Memorias de la poesía colombiana III: Jorge Zalamea

En esta nueva entrega del dossier: Memorias de la Poesía Colombiana, de José Luis Díaz-Granados. El poeta colombiano nos presenta Recuerdo de Jorge Zalamea (1905-1969). Poeta, crítico y traductor, Zalamea es autor de libros como: La vida maravillosa de los libros: viajes por las literaturas de España y Francia (1941), Anábasis, de Saint-John Perse. Versión castellana de Jorge Zalamea. Ilustraciones, Giorgio de Chirico (1949), La poesía ignorada y olvidada (Premio Casa de las Américas, 1965) Las aguas de Vietnam; antología de la poesía vietnamita combatiente. Versiones, prólogo y notas, Jorge Zalamea (1967), entre otros.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Recuerdos de Jorge Zalamea

 

Un mediodía vibré de emoción cuando vi salir del Café “Carrusel” —situado en un pasaje de la Carrera Séptima entre calles 12 y 13— al maestro Jorge Zalamea, quien ciertamente infundía temor reverencial.

Desde mi adolescencia sentí una acentuada admiración por este singular escritor. A mis 20 años lo seguía silenciosamente en sus eventuales publicaciones en revistas marginales y gacetas universitarias de escaso tiraje, ya que los grandes diarios lo habían desterrado de sus páginas.

Eran los tiempos de los amores y odios entre los patriarcas y los letrados sumisos o rebeldes. Varias veces escuché de sus propios labios, en su voz portentosa, las estrofas lacerantes de El sueño de las escalinatas, tanto en el Teatro Colón como en la grabación fonográfica. Pero lo admiraba a distancia, pues tenía fama de estirado, petulante y agresivo. La verdad era que siempre lo veía lejano, vestido de manera impecable, su cabellera plateada, los ojos azules mirando al horizonte ilímite, su labio inferior con un sello despectivo, caminando por las calles de Bogotá sin detenerse a saludar a nadie. Se parecía al actor Stewart Granger, el coprotagonista  con Rita Hayworth, de Salomé.

Por otra parte, mi atracción por Gonzalo Arango, el escritor y profeta del “Nadaísmo” y mi amistad con Alfonso Bonilla-Naar, poeta y médico de cabecera, me hacían ver de manera más acentuada esos rasgos de petulancia y arrogancia que circundaban la figura mítica de Zalamea. Sin embargo, era también muy consciente de que literariamente había más valores en la obra de éste —El regreso de Eva, La vida maravillosa de los libros, El Gran Burundún-Burundá ha muerto y El sueño de las escalinatas—, que en la de aquellos.

Arango le lanzaba unas diatribas terribles desde su “Ultima página” de la revista Cromos, le arrojaba escupitajos expresivos y lo insultaba. Por su parte, Bonilla-Naar intentaba expulsarlo de su cátedra de la Universidad Nacional —entonces el único medio de subsistencia de Zalamea, quien fuera uno de los creadores de la Ciudad Universitaria cuando ejerció el Ministerio de Educación bajo la primera administración de Alfonso López Pumarejo en 1936—, lo cual motivó una ardida carta del Maestro en la que atacaba sin piedad a los citados personajes y a otros más que andaban por allí.

Yo no pude más: decidí enfrentar la arrogancia de Zalamea y le escribí una carta abierta en la cual le expresaba mi admiración por su vida al servicio de las causas limpias y justas de la humanidad y por su obra literaria que era ya patrimonio de nuestra cultura nacional. Pero al mismo tiempo afirmaba que no veía mérito alguno en que él se rebajara a hacer ataques mezquinos y se encabritara por cosas que en realidad no valían la pena.

Al mes siguiente, con gran despliegue, el Magazine Dominical de El Espectador (donde había aparecido mi carta), publicó en una página entera la respuesta abierta a “la noble carta de Díaz-Granados”. Allí justificaba todos los cargos que yo le endilgaba. Me ofrecía su amistad y me invitaba a visitarlo. Esa misma tarde, conseguí el número de su teléfono y lo llamé. A los pocos días, con los pocos recortes de mis poemas publicados, algunos cuentos y uno que otro texto inédito, me fui para su casa de Chapinero, cerca del Parque de Lourdes y  de la Estación de Bomberos. Allí pude apreciar su intimidad doméstica, y me di cuenta de que tras la máscara de la lejanía y la arrogancia, se escondía un hombre tímido y además muy sencillo.

Me recibió su segunda esposa, la checa Jirina Petrishkova, una mujer otoñal muy hermosa, delgada, de cabellos color miel y ojos azules inquisidores, muy celosa de su marido, como parece que era Helen Samios Katzanzakis, según versión del propio Zalamea. Me hizo seguir al tiempo que decía en voz alta:

— ¡Jorgito, es el señor Díaz-Granados!.

Desde el segundo piso se interrumpió el tecleo de la máquina de escribir.

— Sí, ya bajo, —respondió aquella voz poderosa, inconfundible, que había conmovido a Colombia con sus poemas imprecatorios contra los explotadores de todas las calañas.

