Presentamos la segunda parte del discurso pronunciado por don Andrés Bello (1781-1865) en la Universidad de Chile. En él, Bello dilucida en torno a los cantares de gesta y al apócrifo de una de sus fuentes: La Crónica de Turpin, escrita por el inventado Arzobispo de Rheims. Andrés Bello estaba fascinado por los detalles del apócrifo y sus menciones en la poesía de su tiempo y de todas las épocas. Dejó constancia de ello en otros ensayos, tales como: Apuntes sobre Romances de Carlomagno posteriores a la Crónica del Arzobispo Turpin o Apuntes sobre la Crónica del Arzobispo Turpin, entre tantos otros. Era un tema que fascinaba al poeta, filósofo, traductor y filólogo venezolano, y del que, se dice, revelaba ciertos enigmas solamente en la intimidad de la conversación.
«Mientras M. Génin sustenta la tesis de que habría sido Guido de Borgoña, Arzobispo de Viena y, más tarde, Papa Calixto II, quien se hizo pasar por Turpin, Arzobispo de Rheims, el que “dio al mundo la crónica mentirosa que con ese último nombre se impuso por siglos a la credulidad de la Europa”; por su parte, Bello sostiene que se habría tratado de Dalmacio, natural de Cluny, Francia y Obispo en Iria, España»
Andrés Bello: Crónica de Turpin | Entrega 2 de 4
[respetamos la ortografía original]
II
El autor fué español o residió en España
Una de las cosas que primero saltan a los ojos en Turpin (me refiero al original latino completo, según lo exhiben los manuscritos antiguos, no mutilado, como aparece en las colecciones impresas) es la individualidad i propiedad geográfica con que habla de España. ¿Quién, sin haber residido algunos años en la Península, era capaz de darnos un catálogo tan largo i tan exacto de sus ciudades i villas principales, como el que nos presenta Turpin, hablando de las soñadas conquistas de Carlomagno? No era aquel un tiempo en que esta clase de noticias pudiese adquirirse en los libros; i los libros mismos eran entonces raros i difíciles de consultar. Una devastación de cuatrocientos años había mudado la faz de aquella España gótica, que era ella misma el esqueleto carcomido de la España descrita por los geógrafos griegos i latinos, olvidados entonces e inaccesibles aun a los que cultivaban las pocas letras que sobrevivieron a tantas revoluciones, i de que apenas quedaba un opaco i moribundo destello en la soledad de los claustros. Pueblos, granjas i castillos nuevos levantaban sus menguadas cabezas donde ciudades florecientes habían sido alternativamente destruidas por los invasores i los restauradores; otras fueron allanadas para no resurgir jamás. Aquella descarnada lista de nombres, unos iberos, otros romanos, otros árabes; unos desgastados por el roce de los siglos i de las lenguas, otros enteramente nuevos, nos revela claramente un hombre vulgar, que reside en España, i no la conoce sino por el informe de sus ojos i de sus oídos. Ella es para mí el capítulo más histórico i más interesante de toda la Crónica. I sin embargo, falta del todo en las colecciones impresas, i no lo tenemos sino muí diminuto i adulterado en la edición de Ciampi.
«Todas estas ciudades, dice el cronista al fin del catálogo, adquirió entonces Carlos, unas sin combate, otras con gran guerra i grande arte; pero a Lucerna, ciudad mui guarnecida, que está en el Valle Verde, no pudo tomarla hasta lo último, después de un asedio de cuatro meses. Habiendo Carlos dirigido una oración a Dios i a Santiago, cayeron los muros, i la ciudad permanece inhabitada hasta el día, porque, en medio de ella, brotó un sumidero de agua negra, en que se crian unos grandes peces del mismo color.» Hablase aquí del territorio del Bierzo en la diócesis de Astorga, llamado en las escrituras antiguas Bergidum, Vergidum, Confinium Vergidense[1]; i de Vallis Vergidi se formó la denominación vulgar Valverde, conservada en varios lugares del Bierzo[2]. Habla, pues, aquí Turpin, no como las escrituras i la gente instruida, sino como el vulgo del país. Lo más curioso es que en el Bierzo hai justamente un lago «de una legua de circunferencia i de enorme profundidad, abundante en anguilas[3]» Estas anguilas son los pisces nigri et magni de nuestro cronista. ¿Pudo nadie en aquel siglo haber llegado a este punto de individualidad topográfica sin haber vivido en España?
