Melancolía por Edmundo Valadés

Se cumplió el centenario del nacimiento del cuentista, periodista y editor Edmundo Valadés (1915-1994), uno de los maestros de la literatura mexicana y posiblemente el mayor especialista en cuento de nuestra tradición. Marco Antonio Campos nos presenta una semblanza que lo recuerda.

 

 

 

 

 

En el centenario de su nacimiento

MELANCOLÍA POR EDMUNDO VALADÉS

 

 

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  Comencé a tratarlo a principios de la década de los ochenta cuando él dirigía, con mano generosa y viveza periodística, las páginas culturales de Excélsior. Escribía allí una columna muy leída, Excerpta, donde dejaba constancia de sus autores admirados. Yo trabajaba en lo que era entonces el Departamento de Talleres, Conferencias y Publicaciones Estudiantiles de Difusión Cultural de la UNAM, que se volvería en 1986 la Dirección de Literatura. Don Edmundo destacaba con amplitud nuestras actividades. De vez en cuando le telefoneaba para agradecérselo.

    Poco a poco fuimos amistándonos más: lo encontraba en casas de amigos o en cocteles o en viajes donde participaba en encuentros literarios o tomábamos ocasionalmente un café o, sobre todo en los últimos años, comíamos con el bibliófilo y escritor Juan Antonio Ascensio, otra alma noble. No vacilaría un ápice en decir que Valadés es uno de los hombres más buenos que he conocido, uno de esos hombres a los que nadie puede dejar de querer, uno de aquellos cuya bondad conmueve con solo recordarla. Estaba hecho de la madera del corazón o quizá la madera nació de su corazón para formarlo. Jamás una discusión, jamás un grito. Si pecaba de algún exceso era en ser modesto.

    Era rarísimo oír que hablara mal de alguien. Cuando en una reunión se practicaba el ejercicio de la degradación ajena, permanecía callado. Que atacara a alguien por escrito era sencillamente impensable. Me consta que cuando escribió un párrafo contra Emmanuel Carballo en un artículo publicado en el diario UnomásUno –ataque mínimo, por cierto-, lo roían los sentimientos de culpa.

   Don Edmundo era gente de muchos amigos y me resultaría difícil enumerarlos. Con los años esos amigos fueron siendo cada vez más jóvenes. Citaré algunos que se me vienen rápido a la memoria: Juan Rulfo, Elena Poniatowska, Eraclio Zepeda, José Luis Cuevas, José Emilio Pacheco, José de la Colina, Aline Petterson, Silvia Molina, Hernán Lara Zavala, José Agustín, René Avilés Fabila, Eugenio Aguirre, Felipe Garrido, Juan Villoro, Eric Nepomuceno, Mempo Giardinelli, Eduardo Galeano. Pero quizá quien estuvo más cerca de él, quien le descargaba mucho del trabajo de la revista El Cuento, era Juan Antonio Ascencio. “El licenciado Ascensio”, como lo llamaba.

   Don Edmundo era un hombre agradecidísimo. Contrariando las máximas de los moralistas que repiten que el hombre siempre cree deber menos de lo que debe, él se excedía en la gratitud. En esto se diferenciaba también de otros cuyas “muchas gracias” suenan más falsas que una moneda falsa al caer.

–¿Y nunca le dio por la poesía, don Edmundo?

-Mire, sí, pero un día le mostré mis poemas a Xavier Villaurrutia, y él, con esa educación y finura que lo caracterizaban, me persuadió que mi camino no iba por allí.

 

 

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Viajamos juntos varias veces a ciudades de la república, casi siempre a encuentros literarios y a homenajes que le hacían. Le agradaba mucho sentirse querido y reconocido, pero siempre tenía el remordimiento de creer que su obra no valía la pena. Pero donde quiera que llegaba era bien recibido y eso lo hacía feliz. En un texto gracioso, Elena Poniatowska ha resaltado su singular coquetería; es cierto; era visible su contento cuando se veía rodeado de bellas mujeres. Él mismo lo declaró alguna vez: “Quizá no esté bien decirlo, pero donde yo puse verdaderamente mi imaginación fue en la búsqueda amorosa”.

-¿Y qué le atrae primero físicamente de una mujer? – le pregunté.

-Las piernas.

 

 

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Ningún escritor en México ha llegado a confundirse con un género como él. Al hablar de Valadés se asocia de inmediato con el cuento. José Luis Cuevas y yo, entre broma y broma, lo llamábamos afectuosamente “Don Cuento” o “Mister Short Story”. Sin duda lo que más influyó para esto es la famosa revista, que con sus altibajos y largos silencios, se editó desde 1939. El Cuento, como lo declaró muchas veces, nació motivada por los cuentos que leían Horacio Quiñones y él en la revista Squire. En su primera época duró cinco números y tuvo, entre otros lectores, a dos jóvenes un poco mayores de veinte años: Juan Rulfo y Juan José Arreola. Cincuenta y cinco años de divulgar y proteger un género son muchos dondequiera. En esa vía Valadés representó entre nosotros emblemática y realmente la preservación y la memoria del género. Valadés daba la impresión de haberlos leído todos. Si Eraclio Zepeda se nos figura el mago que saca por debajo de la manga infinitas historias para relatarlas luego oralmente, Valadés representa el seleccionador lúdico del género. Uno es el Cuentero; otro el Antologador. Hace algunos años escribí una historia tomando como personajes a Laco y a Don Edmundo, donde estos salvaban para los niños los cuentos. Se lo di a Silvia Molina para su colección de libros infantiles, pero no le gustó.

