Recordamos a la escritora judío-mexicana Esther Seligson (1941-2010) en su aniversario luctuoso, presentando un fragmento de su libro inclasificable Diálogos con el cuerpo, done conviven la reflexión ensayística y la prosa poética. En la obra de Esther Seligson, nos dice Geney Beltrán, “se conjugan, gemelamente, la expresión de un mundo interior y un estilo de exigente experimentación”.
II. Despertar del cuerpo
Pero el ojo es a veces la prisión del cuerpo, una idea solamente sin el tacto, sin la mano que se hunde en las paredes de la carne, poco a poco, y las va demoliendo hasta que ceden, puro sudor, y gotean y se escurren, ámbar derretido entre los dedos que se abren en mil pupilas y hurgan y escarban y retienen de la piel el calor, el olor, la suave apariencia, microscópica red de cristales y nervios, caleidoscopio que gira en el borde de las yemas y que las uñas modulan, tintineo de prismas que se ensanchan y multiplican, reticulares, hasta incorporar la imagen de lo tocado al espejo que toca, la palma que se extiende y esparce su abanico de retinas y de antenas para absorber del cuerpo que exploran sus radiaciones, el pulso de su deseo, iridiscencia de ondas que recogen, simultáneas, el mutuo placer radiado y cautivo.
Porque el ojo no es siempre el guardián del cuerpo, su celoso reflejo, no es él quien despierta de su vigilia a la carne, sino el tacto, caja de resonancias, llamado a la aprehensión lenta de pausas sonoras, aquellas que la piel emite dándose a conocer en la humedad de los labrios, en la aspereza de la lengua, en sus papilas tentáculos, ávidas bocas que pulsan e impulsan las cuerdas de la sensación, golpetear de ébanos, laminillas de maderas finas y pulidas que los cuerpos guardan en sus secretos resquicios y que vibran con aires del viento cuando el calor del tacto las inflama o el crepitar de dientes que se hunden lentos, buscando también el aprendizaje, rompen su silencio y entonan salmos que se adhieren al paladar, a la laringe, para serle devueltos a la carne en la saliva, en la húmeda membrana de sabores, claustro donde florecerán, repetidas al infinito, las voces que el tacto despereza y disemina.
Pues el mirar no es por fuerza decir, nombrar una a una las partes de un cuerpo como quien desgrana entre los dedos un fruto o hilvana cuentas de espléndido brillo, palabras que son sólo un largo y sostenido braceo entre pleonasmos cuando no hay presión que destile el zumo, apretura que alambique la jugosa esencia de la carne que un suspiro resume o un quejido condensa, vapor que tornará a licuarse en el contacto de las pieles, en sus roces y enlaces, en el juego de enigmas que las sangres plantean alborotadas por la caricia, alborozadas en el deseo y que no resuelven vocales y consonantes, o imágenes de complicada estructura, sino apenas el tacto, el quieto penetrar de un cuerpo en el otro, el suave oscilar de la mano, su vaivén pendular, el zureo del espasmo final que se vuelva y devela el misterio, el impronunciable secreto de lo que se tocó y ha sido tocado hasta su misma fuente, insondable.
Un cuerpo no se alcanza en intervalos de mirares, en acechos de esperas. No se aparta a un cuerpo para mirarlo mejor; se le acerca, por el contrario, se anula el espacio que lo circunda y se cierra la brecha que distancia, pues un cuerpo pide ser dicho en su inmediata fluidez, y, corriente que no cruza dos veces por el mismo lugar, ser instante de plenitud única y fugaz exhalación de néctares y olores, frágil tallo que el embate cimbra y dobla sin quebrar sobre su propio eje, oscilar de cadencias en la epidermis, ruptura de luces recorriendo subterráneos placeres, iluminándolos hasta unificarlos en una doble recta, horizonte que se hunde vertical hacia el punto donde irá a recogerse el gozo de simultáneos acercamientos, acoplamiento de cercanías palpadas, besadas, humedecidas en mutua entrega de recíprocos abandonos. El espacio de un cuerpo no se extiende más allá del abrazo que lo restringe, ni se abre fuera de su límite, igual se cierra un prisma sobre sus propias caras y en ellas se recoge, se recibe y se refleja.
Un cuerpo no es un laberinto donde se pierde otro cuerpo tanteando a ciegas; es, por el contrario, un lento ascender en círculos concéntricos y un aún más lento ascenso aglutinante, confluir de centros, de andares, caminar de pasos, de afanes y sumas, derroche y destreza de giros y periferias que se estrechan en sabio orden configurando un diagrama, sendero que el tacto recorre con parsimonia gozosa como quien deja correr entre los dedos uno a uno los granos de arena, las gotas de agua para recogerlas, una a una también, en un vasto cuenco de aguas donde se hunden raíces, partículas de corteza, de alas, de polen, de ojillos luminosos ocupados en ensanchar sus ondas hasta el límite que las cerca, y rebotar, retornando en nuevas ondas a un núcleo imaginario, al punto cero equinoccial de los cuerpos que se tocan.
Pero hay veces en que tocar es apenas ir palpando sin extenderse por superficie alguna, tan callado va el tacto sin llegar, en su busca de espacios que se cimbren, a ningún centro, a ninguna conclusión, a nada que no sea la pura sorpresa de lo cercano, cercano al silencio más profundo, al abismo intocable donde el otro cuerpo cae, rotundo, inmóvil, guija desmayada que no rueda ni roza paredes y que va creciendo hasta tornarse lejana de tan próxima, vacío que se incrusta en el vacío para hacerse piedra, grieta mineral de donde brote, quizá, súbito manantial de llantos. Y es que, a veces, nada está al alcance tan alejado como un cuerpo que el mirar recorre y el palpar penetra, nada es tan impalpable como el doloroso grito del cuerpo que pide y calla y despierta la misma no saciada necesidad en la otra carne igualmente intocada.
¿Pues no es acaso el despertar despertar a la nostalgia, a la conciencia de la esencial privación, del irreparable rompimiento con el ancho cuerpo del origen? ¿Acaso no era la vigilia dulce sueño de no nato, nocturna espera irrealizada y, por lo mismo, anhelo de verdor y de esperanza? Un cuerpo que se mira y que se habla, que se hace canto y se nombra es, al fin y al cabo, el cuerpo de un deseo, una pasión que se desborda. Pero un cuerpo que ha sido tocado hasta el centro mismo de su ruptura con el centro y que despierta, indefenso, a la luz, y nace para abarcar la posibilidad múltiple del ser, sólo puede despertar a la carencia, a la incansable búsqueda del Otro y palpar en el reencuentro, idéntica Nostalgia.