Presentamos algunos textos de Jorge Valdés Díaz-Vélez (Torreón, Coahuila, 1955). Es autor de dieciséis libros de poesía publicados en México, Cuba, España e Italia. Entre otros: La puerta giratoria (México, Joaquín Mortíz-Planeta, 1998/ Verdehalago, Colección La Centena, 2006); Jardines sumergidos (México, Colibrí, 2003); Tiempo fuera (1988-2005) (Universidad Nacional Autónoma de México, 2007); Los Alebrijes (Madrid, Hiperión, 2007); Qualcuno va (―Ed. bilingüe italiano-español―, Foggia, Bari, Sentieri Meridiani Edizioni, 2010); Otras Horas (Santander, Quálea Editorial, 2010); Mapa mudo (Sevilla, Col. Vandalia, Fundación José Manuel Lara, 2011); Herida sombra (Monterrey, Posdata Editores, Col. Versus, 2012) y Nudista (Saltillo, Gobierno del Estado de Coahuila, Col. Arena de poesía). Ha sido traducido al árabe, francés, italiano, portugués, neerlandés, rumano e inglés.
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Nadie
Volví a Ítaca, a sus médanos
de bruma evanescente, al sol
que la traspasa y a las calles
que mi memoria soñó hermosas.
Degusté el sexo de los higos,
la pulpa de un dátil, el cálido
resplandecer de la aceituna.
Fui un extranjero entre los míos.
Nadie advirtió que tras la máscara
tallada por la espuma, iba
yo, el heroico (ese mendigo
sin sombra que salió una noche
de lágrimas al mar) Ulises,
el pródigo en historias vuelto
del más allá de su leyenda.
Antes que el alba, regresé
a la costa y enfilé al sur.
No reconoceré los muelles
a donde vaya mi deliro.
Sólo sabré que estuve en Ítaca
para reinar sobre mi espectro.
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Parque México
Un dulce olor a primavera
entró al crepúsculo sin sombras.
Cuerpos de joven insolencia
van abrazados a otros cuerpos
debajo de las jacarandas.
Han empezado a florecer
antes de tiempo. Morirán
también sus pétalos muy pronto,
memoria en ruinas del verano
su sangre aún por reinventarse.
Pero hoy me muestran su belleza
con certidumbre, la esperanza
del resplandor violáceo y tenue
de su fugacidad perpetua.
Se adelantó la primavera.
Llegó de súbito su aroma
como la luna entre las ramas
y este dolor al fin del día.
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Plomari
La pesada silueta de los barcos
te dijiste una vez, cuando el verano
carga con la inscripción de sus estelas.
Reventaba la luz en los olivos,
y el oleaje de sangre tras tus párpados
era entonces metáfora del alba,
la vida sin futuro y pocos años.
Mucho tiempo después, escribirías:
Partir es regresar a ningún sitio
en un bar clausurado, ante los muelles
donde atraca el olor de la marisma.
Ahora te recuerdas en los versos
que otro talló por ti sobre una mesa
mientras cruzan los pájaros rasantes
en búsqueda del aire al pie del día
y miras a estribor cómo la playa,
ese latido insomne del deseo,
vuelve tu corazón reloj de arena.
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Portbou
Diciembre en un andén. De vuelta a casa,
aguardo la llegada y la salida
de un tren que ha de llenar el túnel de humo,
las bóvedas de hierro con estruendo.
No hay nadie, o casi nadie, salvo un hombre
taciturno sentado a pocos metros,
que pela una naranja con las uñas
y recita las «Coplas a la muerte
de su padre». Las dice en voz muy baja,
pero alcanzo a escuchar algunas líneas
endurecidas ya de tanto oírlas
en labios del temor, cuando era joven
el mundo y otra piel me levantaba
al tacto de un destello. A estas alturas
de la noche no soy distinto a él,
que viaja a una ciudad que desconoce
la oscura procedencia de mis pasos.
Subiremos al último convoy
que pasará o partió quién sabe cuándo.
Debe tener mi edad, o yo la suya,
y un mismo agotamiento compartido
por la luz fluorescente de las lámparas
y la sombra que somos. Las estrofas
salen de mi memoria hasta su boca
igual a una casida en las arenas
cambiantes de lugar y no de sitio.
El hombre se incorpora, mira el fondo
metálico del viento contra el frío
que corre paralelo y se interroga:
«otros tiempos pasados, ¿cómo se hubo?».
Con el sol diminuto entre las yemas
regresa hasta la banca, resignado
a morder las semillas de unos versos
y seguir en espera del que, acaso,
quedó en otra estación y en otra época
de cáscaras amargas por el suelo.