 

 

 

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Valadés sentía, a mi modo injustamente, que no había realizado una obra. “Mire, sí –me repuso en una entrevista-, he escrito muy poco y muy breve. No puedo ser vanidoso con lo que he escrito. No sé si es bueno o malo”. Y recordaba que había crecido en un medio inadecuado para el desarrollo de sus dones. Años que pudieron ser fértiles en su formación y para la creación se volvieron un erial al hallarse dentro de un clima hostil. Había empezado a escribir cuentos sólo después de los treinta años y publicó su primer libro cuando ya tenía los cuarenta. Sentía que había llegado tarde al banquete de la literatura cuando los invitados ya estaban en el postre o listos para despedirse. Dejó sólo dos libros personales: La muerte tiene permiso (1955) y Las dualidades funestas (1966). Contra la opinión general (también la mía) él prefería este libro al primero. Me incluyo, porque creo que los cuentos más frescos y espontáneos, los que la gente recuerda y aprecia más, están en La muerte tiene permiso. Para José Emilio Pacheco la ficción magistral es “Las raíces irritadas”; renglón por renglón y en su conjunto es perfecta. Pero en la memoria colectiva de sus lectores ha quedado vivamente impresa la que da título al libro. ¿Quién, en nuestros países, por experiencia propia, o contemplándolo de cerca en la experiencia ajena, no ha padecido al déspota funesto? ¿Quién en algunos casos podría explicarse, pero no justificar, la muerte del tiranuelo que oprime y reprime inmisericordemente en una alcaldía, en un estado, en una región, en un país? Al l escribirlo, don Edmundo, contra lo que la gente cree, no había leído Fuenteovejuna. “La fuente es otra, decía. Yo tuve algunas experiencias con campesinos (muy joven fui maestro rural), y más tarde hice trabajos periodísticos, o he vivido en el campo tiempos prolongados. Y estas experiencias me sirvieron para los cuentos”.

   Si la figura de Valadés se asocia con el género del cuento, el cuento suyo con el que se le asocia es “La muerte tiene permiso”.

 

 

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Tenía un ojo extraordinario para ver virtudes y bellezas, fragilidades y manchas en un cuento: algún párrafo, alguna palabra, un mal final, una anécdota borrosa… Era generoso en su crítica pero no complaciente. Sabía destacar siempre lo bueno, y si algo le parecía salvable, lo publicaba en su revista abierta al mundo. Esa mirada penetrante y aguda para el género le permitió hacer antologías que se leen con deleite maravillado. En esas antologías (El libro de la imaginación, Los mejores cuentos del siglo XX y las varias de Los cuentos de El Cuento) pensó más en el goce del lector que en el panorama de autores de una literatura o en señales y resúmenes para el researcher universitario. Las mil y una noches representó un libro fundamental en los años de su juventud; quizá inconscientemente, al hacer sus crestomatías, siguió pistas y trazas de aquella colección prodigiosa.

   Don Edmundo se enorgullecía de una carta que le envió Julio Cortázar a propósito de El libro de la imaginación, donde agradecía haber sido incluido y decía que era uno de esos libros necesarios en nuestro continente para dar alas a la imaginación. Un libro que él leía (que debe leerse) de manera gradual. No se descubre el hilo negro, si referimos que el modelo fue los Cuentos breves y extraordinarios de Borges y Bioy (Biorges).

– ¿Y para usted cuáles son los elementos básicos que debe tener un cuento?

– Que cuente una historia y la cuente bien; el cuentista no debe distraerse ni distraer al lector introduciendo elementos innecesarios como disquisiciones y aportes que quiten al cuento su fluidez; que desde la primera línea atrape y despierte expectativas; que sea eficaz en su conjunto; que no rebase las veinticinco páginas; que en determinados casos haya sabido manejar un aspecto importante: personajes, ambiente, paisaje, la anécdota misma…

   “Para mí el cuento más completo es que el que toca de manera simultánea la imaginación y el corazón”, concluía.

 

 

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Tenía la obsesión de escribir una novela. La experiencia versaba sobre una anécdota vivida en Moscú que lo llevó a tener una aventura amorosa con una rusa. Juan Antonio Ascensio y yo lo presionábamos en nuestras comidas para que la escribiera.

-¿Y cuándo empieza a escribirla, don Edmundo? –le preguntábamos en nuestras comidas en La Tasca Manolo o en La Mansión.

–No sé, no tengo ánimos, cuando me sienta mejor.