La Lucerna de Turpin es una ciudad imajinaria, mui celebrada en las antiguas jestas estas de los troveres. En la de Bueves deo mmarchis[4], se nombra a Lucerna entre otras ciudades de España que una princesa mora ofrece en dote a Jirardo, hijo de Buéves. Pero donde esta ciudad hace un gran papel es en la jesta de Guido de Borgoña[5], en que se refiere que Carlomagno, después de avasallar gran parte de España, puso sitio a Lucerna, la cual le resistió mucho tiempo, i se rindió por último al joven Guido, que, «llegando con una hueste de mancebos de su edad», socorrió al emperador en el momento más crítico. Estos dos poemas son posteriores a la Crónica de Turpin; pero los autores de romances se repetían unos a otros, adornando i engrandeciendo cada vez más los cuentos de sus predecesores; i no es inverosímil que Lucerna hubiese dado materia a composiciones más antiguas, de las cuales tomase Turpin la especie de aquel sitio i conquista, para tratarla a su modo, i que alguna de ellas sucesivamente retocada i adornada produjese el romance de Guido de Borgoña de que acabo de hablar.
Según Turpin, i según los autores españoles[6], hubo en el Bierzo otra ciudad llamada Ventosa. Turpin la creyó idéntica con Carcesa, donde, según el martirolojio de Adon, fué predicada la fe de Cristo por Iscio o Hesiquio, discípulo de los apóstoles; pero es probable que Turpin no conoció a Carcesa sino por el martirolojio (ya veremos que las obras litúrjicas le eran tan familiares como los romances); i no me parece dudoso que todo el fundamento que tuvo para identificarla con Ventosa fué la semejanza de sonido entre Carcesa i Carracedo, en cuyo distrito estaba Ventosa situada.
Caparra es otra de las ciudades inhabitadas que menciona Turpin: el sitio en que estuvo, se ve todavía cerca de Plasencia, i las ruinas dan testimonio de la grandeza a que llegó en tiempo de los romanos[7]. Turpin visitó, sin duda, estas ruinas, o por lo menos, oyó la fama de ellas en España.
Varios otros pasajes hai en la Crónica, notables bajo el mismo punto de vista. Sahagun se dice que estaba bellamente situada, en la tierra llamada de Campos sobre el río Cea. Esta descripción cuadra exactamente con la del Diccionario Geográfico de Miñano, i el apellido de Campos merece particularmente fijar la atención. Llamáronse Campos Góticos los comprendidos entre los ríos Duero, Ezla, Pisuerga i Carrion[8]; el río Cea lleva sus aguas al Ezla. De aquí el nombre vulgar de Tierra de Campos, de que el pasaje a que aludo ofrece acaso el primer ejemplo.
Turpin da a la parte meridional de España el título de Alandalus, voz arábiga que significa el occidente, i de que se deriva Andalucía[9]. Sin embargo de que el geógrafo Nubiense, en el siglo XII, daba todavía ese nombre a toda España, Turpin lo reduce ya a los límites de lo que hoi se llama Andalucía, o poco más. ¿Es presumible que un hombre tan iliterato hubiese aprendido a emplearlo así, o que siquiera lo hubiese oído, sino en la Península misma?
Vemos a la verdad uno u otro nombre latino: Iria, Braceara, Emérita, Accitana, Caesaraugusta; pero todos ellos estaban en cierto modo vulgarizados entre los eclesiásticos por la liturjia i por las denominaciones titulares de los obispos. El mismo Turpin llama a Caesaraugusta Saragotia (Zaragoza), i a Iria, Petronum, como los troveres Perron, i los españoles Padrón. Episcopus accitanus era el obispo de Guadix, que los romanos llamaron Acci; i es voz que se encuentra en el martirolojio de Adon, del cual la tomó Turpin, junto con la leyenda del olivo milagroso, que florecía i fructicaba cada año el 15 de mayo sobre el sepulcro de San Torcuato.
