Sor Juana y el indigenismo

Martha Lilia Tenorio, una de las mayores especialistas de literatura colonial en México, heredera de Antonio Alatorre, sostiene en Círculo de Poesía la columna Museo áureo. En una entrega más de su columna nos presenta el ensayo “¿Letras coloniales o americanas? Sobre el indigenismo de Sor Juana”. Sor Juana, en el péndulo entre la publicación de sus obras en España y el Gran Dios de las Semillas.

 

 

 

 

 

 

¿LETRAS COLONIALES O AMERICANAS?

SOBRE EL INDIGENISMO DE SOR JUANA

 

 

Antes de entrar en el específico tema del indigenismo sorjuanino, son necesarios algunos antecedentes. A diferencia de gran parte de los autores novohispanos, que no dejaron en sus obras señal visible de alguna “conciencia americana”, sor Juana disfruta manifestándola una y otra vez a sus muchos lectores, pues gracias a la publicación de sus obras en España, la monja fue conocida y leída por todos los dominios del imperio.

Sor Juana en verdad vive su tiempo y su entorno, y está dispuesta a dar testimonio de ellos. Si hubiera microhistorias de los siglos virreinales, los varios registros y gestos que ella anota serían suficientes para develarnos, no sólo a grandes rasgos, sino en formas íntimas, entrañables, microscópicas, lo que era ese México de la segunda mitad del siglo XVII. En sus poemas nos presenta una sociedad racial y culturalmente compleja: una mayoría de población indígena o mestiza; una minoría, española, con todo la que tiene el poder: impone su tipo de vida, en lo material del día a día y en lo cultural e intelectual, y todo lo controla.

En tiempos de sor Juana, la Ciudad de México era una capital próspera, orgullosa

de su universidad, de su arquitectura civil y religiosa, de su productividad artística (música, pintura, escultura y, sobre todo, literatura: ya a fines del siglo XVI Eugenio de Salazar se había ufanado de ello ante Fernando de Herrera, en su célebre epístola al poeta). Sin embargo, desde la península, desde la “gran Madrid”, seguía considerándose más bien provinciana.

            Entre los 15 y 19 años, Juana de Asbaje, la futura sor Juana vivió como criada en el palacio virreinal, y conoció de cerca la vida palaciega, aunque siempre como espectadora. Luego, entre los 32 y 44 años, gracias a su amistad con los virreyes, participó de esa vida palaciega. De esta experiencia surgen sus composiciones cortesanas. Así, por ejemplo, en un poema, la monja se nos convierte, sin el menor empacho, en una dama de palacio, que le manda un billete (una especie de “recadito”) al joven que será su pareja en el baile de la corte, y, sin el menor rubor, sor Juana hace alarde de coquetería y del de la seducción. Como de pasada, en uno de los versos, la dama, mexicana, le hace ver al galán, español, “que en México también hay / su poquito de etiqueta”. Sutil y claro testimonio de la situación de inferioridad en que se sentían tanto los españoles radicados en México, como los mexicanos, con respecto a los españoles de la península; pero sor Juana carga el testimonio con un timbre de orgullo nacional.

            Sor Juana compuso varias comedias para la corte. La representación de esas comedias era, como escribe Antonio Alatorre, todo un show: el espectáculo comenzaba con loas, pequeñas piezas teatrales que tenían la función de homenajear a las autoridades: al rey, en primer lugar, luego a los virreyes y a los nobles de la corte. La figura del rey era el símbolo supremo y el garante de la cohesión del Imperio. Sor Juana lo presenta así, como debe ser; sin embargo, al final de una pieza, destinada a representarse en España, por el cumpleaños del monarca Carlos II, la poetisa hace decir a los personajes de la “Nobleza” y la “Plebe” (“clases” y baja de la sociedad novohispana) lo siguiente:

 

                                               […] que, con vos unida,

                                               se exalta la Plebe,

                                               lo Noble se humilla,

                                               pues para serviros están avenidas.

 

De forma aparentemente ingenua e inocente, en este pasaje sor Juana dice algo bastante osado: no es verdad que en la Nueva España estén “avenidos” los nobles y los plebeyos; lo están sólo “oficialmente”, cuando hay que demostrar que todos son súbditos de la Corona española. En esas ocasiones, en tanto que súbditos, los presumidos españoles se ven forzados a renunciar a su altura de nobles, y los humildes mexicanos a levantarse con algo de orgullo. Aun en su poesía “oficial” sor Juana deja traslucir su verdadero sentir, lo que auténticamente piensa: los súbditos de la Corona española no son iguales; la sociedad novohispana, como lo es hoy por hoy la mexicana (a pesar de los más de trescientos años que han pasado) es una sociedad de castas, separadas por dolorosas diferencias económicas y culturales. Sor Juana disfruta subrayando esas diferencias: se refiere a los indios como “mexicanos alegres”, en quienes “campa la lealtad”, que hablan su “sonoro mexicano lenguaje” y cantan con “voces suaves”.