 

 

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En la literatura mexicana hay una tradición muy rica y poco explorada: la del texto breve o brevísimo, y el cual abarca, entre otros, el minicuento, el ensayo breve, el pequeño poema en prosa, la estampa, la fábula, el microdiálogo, el epigrama… Estos subgéneros, si es dable llamarlos así, se relacionan más entre sí que con el género del que propiamente se desprenden. Hay una mayor afinidad en emociones y efectos. Parecen relámpagos breves en su iluminación y sonido. Valadés tenía mucho aprecio por esta suerte de brevedades. Basta volver a citar El libro de la imaginación o ver los numerosos recuadros donde solía destacarlos en su revista.

   Solíamos él y yo volver a menudo al asunto. ¿Con qué palabra o designación englobarlos? Toda proposición nos resultaba insatisfactoria. ¿Brevedades literarias? Eso no suena a género, Marco Antonio. ¿Minificciones? ¿Ficción súbita? Sí, don Edmundo ¿pero qué hacemos con el pequeño poema en prosa y el ensayo corto? ¿Cómo unir en una palabra la excesiva brevedad y la creación literaria?  Sí, pero hasta eso que está diciendo resulta incompleto como definición. Vayámosle pensando.

   Y sin embargo en esta suerte de raro multisubgénero existen cientos de textos que son como pequeños pájaros deslumbrantes que brillan más mientras vuelan.

 

 

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   Y sin embargo esta tradición es entre nosotros riquísima. Hay verdaderas piezas de orfebrería y algunos libros deberían ser guardados en vitrinas de oro: Ensayos y poemas de Julio Torri, Cartones de Madrid, de Alfonso Reyes, El Minutero de Ramón López Velarde, Campanitas de plata de Mariano Silva y Aceves, Epigramas de Carlos Díaz Dufoo hijo, Cartucho de Nellie Campobello, Los cantos de mal dolor de Juan José Arreola, La oveja negra de Augusto Monterroso. Maravillas de estilo y de imaginación.

    Le propuse hacer una antología del texto breve mexicano. Nos reunimos dos o tres veces en cafés de la avenida Insurgentes al promediar la década de los ochenta. Pronto nos dimos cuenta que sería difícil conciliar criterios. Yo opinaba que el texto breve debería ser una unión perfecta de estilo, ritmo, idea y efecto. Cada palabra, como un poema, debería estar a su máxima potencialidad. Por su parte él creía que debería ser más amplia la banda de calidad. Mire éste de Yáñez, me decía, o mire este otro de Garibay. Sí, don Edmundo, pero mire… Y me sonreía con resignación como diciendo con una sonrisa de hombre tranquilo que ya ha enfrentado y pasado todas las tempestades: “No nos vamos a poner de acuerdo”.

   Ninguno insistimos. Quizá olvidamos el proyecto, o más bien, lo dejamos olvidar.

 

 

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A fines de febrero de 1988 me fui a dar clases a la universidad de Salzburgo. Don Edmundo estuvo en mi comida de despedida que se organizó en la casa de Lourdes y Alí Chumacero. Por más de un año nos escribimos con regularidad.  Don Edmundo añadía a las cartas una selección de recortes de la situación política y cultural del país. Yo me sentía a la vez apenado y honrado.  Apenado, porque aunque jamás se lo pedí, eso representaba ponerlo a hacer un esfuerzo adicional; honrado, porque nadie como don Edmundo podía efectuar esa tarea. No en balde había sido él quien realizaba la síntesis informativa a los ex presidentes Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz. Para mi alivio, luego de poco más de un año, dejó de hacerlo. Para mi alivio, insisto, porque me angustiaba sentir que le cargaba la mano.

– Le he quedado mal últimamente –me decía cuando yo volvía México en los periodos vacacionales. La verdad no me he sentido bien.

   Y yo pensaba, aún lo pienso con sinceridad, que demasiado había hecho.

 

 

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   En 1992, estando en el bar del Camino Real, tuvo un ataque cardiaco. Claudia Guillén, la hija de Fedro, quien lo acompañaba, se comportó admirablemente. Debieron ponerle a don Edmundo un marcapasos. Pese a todo, contra todo, continuaba haciendo sus revistas (Frontera Norte y El Cuento) y viajaba a provincia. “Desde que me subo al avión empiezo a sentirme mejor”, me comentaba.

   Valadés estaba por cumplir ochenta años. Amigos y yo habíamos hablado para celebrarlos y tratar de darle una doble alegría. Pero de súbito, en noviembre de 1994, la flecha se adelantó y dio en el blanco, lastimando a su magnífica esposa, a su hija y a todos quienes lo quisimos. Al escribir esto me vienen al recuerdo versos de la conmovedora “Elegía” del potosino Manuel José Othón, que podrían servir asimismo para la lápida de Edmundo Valadés:

 

Y despreció el relámpago y el trueno

con la inefable dicha de ser sabio

y el orgullo sagrado de ser bueno.

Ante él callaron la envidia y el agravio.

 

 

 

 

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