Aún en lo más exagerado i absurdo, se echa de ver al hombre que conversa con los españoles, i que adopta hasta las patrañas del vulgo; como la del ídolo de Mahoma, «único que había quedado en España después de la conquista de Carlomagno.» Estaba colocado, dice el cronista, sobre una altísima pirámide en la tierra de Alandalus, a la orilla del mar, en un lugar llamado Cades. Habíale fabricado el mismo Mahoma, i dádole su nombre, i encerrado en él por arte mágica una legión de demonios, i por eso nadie pudo quebrarle, ni era dado a los cristianos acercarse a él sin peligro. Miraba al mediodía, i empuñaba una gran clava[10], que, según una profecía sarracena, debía caérsele de la mano cuando naciese en Francia un personaje, a quien estaba reservado ocupar el trono de España, i poner fin en toda ella a la dominación de los infieles. Este ídolo de Mahoma es aquella antigua i célebre estatua de Hércules, que se encontraba en Cádiz, i que los sarracenos miraban como una de las maravillas de España[11]. Después veremos en qué circunstancias fué inspirada a Turpin la profecía que él atribuyo a los sarracenos.
¿I quién que no fuese español o habitante de España pudo interesarse tanto en las preeminencias de la iglesia de Santiago? El poder, dignidad i grandeza de Compostela, son objetos que el titulado arzobispo de Rheims tiene constantemente a la vista. Compostela, no Carlomagno, es el héroe de la leyenda. Los triunfos de aquel príncipe no son más que el andamio de que el cronista se sirve para aquella fábrica estupenda de milagros, concilios i privilejios con que se empeña en levantar la silla de Santiago al segundo rango entre todas las iglesias de la cristiandad. La Crónica principia por la predicación de Santiago en Galicia, su martirio en Palestina i la traslación de sus reliquias a España. Carlomagno, contemplando la Vía Láctea (que hasta hoi llaman los españoles camino de Santiago), es favorecido con una visión celestial en que el hijo del Zebedeo le revela quo su cuerpo yace todavía escondido en Galicia, i le ordena vaya a libertar su tierra predilecta de la opresión de los mohabitas, ofreciendo galardonarle con fama inmortal en la tierra, i con una corona de gloria en el cielo. Carlos se pone en camino con su ejército. Invoca a Santiago, i los muros de Pamplona vienen por sí mismos al suelo. El emperador visita el sepulcro del apóstol, i hace riquísimas donaciones a su iglesia. Después, vencidos Argolando i Ferraguto, «estableció, dice el cronista, prelados i presbíteros por las ciudades, i reunido en Compostela un concilio de obispos i magnates, instituyó que todos los prelados, príncipes i reyes españoles i gallegos, así presentes como futuros, obedeciesen al obispo de Santiago. No puso la silla en Iria, porque ni aun la tuvo por ciudad, antes mandó que se reputase villa, i quo estuviese sujeta a Compostela. I en aquel mismo concilio, yo Turpin, arzobispo do Rheims, con cuarenta[12] obispos, a ruego de Carlos, consagré la iglesia i el altar de Santiago en las calendas de junio[13]. El rei sujetó a la dicha iglesia toda la tierra de España i de Galicia, i se la dio en dote, mandando que todo poseedor de casa en toda España i Galicia acudiese cada un año a Santiago con cuatro monedas en tributo, i que por este acto de reconocimiento quedasen exentos de toda otra carga i servidumbre. I en el mismo día, se estableció que dicha iglesia fuese llamada sede apostólica, por descansar allí el apóstol Santiago; que se tuviesen en ella los concilios nacionales de España; que por las manos de su prelado, en honra del mismo apóstol, se diesen los báculos episcopales i coronas reales; i que si menguase la fe en las otras ciudades, o dejasen de observarse en ellas los divinos preceptos, por medio del mismo obispo fuesen llamadas i reconciliadas con la iglesia católica. Pues así como por el bienaventurado Juan el Evangelista, hermano de Santiago, fué establecida la fe cristiana i fundada una sede apostólica en Éfeso hacia las partes de oriente, así por el bienaventurado Santiago fué introducida la fe i erijida otra sede apostólica en Galicia hacia las partes del ocaso; i estas son, sin duda alguna, las dos sillas del reino terrenal de Cristo, Éfeso a la mano derecha i Compostela a la izquierda, que cayeron en suerte a los hijos del Zebedeo, según su petición. Tres sillas hai, pues, que con razón acostumbró venerar la cristiandad, como apostólicas, principales i preeminentes sobre todas las del orbe, por la preeminencia que Nuestro Señor concedió a los tres apóstoles Pedro, Santiago i Juan, que las establecieron; i estos tres lugares deben reputarse los más sagrados de todos, pues en ellos predicaron estos tres santos apóstoles, i descansan sus cuerpos. A Roma corresponde el primer lugar por razón de Pedro, príncipe de los apóstoles. A Compostela, el segundo por Santiago, hermano mayor de San Juan, i adornado primero con la corona del martirio. Él la ennobleció con su predicación, la consagró con su sepulcro, i no cesa de exaltarla con milagros i dispensaciones de clemencia. La tercera silla es Éfeso, porque allí escribió San Juan su evangelio: En el principio era el verbo; i allí consagró los obispos de las ciudades cercanas, llamados ánjeles en su Apocalipsis. Él fundó aquella iglesia por su doctrina i milagros, i en ella está sepultado su cuerpo. Si ocurriese, pues, en cosas divinas o humanas alguna dificultad que en otra parte no pueda resolverse, tráigase al conocimiento de estas sedes, i ellas por la divina gracia decidirán. Como Galicia fué libertada del yugo sarraceno por el favor do Dios i de Santiago, i por el valor de Carlomagno, así persevere firme en la fe católica hasta la consumación de los siglos.»
