrumento de tortura,
lo convertiste en concentrado beso,
en carnicera sustancia de codicia,
en cepo delicioso,
en lanzadera que no teje el regreso,
en temerosa bestia perseguida,
en llave sólo para cerrar por dentro.
¿Cómo decirte claro lo que has hecho, Dios,
con este cuerpo?
¿Cómo hacer que al decirlas,
al hablar de este cuerpo y de sus joyas
se amen a sí mismas las palabras
y que se vuelvan locas y que estallen
y se rompan de amor
por este cuerpo
que ni siquiera anunciar al sonar?
¿Por qué no haberme creado, limpiamente,
de vidrio o terracota?

Cuánto mejor yo fuera si tú mismo
no hubieras sido lúbrico al formarme
-eterno y sucio esposo-
y al fundir mi bronce en tus divinas palmas
no me hubieras deseado
en tan salvaje estilo.
Mejor hubiera sido,
de una buena vez,
haberme dejado en piedra,
en cosa.

 

 

 

 

BELLÍSIMA

 

Y si uno de esos ángeles
me estrechara de pronto sobre su corazón,
yo sucumbiría ahogado por su existencia
más poderosa
.

Rilke, de nuevo

 

Óigame usted, bellísima,
no soporto su amor.
Míreme, observe de qué modo
su amor daña y destruye.
Si fuera usted un poco menos bella,
si tuviera un defecto en algún sitio,
un dedo mutilado y evidente,
alguna cosa ríspida en la voz,
una pequeña cicatriz junto a esos labios
de fruta en movimiento,
una peca en el alma,
una mala pincelada imperceptible
en la sonrisa…
yo podría tolerarla.

Pero su cruel belleza es implacable,
bellísima;
no hay una fronda de reposo
para su hiriente luz
de estrella en permanente fuga
y desespera comprender
que aún la mutilación la haría más bella,
como a ciertas estatuas.

 

 

 

 

 

III. Tres canciones de inocencia

 

VACA Y NIÑA

Los niños de las ciudades
conocen bien el mar,
                     mas no la tierra.
La niña que no había visto
                     nunca una vaca
se la encontró en el prado
                     y le gustó.
La vaca no sonreía
-está contra sus costumbres-.
La niña se le acercó, pasos menudos,
como a una fuente materna
de leche y miel y cebada.
La vaca a su vez,
rumiando dulce pastura,
miró a la pequeña triste,
como a un becerro perdido,
y la saludó contenta:
la cola en alta alegría,
látigo amable
que festejaban las moscas.

 

 

 

CAZA MAYOR (1979)

 

I

 

El tigre real, el amo, el solo, el sol
de los carnívoros, espera,
está herido y hambriento,
tiene sed de carne,
hambre de agua.
Acecha fijo, suspenso en su materia,
como detenido por el lápiz
que lo está dibujando,
trastornada su pinta majestuosa
por la extrema quietud.
Es una roca amarilla:
se fragua el aire mismo de su aliento
y el fulgor cortante de sus ojos
cuaja y cesa al punto de la hulla.
Veteado por las sombras,
doblemente rayado,
doblemente asesino,
sueña en su presa improbable,
la paladea de lejos, la inventa
como el artista que concibe un crimen
de pulpas deliciosas.
Escucha, huele, palpa y adivina
los menores espasmos, los supuestos crujidos,
los vientos más delgados.
Al fin, la víctima se acerca,
estruendosa y sinfónica.
El tigre se incorpora, otea, apercibe
sus veloces navajas y colmillos,
desamarra
la encordadura recia de sus músculos.
Pero la bestia, lo que se avecina
es demasiado grande
-el tigre de los tigres-.
Es la muerte
y el gran tigre es la presa.

 

 

II

El bello, finalmente, el poderoso,
por el mayor fue vencido.
No sólo el gran tigre muere,
esta argamasa de brillo y sangre,
este relámpago
de homicida perfección:
muere con él su raza,
la historia de los tigres.
(Dice Sankhala el sabio,
adorador de tigres,
rey del zoológico en Delhi,
que sólo cuatro mil tigres restan
en los bosques y las tundras
de la antigua Hircania,
de Persia o de la India,
de Java o de Sumatra.)
Los batidores sitian a la bestia mayor,
la cercan, guían, acosan
-gritos, golpes, música, tambores-,
y él, último ejemplar, todos el último,
y joya irrepetible, juego, gloria,
de la altivez, el crimen, la hermosura,
lanza el final rugido
y el aire se enrarece
como cuando se desploma una caverna.

 

 

 

IV

El tigre en celo
es como un pozo de semen,
como un brazo de río:
más de cincuenta veces en un día
copula y se descarga largamente en la hembra,
como un cielo encendido en éxtasis perpetuo,
una tormenta de erecciones.
Y la hembra que aúlla o vocaliza
con su voz de contralto,
cómica y dolorosa,
pornográfica y mártir,
espera al tigre que la ronda sin tregua
como una tea, como un astro poseído e hirsuto.
Las fieras se acarician, Rubén,
bajo las vastas selvas primitivas.
Es el gran circo del sexo
en inconsciente y arrobada
soledad acróbata.
Al alba, cuando las bestias lujuriosas duermen,
parece oler a sexo, también a carne macerada,
en dos kilómetros a la redonda
y un resplandor ligero emana de ese Olimpo
en que la prole
del que podría preñar en horas a doscientas tigresas
es grandioso rescoldo y ya se apaga
como un fuego de siglos,
cesa como un viento,
cede como un canto.

 

 

 

V

La tigra sólo alumbra, cada dos años,
una alegre camada de tres o cuatro crías.
A veces la destruye casi a todas:
comparte con el tigre las carnes entrañables
de esos vástagos rubios, solares y graciosos
que pronto serían rudos comensales,
voraces compañeros
en la inconstante mesa selvática.
La tigra sabe
– su lógica está hecha de sangre, no de
olfato-,
que todo se ha perdido para su dinastía.
Un cachorro, muy pocos sobreviven
al filicidio aséptico, ritual,
casi quirúrgico y casi gastronómico
para ser testigos, dejar rastro,
estar ahí cuando se cumpla la condena. 

 

 

 

VI

Me quedo, tigre solo, satisfecho,
hambriento a veces,
aquí en esta cantina
donde el tiempo no pasa.
En esta misma mesa
de la cervecería La Curva
en que gastábamos
la quincena y el tiempo
mi amigo Marco Antonio y yo,
graves y grávidos poetas.
Pido cerveza. Escribo como entonces,
para qué,
unas líneas más o menos jocundas.
Pero pienso en la muerte,
un áspero humor sopla, corre como un frío,
huele a tanino, como un tiempo fermentado,
un vino enfermo.
Comprendo que alguien me persigue,
alguien apunta,
alguno acecha, me caza,
venadea, tigrea, destruye.
Pido otra cerveza.

 

 

 

 

También puedes leer