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Aquel Ahora
Las posibilidades de volverte a encontrar
eran remotas. Una entre un billón. Y habiendo
infinitos lugares dispersos por los números
de un cálculo improbable, quién imaginaría
que te iba a ver en esa cantina, transformándote
en luz de aquel entonces feliz, o eso quisieron
creer años atrás aquellos dos que fuimos.
Estabas allí, tú de pronto y sin aviso
previo, con una tímida sonrisa, recargada
en el hombro de un tipo de aspecto deleznable
que podría haber sido yo. No reconociste
mi rostro entre la gente del bar. Aunque tal vez,
supongo, pretendías saber adónde y cuándo
miraste mis facciones, en qué sitio más joven
hiciste un alto, bajo qué extrañas circunstancias
coincidiste con alguien que se me parecía
de lejos. Pero no recordaste, si acaso
lo intentabas, a quien le prometiste un sueño
que no ibas a cumplir, cuando nos despedimos
tras una ventanilla. De vuelta en este ahora,
tu cara era la misma donde vi el resplandor
del ángelus y el tacto de un crepúsculo gris
y hermético. Llevabas rubor en las mejillas
y el cabello más negro que alguna vez tocaron
mis manos por el valle lunar de tu cintura.
La bienaventuranza fue nuestra compañera
de viaje a las estrellas tan próximas al hambre
de nuestros corazones y su dolor difuso.
Era la edad del bronce pulido de tus pechos.
Las noches fueron lentas palabras inaudibles
del mundo que brotaba sin encajes. Bebíamos
la vida entre los versos de una poeta árabe
y bailaba desnuda la luz en la terraza.
Tú entonces te encendías y el viento iba contigo
por algún callejón a sórdidas tabernas,
levantando tu falda minúscula, mostrándome
las rutas que de súbito me alzaban al misterio.
Sin duda eras feliz de forma ingobernable.
También lo fui. Lo fuimos. Te dije, lo recuerdo
como si fuera ayer, que un dios haría suyos
los rasgos de tu nombre y el vino tu sabor
de almendra y paraíso. Sigues igual, incluso
me has parecido más hermosa, quizá menos
alegre que la imagen que de ti conservé
todo este tiempo en vano. Detrás de tu mirada
no encontré el resplandor de aquella chica insomne,
sino una palidez ceniza de rescoldos
que aún parecen guardar el vértigo del fuego.
No puedo asegurarlo. Y ya tan poco importa.
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Rosa náutica
Abro tu sexo, enmudecido
hiendo el dulzor que se incorpora
en suave punta roma. Nuestro
silencio a tientas lo rodea,
lo vuelve único en la bóveda
de su vocablo y tu blandura.
Desde muy lejos tú me miras
al contemplarte y algo dices
tras las columnas de tus piernas
abatidas. Fuera de ti
no hay otro tímido temblor
de gota en vilo. Un leve roce
mueve tus labios: luz eréctil
que parte en dos lo que define
mi lengua, el óvalo verbal
que beberás de mí en tus besos.
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Naturalezas vivas
Duermes. La noche está contigo,
la noche hermosa igual a un cuerpo
abierto a su felicidad.
Tu calidez entre las sábanas
es una flor difusa. Fluyes
hacia un jardín desconocido.
Y, por un instante, pareces
luchar contra el ángel del sueño.
Te nombro en el abrazo y vuelves
la espalda. Tu cabello ignora
que la caricia del relámpago
muda su ondulación. Escucha,
está lloviendo en la tristeza
del mundo y sobre la amargura
del ruiseñor. No abras los ojos.
Hemos tocado el fin del día.
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Datos vitales
Jorge Valdés Díaz-Vélez nació en Torreón, Coahuila, el 24 de septiembre de 1955. Es autor de dieciséis libros de poesía publicados en México, Cuba, España e Italia. Entre otros: La puerta giratoria (México, Joaquín Mortíz-Planeta, 1998/ Verdehalago, Colección La Centena, 2006); Jardines sumergidos (México, Colibrí, 2003); Tiempo fuera (1988-2005) (Universidad Nacional Autónoma de México, 2007); Los Alebrijes (Madrid, Hiperión, 2007); Qualcuno va (―Ed. bilingüe italiano-español―, Foggia, Bari, Sentieri Meridiani Edizioni, 2010); Otras Horas (Santander, Quálea Editorial, 2010); Mapa mudo (Sevilla, Col. Vandalia, Fundación José Manuel Lara, 2011); Herida sombra (Monterrey, Posdata Editores, Col. Versus, 2012) y Nudista (Saltillo, Gobierno del Estado de Coahuila, Col. Arena de poesía). Ha sido traducido al árabe, francés, italiano, portugués, neerlandés, rumano e inglés.