Fácil es columbrar desde ahora el objeto que movió a nuestro Turpin a componer su obra: objeto tal, que solo pudo interesarse en él un español, o en circunstancias mui particulares, algún extranjero establecido en España. El interés de la obra es rigorosamente compostelano.
III
El autor de la Crónica fué algún eclesiástico personalmente interesado en la exaltación de la silla de Santiago.
De que el autor de la Crónica fué eclesiástico i aun monje, apenas puede dudarse por los términos en que se expresa, los milagros que cuenta, los discursos devotos que introduce, el hincapié que hace sobro la necesidad de cumplir las mandas piadosas, i sus alabanzas de la vida monástica. Carlomagno hace cuantiosas donaciones a los monasterios para descanso de las almas de sus guerreros que perecieron en Roncesválles. Recuérdase con clojio la munificencia de Roldan a las iglesias. La liturjia es familiar al autor. Ya hemos visto el uso que hace del martirolojio de Adon. Poniendo en paralelo a los que murieron en la expedición de Carlomagno, aunque no a manos de los sarracenos, con los santos que sin derramar su sangre por la fe fueron venerados como mártires, se vale (observa Lebeuf) de expresiones empleadas por Odón, abad de Cluní, en el oficio de San Martin de Tours, e introducidas en la liturjia romana. Roldan moribundo glosa las palabras de Job: credo quod Redemptor meus vivit, i enhebra otros textos de la Escritura. Los sucesos tienen a veces, a más del sentido natural, un sentido místico. Introdúcense disputas teolójicas entre los adalides cristianos i los infieles. Por decirlo ele una vez, todo en aquella Crónica, hasta las relaciones de banquetes i batallas, huele al claustro.
¿I qué debemos inferir del concilio de Compostela, cuyas actas acabamos de presentar al lector? ¿Sería tal vez una piedad mal entendida, pero desinteresada, la que imajinó i sacó a luz semejantes ficciones? Yo no lo creo. Si la Crónica, pertenece a la edad que dejamos señalada, esto es, a los fines del siglo undécimo o principios del duodécimo, con las singulares prerrogativas que en ella se atribuyen a Compostela, se trató de abrir la puerta a las que solicitaban entonces ahincadamente los sucesores de Santiago. El primero en promoverlas fué el obispo de Iria, Dalmacio, cuyo pontificado principió en 1094. Aprovechando la coyuntura del concilio claramontano, celebrado el año siguiente, se puso en camino para Francia, i logró en Clermont que el papa Urbano le concediese en pleno concilio la traslación de todos los derechos de Iria a Compostela en honor del apóstol Santiago; que él i sus sucesores quedasen exentos para siempre de la metrópoli de Braga, no conociendo sujeción a otra sede que la de Roma; i que el prelado compostelano fuese en adelante consagrado por el papa, como su particular sufragáneo. Esto fué todo lo que Dalmacio obtuvo, aunque sus miras se extendían a más. Ni le cupo la dicha de gozarlo largo tiempo, pues falleció ocho días después de despachada la bula.
Estuvo algunos años vacante la sede; i en 1100, fué promovido a ella don Diego Jelmirez, prelado de mucho celo i espíritu, que, llevando adelante la empresa de su antecesor, logró primeramente que el sumo pontífice Pascual II le permitiese instituir en Compostela cierto número de cardenales. Poco después fué a Roma, i alcanzó el honor del palio; pero se le negó por entonces la erección de aquella sede en metropolitana.