            Quizá donde mejor se manifiesta lo que sor Juana piensa y siente acerca de los indios es en una de las letras de los Villancicos a san Pedro Nolasco. En esta composición aparece un pobre indio que, “cayendo y levantando” (de puro desnutrido y/o embriagado de pulque: las dos situaciones absolutamente realistas), midiendo con la cabeza cada paso que da, y acompañándose con una guitarra de mala muerte, toda desafinada, canta alabanzas al santo en un “tocotín mestizo”. El indio se hace oír presentándose como un “valiente” de verdad, y no como un “hablador”; cuenta cómo una vez derribó a un rival, por supuesto, un español explotador. El rival era un alguacil que llegó a su casa a cobrar el impuesto; el indio, que no estaba dispuesto a pagar tan injusta y onerosa carga, le dio un buen golpe en la cabeza. Insólita y fantasiosamente orgullosa caracterización del indio, humilde y sumiso, pero capaz de rebelarse ante la opresión y la injusticia. El indio está harto de pagar el caipampa tributo”, es decir, el odioso tributo exigido durante los tres siglos de la Colonia, y que contribuía al funcionamiento y mantenimiento del statu quo, esto es, de su propia miseria. Evidentemente, la hazaña del indio no remite a una realidad; es sólo una fantasía de sor Juana, un anhelo suyo.

            Otras veces manifiesta sor Juana transparenta su admiración por la cultura indígena. Por ejemplo, en un poema en que agradece los elogios que ha recibido, considerándolos exagerados, dice:

 

                                               …¿qué mágicas infusiones

                                               de los indios herbolarios

                                               de mi patria, entre mis letras

                                               el hechizo derramaron?

 

La monja sabe que los indígenas mexicanos usan ciertas drogas que los liberan de su dura realidad y les dan acceso a un mundo de fantasía y de alucinaciones: el mezcal, el peyote, el toloache, los hongos, y no sólo no duda en defender mantengan esas creencias y costumbres, sino que las hace parte de su propia inspiración y del “hechizo” de sus versos.

            Otro grupo social representado en la obra de sor Juana es el de los negros. Como poeta, la monja se inserta en una tradición literaria bien establecida y aceptada, pero, al mismo tiempo, en su representación de los negros, como en la de los indígenas, la monja articula una sutil crítica social. Este sector de la población no debió ser tan numeroso como el de los indios, pero su condición era mucho más precaria puesto que eran esclavos: tan muertos de hambre como los indios, pero sin libertad de movimiento.

En España estaba muy consolidada una moda de “poemas de negro”, en los que se imitaba la manera de hablar de los africanos recién llegados a la península: un español defectuoso, pero fonéticamente muy musical. Precisamente por esta musicalidad, las “negrillas” (composiciones de negros) eran muy empleadas dentro de los juegos de villancicos; casi siempre al final, como cierre alegre, festivo, de la ceremonia. En una de las letras de alguno de sus villancicos en honor a la Virgen, sor Juana presenta a unos negros que llegan a la plaza y al templo para participar de la fiesta religiosa. Los negros muestran su temor de que los expulsen del festejo: como esclavos, no tienen derechos de pertenencia. Los personajes se van dando ánimos entre ellos mismos, diciendo “Aunque neglo, blanco / somo, lela, lela, / que el alma rivota, / blanca sá, no prieta”. Esto es: aunque somos negros, somos personas, como los blancos, pues el alma devota (religiosa) es blanca, no negra. Lo que dice sor Juana es que los negros son tan hijos de Dios como los blancos y que no tienen por qué ser excluidos de los festejos religiosos. Pero además, lleva su crítica un poco más lejos, al hacerlos hablar de la vida que llevan: las mujeres viven encerradas en las cocinas de sus amos, o venden comida en las calles y plazas; y los hombres sudan día tras día en el obraje, o, como las mujeres, venden comida.

            No conforme con representar la dolorosa situación de los esclavos, sor Juana llega incluso a señalar y denunciar la hipocresía de las órdenes religiosas, supuestamente comprometidas con los sectores más miserables de la población. Un festejo importante de la sociedad novohispana era la celebración de los santos. Figura importante del santoral era san Pedro Nolasco, fundador de la orden de la Merced. Esta orden surgió hacia fines de la Edad Media con el fin de redimir cristianos cautivos en tierras turcas: conseguían el dinero para pagar rescate, y, si no lo conseguían, se quedaban en el lugar del cautivo. Así, en una de las letras de sus Villancicos a san Pedro Nolasco, sor Juana parece preguntarse si en América no hay turcos, ni cautivos por los turcos, ¿que hacen los mercedarios? Nada, se responde la misma sor Juana, salvo enriquecerse con las limosnas de los fieles. Traduzco lo que canta el negro: donde se venera a san Pedro Nolasco no debería haber esclavos, pues su función es “redimir”, pero estos frailes lo único que hacen es organizar una fiesta muy costosa, olvidándose por completo del cautiverio de los negros. Y, en una iglesia llena de gente y frente a las autoridades civiles y eclesiásticas, después de hacer al negro decir semejantes cosas, sor Juana remata con el negro diciendo: “Perdón, se me fue la lengua”.

            Sor Juana estaba muy consciente de la conformación de la sociedad novohispana. También voltea hacia los mestizos, y, curiosamente, en otro poema religioso, éste en honor a san Pedro, un mestizo, “bravucón” y con “voces arrogantes”, llega a cantarle al santo “mascando su coraje”. La monja entiende muy bien la arrogancia y el enojo de este mestizo, a quien la sociedad novohispana le ha escamoteado derechos y, más grave aún, un sentido de pertenencia. Aquí está ya el célebre (y muy sobado) resentimiento del mestizo, del que hablarán Samuel Ramos (en El perfil del mexicano) y Octavio Paz (en El laberinto de la soledad); pero para sor Juana no se trata de un objeto de estudio: sus versos hablan de entrañable comprensión y verdadera compasión.

 

 

 

 

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