Bajó en bata de baño, pantuflas, con el cabello plateado ligeramente despeinado. Me dio la mano y me invitó a que tomara asiento. De inmediato unos canarios volaron y se posaron sobre sus hombros. Jirina comenzó a tejer con nerviosismo mientras vigilaba celosamente la visita, que en realidad no pasó de un intercambio de frases tímidas, intrascendentes, acerca de su última conferencia y sobre ciertos autores. Elogié su antología de la poesía vietnamita y asintió con la cabeza. Le hablé de su olvidada monografía sobre el Departamento de Nariño, libro que había publicado en 1936. Él miró a su esposa, como queriéndole decir que hasta los más jóvenes conocíamos la más ignorada de sus obras. Le pregunté si alguna vez había intentado escribir una novela. Me dijo que sí.

— Cuando trabajaba en El Liberal, el periódico que dirigía Alberto Lleras, comencé a escribir una novela en cuadernos de escolar. Llené tres cuadernos y los guardé en una gaveta de mi escritorio.

Y agregó con agria resignación:

—Alguien, por malignidad, hurtó el segundo cuaderno… ¿Ah? Por malignidad… Porque hubiera robado los tres, o el primero… Pero el segundo….! Nunca más he intentado hacer novela…

Le entregué mis poemas, entre ellos uno titulado La bruja de Dios, de tema erótico y americanista, muy enmarcado en el gusto de Zalamea: barroco y exuberante a lo Saint-John Perse y Manuel Scorza. Me dijo que los leería con cuidado.

— Vuelva, me dijo al despedirse. Un día de estos viene y mira toda mi biblioteca, venga y ojea mis libros. Déjeme sus poemas y yo lo llamo.

Pero no lo hizo nunca. Sin embargo, puedo afirmar que fuimos amigos.

Solía llamarlo con alguna frecuencia y él me invitaba a sus charlas y conferencias. El 1º de mayo de 1968 se le otorgó a Zalamea el Premio Lenin de la Paz. Me precio de haber sido la primera persona que lo llamó a felicitarlo. Él me lo agradeció de veras.

Meses después, me alegré hasta las lágrimas cuando vi una multitud compuesta por estudiantes, obreros, intelectuales y unos cuantos dirigentes políticos, lo mismo que diplomáticos, los cuales se apretujaban en el Teatro Colón de Bogotá para presenciar la entrega del Premio.

En el palco presidencial estaban el Jefe de Estado, Carlos Lleras Restrepo, con la banda tricolor cruzándole el pecho (Zalamea entonces estaba marginado de todo evento oficial y de todo ágape institucional) junto al embajador soviético, Nikolai Belous.

En el escenario, el galardonado recibió el diploma y la medalla con la efigie del fundador del Estado Soviético, de manos del novelista Boris Polevói —autor de la hermosa novela Un hombre de verdad—, a cuyo lado, el futuro presidente Belisario Betancur  se preparaba para pronunciar una oración magistral en nombre de los escritores de Colombia. Zalamea, visiblemente emocionado, expresó al final unas palabras de gratitud en las que se le alcanzó a quebrar la voz. Sin embargo, tuvo el valor de denunciar ante el presidente de la República toda la injusticia social reinante y las desigualdades que generaban los factores de la violencia y la perturbación social. Fue su apoteosis.

A la salida, en el lento desfile hacia las puertas del teatro, alcancé a ver a Luis Vidales. No presentí que durante cinco años, dos décadas después, Paulina, su esposa y yo, trabajaríamos con el mayor sigilo para que él obtuviera el mismo Premio, ni él pensó tampoco que lo ganaría alguna vez. Y lo obtuvo, precisamente el mismo día en que su esposa falleció, en 1985.

Zalamea me citaba a veces en alguna charla o mesa redonda. “Como le decía a mi querido Díaz-Granados…”. Y se levantaba del asiento y me buscaba con la mirada entre los asistentes.

Después del Premio Lenin, las apariciones públicas de Zalamea fueron menos frecuentes, debido a una enfermedad hepática que lo minaba. Con frecuencia iba a temperar a poblaciones cercanas a Bogotá. El dinero del premio lo recibió meses después y alcanzó a comprar un apartamento en el nororiente de la capital. Allí lo alcancé a visitar brevemente, a pedido de Juan Gustavo Cobo Borda, quien solicitaba la firma del maestro para encabezar una carta de protesta por alguna embarrada de Gonzalo Arango. Se destacaba allí la firma de Marta Traba, entonces casada con Alberto Zalamea, el único hijo del poeta, quien apenas vio el nombre de su querida nuera estampó su rúbrica sin leer el contenido. Fue su última manifestación pública.

El maestro murió el 10 de mayo de 1969. Alberto Lleras expresó al día siguiente en El Tiempo que Zalamea era, “acaso, nuestro más grande escritor”. Y Rafael Maya, al despedir el duelo, declaró que sentía que estaba enterrando su propia adolescencia.

 

 

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