Figuró mucho don Diego en los disturbios que ocurrieron en España después del fallecimiento de don Alonso, el conquistador de Toledo, con motivo de las pretensiones del rei de Aragón, don Alonso el Batallador, sobre los estados de Castilla i León. Don Diego se declaró por el joven príncipe, llamado también Alonso, hijo de don Ramón de Borgoña i de doña Urraca, lejítima heredera de Castilla, i le coronó i unjió delante del altar de Santiago: ejemplar nuevo en que el ambicioso prelado parece haber querido poner en práctica una de las prescripciones del fabuloso concilio de Compostela.
Hablando de la erección de aquella sede en metrópoli, dice la Historia, Compostelaría, (documento curioso, mandado componer por el mismo don Diego Jelmirez) que este prelado no podía llevar en paciencia, antes reputaba por una mengua, que la iglesia del apóstol Santiago fuese solamente episcopal, cuando las otras que poseían el cuerpo de algún apóstol estaban condecoradas, o con el papado, o con los derechos de metrópoli, mayormente, añade, habiendo sido aquel santo apóstol consanguíneo de Jesucristo, i uno de sus familiares i de sus más amados discípulos. En su presencia i en la de Pedro i Juan, se transfiguró. La madre de Santiago i Juan pidió al Salvador que en el reino venidero se sentasen sus hijos el uno a su derecha i el otro a su izquierda; i con esta ocasión, se suscitó una contienda entre los discípulos sobre cuál de los dos era el más digno. Pero los obispos de Santiago, hasta Dalmacio, que ocupó aquella silla mui poco tiempo, dados a las armas i a la milicia, no se cuidaron de obtener el arzobispado i las demás dignidades eclesiásticas[14]» Esto es hablar el lenguaje mismo de Turpin, i presentar la más precisa coincidencia entre los datos cronolójicos que apunté arriba, i el principio de las pretensiones de la silla iriense.
La ambición de aquellos prelados, desde, que pusieron la mira en este objeto, fué tal, que los pontífices romanos entraron en cuidado, i temieron les usurpase o menoscabase Compostela el dominio de las iglesias occidentales. Esto puso por algún tiempo un grave obstáculo a la concesión de metrópoli.
Pero la intercesión del abad i convento de Cluní prevaleció al fin con el papa Calixto. «Santiago mismo (así le habló el abad a presencia del obispo de Oporto, comisionado para aquella negociación, i de los magnates borgoñones, favorecedores de don Diego Jelmirez, que había sido secretario de don Ramón de Borgoña, ya difunto, hermano de Calixto), Santiago mismo es el que te pide este honor para su iglesia. Compostela es en todo el mundo la sola sede apostólica que está reducida al episcopado.» Todos entonces se arrojan a los pies del papa, protestando no se levantarían de allí, hasta que condescendiese a sus ruegos. Calixto se rinde a tantas instancias, pronuncia la traslación de la metrópoli de Mérida a Compostela, i hace a don Diego Jelmirez legado apostólico sobre las metrópolis de Mérida i Braga: elección que, aunque grande i rápida, no satisfizo todavía la ambición del nuevo arzobispo, que de allí a poco empezó a invadir los derechos del primado de España.
Las disputas entre ambos prelados fueron ruidosas, i los reyes mismos tuvieron que tomar la mano contra el arzobispo de Compostela. Consérvase una carta de don Alfonso VII i su madre Urraca a don Diego Jelmirez, en que le amonestan, deje de perturbar las prerrogativas de la iglesia de Toledo, «que por mucho tiempo, dicen, habéis estado tratando de menoscabar i destruir[15]» El compostelano aspiraba nada menos que a ser considerado como cabeza, de España, i afectaba sin rebozo este título, según puede verso en la misma historia[16].
Pero volviendo a la Crónica de Turpin, es notable aquel estudio con que se repite, en el pasaje que trasladamos arriba i en otros, la expresión Galicia i España, gallegos i españoles, como si Galicia no fuese una provincia de España, sino una nación o estado aparte. Parece que el cronista deseaba eximir a los gallegos del dominio de los monarcas de Castilla, i sujetarlos enteramente a la cátedra de Santiago, para que esta imitase en todo la grandeza i majestad temporal de la de San Pedro. I no es menos curiosa la pretensión de hacer tributarios de aquella sede a todos los ‘habitantes de España, presentes i futuros’, de manera que Turpin es tal vez la autoridad más antigua en que pueda apoyarse el tributo nacional que se cobraba a los españoles a nombre del apóstol Santiago.
