Jorge Galán (El Salvador, 1973) es uno de los poetas más significativos de la poesía centroamericana actual. Acaba de publicar su libro El círculo bajo el sello de la prestigiosa editorial española Visor. Es autor de la novela La habitación al fondo de la casa, publicada por Valparaíso Ediciones, que, según Almudena Grandes, de la nueva vida a la tradición del Realismo mágico. Galán estará presente en el Mexico City Poetry Festival. Estos poemas pertenecen a El círculo.
Romero
Romero levanta sus brazos y toca con sus dedos
dos eternidades, el tiempo de mi niñez
y el de mi vejez se unen cuando los unen sus dedos.
Las monjas cantan y no saben que es un canto de despedida.
Los pañuelos que cubren sus cabellos son días de lluvia.
Romero levanta la copa y la hostia y su voz es el mar,
y su cuerpo un acantilado donde se estrella el mar.
Hay brisa y bullicio de gaviotas en la pequeña nave de la iglesia.
Los cristales se iluminan con el fuego que llega desde fuera.
Suena un disparo al mismo tiempo
que todas las campanas del mundo, que las campanas
de todas las iglesias de la tierra menos una.
El disparo atraviesa el aire, veloz como un milagro.
Las voces cesan y el silencio avanza cien pasos
y los gritos son una manada de toros que se estrella
contra un muro de piedra, lo destruyen y escapan a los montes.
Monseñor cae y nadie le escucha caer.
Su túnica blanca es una playa de verano
pero la luz ha sido manchada por una bandada de cuervos
que graznan en el atardecer.
Las monjas son olas que se juntan en la marisma.
Sostienen su cabeza como si intentaran sostener el cielo
con sus pequeñas manos, pero no es suficiente.
Nada resulta suficiente. La muerte se acerca y se inclina.
En la puerta de la iglesia una sombra se aleja.
Las campanas continúan su terrible lamento.
En algún lugar bajo el sol los ciervos se inclinan a beber.
Un hombre se persigna sin tener un motivo.
Y Romero dice una última palabra,
inaudible como el sonido de las pisadas del escorpión en el desierto.
Su cabeza cae como una fruta.
Un perfume de fuego y de ceniza desborda la ciudad.
San Salvador se llena de algo sin saberlo.
La sombra que avanza por las calles aplasta el perfume
pero no puede destruirlo. Las campanas
continúan doblando. Metal sin ruido, un lamento,
un grito que no haya su final y continúa temblando
en el aire de marzo, desde ese día
y cada día, en todo tiempo.
El testigo
Al final, estaba solo. La oscuridad siempre nos halla solos.
Salídel fuego como un profeta sale de la muerte.
Mi espalda fue la última oscuridad que miraron del mundo
los que se quedaron atrás, atrapados
de los talones y las manos por lo definitivo.
Al despertar yacía bajo una sábana como un mar blanco.
A mi alrededor la muerte era un perfume oscuro
y las ventanas atrapaban al día y lo echaban encima de mí.
No podía olvidar que éramos nueve pero al final estaba solo.
El microbús iba a través de la penumbra.
A ambos lados había grandes árboles y todo parecía apacible.
Luego sonóun disparo, el primero, y su sonido
fue exactamente como el último. Y todo se detuvo. El autobús,
la noche, los otros autos, los días venideros.
Entonces vinieron esas voces ininteligibles y aún asíhumanas.
Maldiciones dichas en lenguajes vulgares.
Y la gasolina rociada como aceite sobre una cabeza,
un acto de fe convertido en terror.
Fue tan difícil comprender que habían sido capaces.
Todos estábamos adentro cuando empezó.
Un bautizo de fuego en plena carretera, bajo la sombra
de los árboles, al inicio de una noche que ya no tuvo límites.
Y al final, estaba solo. Y aún no comprendo cómo me levanté
y salíde aquella selva de luz envilecida,
erguido como un hombre pero siendo menos que un hombre:
un recordatorio, una carta sombría, un vestigio
donde los que se asomen podrán sentir el peso de la luz estos días.