Han venido unos amigos, de Antoní Marí, en la Feria del Libro de Los Ángeles

Han venido unos amigos, el nuevo libro del poeta catalán Antoni Marí, publicado recientemente por Valparaíso Ediciones México y Círculo de Poesía, en traducción de Mario Bojórquez. Se puede encontrar en la Feria del Libro en Español de Los Ángeles, este 15, 16 y 17 de mayo. Han venido unos amigos trasciende las características del género lírico, es un descenso a las galerías empolvadas de la memoria y nos confronta con los síntomas inmediatos del dolor físico para obtener una visión de nuestro ser siempre desconocido.

 

 

 

 

 

 

 

 

Han venido unos amigos

 

 

 

VIII

Tres meses ya que estoy en este lugar abierto,
altivo y solitario, y, a pesar
de que con frecuencia luce el sol,
y que veo el mar, expectante entre los bosques,
parece que nunca llega la claridad;
pero no lamento estar aquí,
por más que tampoco podría escoger
otro lugar en el que guarecerme.
Tres meses ya, aunque parecen siglos,
el tiempo que llevo aquí, acompañado de una nada
que lo llena todo y que me hace sentir
el vacío interior y el vacío
de todo lo que me envuelve y que se va.
Por eso agradezco las visitas de los amigos,
que procuran que me olvide de mí
y de cuanto me obliga a estarme quieto sin moverme.
Esta tarde, desde muy lejos, ha venido
un hombre osado y atrevido
que escribe lo que llaman poesía,
y me ha leído las últimas canciones que su numen
le dictó al oído.
Para él, la vida es un milagro.
Un milagro que la vida de las cosas sea cierta.
Un milagro que esté presente él en un vivir
donde todo es primigenio, nuevo y originario.
Como él dice: «El misterio de este mundo es que exista,
que yo esté a tu lado y que me escuches,
que oigas lo que digo y que lo entiendas.
Que los astros corran por el cielo y que esta tierra nuestra
se mueva siguiendo un orden justo y comprensible,
y que todo ocupe el lugar correspondiente.
«Es por ello, por haber reconocido
el orden de este mundo
por lo que hago lo que otros llaman poesía;
para celebrar ese orden en el que estoy comprometido
y que da sentido a todo lo que hago
y puede dar sentido a lo que los hombres hacen
y que se instaura más allá de las cosas del mundo:
la naturaleza, el cielo, la ciudad y las casas, las calles
y los caminos que llevan a las casas, la luz del día
y la oscuridad de la noche. Por eso paso tanto tiempo
tratando de allegar en el poema lo que veo, lo que pienso
y todo lo que contemplo.
Y el poema recoge el sentido del mundo,
la proporción y la correspondencia
que cada cosa tiene con todas las demás
y lo muestra con las palabras, con el ritmo de la lengua,
con la cadencia de los sonidos
y con el canto de la música y las voces.
Por eso no distingo las palabras de las cosas,
y el vínculo de las cosas con las ideas,
y las ideas con el lenguaje de las cosas
y con la unidad de todo.»
Me admira lo que dice el poeta:
que valiéndose del lenguaje consigue olvidarse de sí.
Olvidarse del lenguaje y de sí mismo;
no es él, con su nombre y su identidad, quien habla, dice,
sino el lenguaje quien se expresa
con indiferencia de sí mismo y como si traspasara su persona.
Me dice: «La poesía rompe el hábito de la vida,
la costumbre de vivir, la rutina de esperar, de respirar,
de estar expectante a todo lo que pasa.
La poesía rompe las obligaciones, los deberes,
lo que el tiempo amontonó sobre las espaldas de todos;
te libera de los compromisos, las citas, los acuerdos;
y te olvidas de la vida como la vida se olvidó de ti
y de lo que te concierne.
El ritmo de la poesía es otro, distinto al de la vida,
si es que la vida tiene un ritmo.
Tiene el ritmo que la existencia impuso a los hábitos
de los que nunca podrá liberarse
y de los que sólo la poesía te puede exonerar.
Tú, que vives solo, dices
que nada estorba las transformaciones del pensamiento;
que puedes seguir la evolución de la idea
y detenerte a contemplar el sentido de la voz y la palabra
y la música que crean cuando las dos se ajustan y conforman.
Es tan favorable tu soledad para el recogimiento,
y podrás contemplar las cosas de este mundo
sin la ayuda de las palabras con las que siempre fueron
nombradas;
y eso tal vez te permita ver lo que hay en su reverso,
y cómo dan nueva forma a las cosas del mundo,
y de qué modo enseñan a vivir.»