La primera mención de los bolos de que creo se tiene noticia, ocurre en una bula do Pascual II, del año 1102, dirijida a don Diego Jelmirez. «Vedamos, dice, defraudar a la iglesia de Santiago, de aquel censo que ciertos ilustres reyes de España, predecesores del presente Alfonso, establecieron por la salud de toda la provincia, el cual debe pagarse anualmente por cada par de bueyes desde el rio Pisuerga hasta la orilla del océano, según se contiene en escrituras de la misma iglesia[17]. Otra bula de Inocencio II, año 1130, previene a los arzobispos de España quo «no embaracen en manera alguna, antes dejen que, según la antigua costumbre, se cobren los votos, que los reyes, príncipes, i otros fieles habían hecho a la iglesia de Santiago por la remisión de sus pecados i salud de sus almas[18]» I consta que el prelado de Compostela daba en beneficio la recaudación de estos votos a quien quería[19]. Pero en ninguna parte de la Historia Compostelana se habla de sujetar a todos los españoles a este pecho.
Forjóse después el privilejio famoso en que se dice que Ramiro I, en reconocimiento de la milagrosa victoria de Clavijo, estableció por voto solemne, a nombre de toda la España, que por cada par de bueyes se diese anualmente cierta medida de trigo i de vino para el sustento de los canónigos de Santiago i que de allí para siempre en el botin de las batallas se di la porción de un caballero al santo apóstol. Este privilejio lleva la fecha de 829, cuando aún no reinaba Ramiro; pero que se fraguó muí entrado ya el siglo XII, es manifiesto por el silencio de la Compostelana i demás historias antiguas, i por ser el primero que habla de aquella victoria i votos Rodrigo Jiménez[20] añadiendo que aún se pagaban en algunas partes, no por compulsión, sino voluntariamente.
Por aquí vemos el ahínco de la iglesia de Santiago en extender aquellos votos, en ponerlos bajo la éjida de Roma, i en someter la nación toda, si posible le fuera, a esta servidumbre sagrada. Vemos también que, en prosecución de este objeto, no se dejó de recurrir a imposturas. En fin, vemos el ascenso que antes del siglo XII habían tomado ya las pretensiones de la iglesia de Santiago relativas a este tributo. Era, pues, consiguiente que Turpin, escritor de aquella edad, i tan interesado en la exaltación de aquella iglesia, no se olvidase de promoverlo. Hízolo así en efecto, refiriendo a Carlomagno esta, como las otras prerrogativas de Compostela, i extendiendo a toda la nación el tributo, que antes solo se consideraba como obligatorio a una parte.
Notas
[1] España Sagrada, tomo 16, tratado 56, capítulo 6.
[2] Id., pajina 47.
[3] Id., pajina 43.
[4] Museo Británico, Biblioteca Regia, 20, D. XI.
[5] Museo Británico, Ilarleyana, 577.
[6] Floros, España Sagrada, tomo 1/5, pajinas 29 i 47. El arzobispo don Rodrigo, De rebus h ispanis, libro 4, capítulo 10; Lúeas de Tuy, a la era 704.
[7] España Sagrada, tomo 14, pajina 53.
[8] Rodericus Tolet. De rebus hispanis, libro 2, capítulo 24.
[9] España Sagrada, tomo 9, tratado 28, capítulo 4.— Casiri, Bibliotheca Arábiga, tomo 2.°, pajina 327. — Noguera, Anotaciones a la historia de Mariana, tomo 4.° de la edición de Valencia.
[10] Los manuscritos varían: unos dicen clava, otros clavis.
[11] Conde, Historia de la dominación de los Árabes en España, tomo 1.°, pajina 26.
OPÚSC.
[12] Nueve, según el códice cottoniano, Claudius, B, VII.
[13] Julio, según el mismo códice.
[14] Historia Compostelana, libro 2 capítulo 3.
[15] Historia Compostelana, 2, capítulo 73.
[16] Ibidem, 3, capítulo 57.
[17] Historia Compostrlann, 1, capítulo 12.
[18] Ibidem, 3. capitulo 22.
[19] Ibidem. 3, capítulo
[20] De rebus hispanis, libro 4> capítulo 13.