 

 

 

 

IX

 

Mientras mi amigo lee sus versos miro por el ventanal
y veo los árboles oscurecerse y dejar una sombra lenta
sobre las piedras del patio.
Pienso que la jornada se ha alargado estos días,
pero que, muy pronto, no podré ver, desde lejos, las montañas.
Se ensombrece poco a poco, también, el salón; y la luz,
que entra de fuera, todavía deja alguna claridad
sobre las páginas del libro.
La voz de mi amigo, tranquila y modulada,
se entretiene con las palabras que va leyendo
y las pausas y los silencios que exige el poema.
Junto a nosotros, Horacio, un can Golden Retriever,
extiende las patas sobre la estera de esparto y,
aunque parezca que duerme, tiene las orejas enhiestas
el morro húmedo, y con la cola sigue el ritmo
de los versos del poema.
Escipión, un gato de raza vulgar, de estirpe europea,
ronronea junto a mí, caliente y ensimismado,
mostrando un extraño consentimiento en un animal
tan audaz e inquieto. Los estorninos
no paran de saltar entre los árboles,
silbando y piando con una desazón estrepitosa
que no estorba al lector.
Cautivado, sigo la lectura, y no dejo de pensar
en lo que me ha dicho, mi amigo,
antes de iniciar la lectura de su libro.
Nunca hubiera pensado lo que me dijo él
sobre los efectos de la poesía y de la métrica,
y, menos todavía, que pudiera dar sentido
a lo que hace el hombre, cuando el sentido
que encontramos en las cosas,
ya se sabe,
es una ilusión que hemos forjado para sobrevivir
y entretener a la muerte.
Tal vez la poesía sea un consuelo; una manera
de sobrepasar las limitaciones de la existencia
y la potencia del deseo;
incluso es posible que pueda trascender la voluntad
de esperar y perseverar entre las cosas del mundo.
No puedo, sin embargo, negar
lo que mi amigo piensa de la poesía.
Que sea una alabanza del mundo, su origen;
que dé sentido al desconcierto cósmico.
De lo que no estoy tan seguro
es de que valga la pena luchar con las palabras,
tanto tiempo.
Una lucha que no puede dar más que armonía:
una cualidad de los sonidos y de las relaciones
entre los hombres, conveniente
en esencia y proporción y en perfecta correspondencia
entre unas y otras; pero es huidiza y frágil,
y cualquier accidente la puede lastimar.
Tal vez sea cierto
que la poesía, como la música,
puede ofrecer una dimensión nueva,
que podíamos decir metafísica,
de lo que es entrar en el mundo: una dimensión que no es real,
pero posible.
Sin embargo aquí, y ahora, mi realidad es tan cierta
que no tengo otra que la de sus propias dimensiones;
restringidas por la propia dificultad
para moverme, de ver el mundo sólo desde los ángulos
que la visión y el mínimo movimiento me permiten,
pero que me impiden tener una imagen circular
del orbe de la vida, de la totalidad
limitada del mundo y de las cosas.
Nada puede dar consuelo a la restricción
de los movimientos del cuerpo,
que son la vida del alma.
Y aquí estoy, solo y pensativo en este lugar desierto,
privado no de amigos, pero sí de ilusiones y de ganas de vivir.
Pese a todo, tengo la naturaleza,
los amigos, la soledad y el recuerdo
que logran que me olvide de mi entorpecida suerte.
Es ya casi de noche;
mi amigo ha terminado de leer el poema
mientras el perro, sin moverse,
da un bostezo socarrón y despierta al gato.
Me ha hecho pensar lo que has leído, –le comento.
Y creo que la poesía es un juego privado
que no hace daño a nadie,
más que al mismo poeta.
Un juego privado –me dice–, pero que es de todos
si fuera poesía.
Y puede que haga daño y que duela;
porque es, sin más, como somos nosotros:
escindidos, partidos entre dos mundos,
extraños y fronterizos, luchando, cada uno,
para afirmar el mundo de su reino;
uno impele hacia arriba, el otro empuja hacia abajo.
Y la poesía, de los dos, hace un solo mundo,
sin renunciar a ninguno de los dos.
Es materia y espíritu, alma y cuerpo.
Libre y voluntaria, necesaria y evanescente.
Vaga, y tan precisa como lo son todos los juegos
del lenguaje.
Se levanta un viento del sur que hace temblar
los cristales, remueve los árboles y arrastra
un polvo muy fino que viene del jardín.
Los animales, al acecho, miran los ventanales
y nos miran a nosotros, como si fuéramos responsables
del alboroto que llega del jardín.
Cada mundo tiene su lenguaje, como el olvido
sus símbolos.

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