Este 9 de julio, recordamos al poeta mexicano Alí Chumacero (1918-2010), quien cumpliría 97 años de edad. Como homenaje mínimo, presentamos una breve antología poética y una entrevista realizada durante el primer Encuentro Iberoamericano de Poesía Ciudad de México en 2006. En ella, Alí Chumacero y Mario Bojórquez sostienen un interesante diálogo sobre temas queridos por el autor de Palabras en reposo.
De El oro ensortijado | Poesía viva de México. La definición del nombre del poeta:
Alí Chumacero
(Acaponeta, Nayarit, 1918)
Alí: Árabe, de la misma raíz semítica al o el, de la cual procede el nombre de Dios en hebreo, El y el Allah árabe. Alí es «alto, excelso, sublime, elevado».
Chumacero: port. Chumaceira, chumaco, «colchón», lat. Plumacium, pluma, «por las plumas que lleva el colchón»: «pieza de metal o de madera, con una muesca en que descansa y gira cualquier eje de maquinaria».
Probable significado completo: Sublime pieza en que descansa y gira el eje de una maquinaria.
Autor de una obra esplendente y discreta, tres títulos básicos son su bibliografía: Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956). Recupera los elementos característicos de la estética de Contemporáneos: el sentido superior de idea, imagen y sonido; el uso decantado de la silva con sus combinaciones métricas de heptasílabos, eneasílabos, endecasílabos y alejandrinos; la celebración del amor desdichado. Su obra poética ha sido el vínculo con esa generación de la primera mitad del siglo XX y ha permeado su ejemplo a lo largo de toda su segunda mitad. El silencio de su voz poética apenas ha sido roto en dos, tres ocasiones, con algún nuevo poema de elaborada factura. Se han cumplido más de cincuenta años de su más reciente publicación y su poesía continúa en vigencia deleitando al lector del siglo XXI.
A una flor inmersa
Cae la rosa, cae
atravesando el agua,
lenta por el cristal de sombra
en que su tallo ahoga;
desciende imperceptible,
clara, ingrávida, pura
y las olas la cubren, la desnudan,
la vuelven a su aroma,
hácenla navegante por la savia
que de la tierra nace
y asciende temblorosa,
desborda la ternura de su tacto
en verde prisionero,
y al fin revienta en flor
como el esclavo que de noche sueña
en una luz que rompa
los orígenes de su sueño,
como el desnudo ciervo, cuando la fuente brota,
que moja con su vaho la corriente
destrozando su imagen.
Cae más aún, cae
más allá de su savia,
sobre la losa del sepulcro,
en la mirada de un canario herido
que atreve el último aletazo
para internarse mudo entre las sombras.
Cae sobre mi mano
inclinándose más y más al tacto,
cede a su suavidad de sábana mortuoria
y como un pálido recuerdo
o ángel desalado
pierde una estela de su aroma,
deja una huella pie que no se posa
y yeso que se apaga en el silencio.
Poema de amorosa raíz
Antes que el viento fuera mar volcado,
que la noche se unciera su vestido de luto
y que estrellas y luna fincaran sobre el cielo
la albura de sus cuerpos
Antes que luz, que sombra y que montaña
miraran levantarse las almas de sus cúspides;
primero que algo fuera flotando bajo el aire;
tiempo antes que el principio.
Cuando aún no nacía la esperanza
ni vagaban los ángeles en su firme blancura;
cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios;
antes, antes, muy antes.
Cuando aún no había flores en las sendas
porque las sendas no eran ni las flores estaban;
cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas,
ya éramos tú y yo.
El orbe de la danza
Mueve los aires, torna en fuego
su propia mansedumbre: el frío
va al asombro y el resplandor
a música es llevado. Nadie
respira, nadie piensa y sólo
el ondear de las miradas
luce como una cabellera.
En la sala solloza el mármol
su orden recobrado, gime
el río de ceniza y cubre
rostros y trajes y humedad.
Cuerpo de acontecer o cima
en movimiento, su epitafio
impera en la penumbra y deja
desplomes, olas que no turban.
Muertas de oprobio, en el espacio
dormitan las familias, tristes
como el tahúr aprisionado,
y añora la mujer adúltera
la caridad de ajena sábana.
Bajo la luz, la bailarina
sueña con desaparecer.
Vencidos
Igual que roca o rosa, renacemos
y somos como aroma o sueño tumultuoso
en incesante amor por nuestro duelo;
fugitivos sin fin que el rostro guardan,
mudos cadáveres precipitados
a una impasible tempestad;
y morimos en nuestras propias manos,
sin saber de agonías,
caídos descuidados al abismo,
a través de catástrofes en nuestro corazón dormidas,
así tan simplemente, que al mirar un espejo
hallamos dentro sombras silenciosas
o una paloma destrozada.
Porque nada delata que existamos
en esta soledad del pensamiento,
y el olvido desciende hacia la tierra
como un equívoco de Dios,
dormida imagen donde en sueños
se martiriza por saberse bello;
porque es inútil la embriaguez
que nos cubre de olvidos contra el mundo
cuando es la lentitud
y el sentirse arrojados sobre el lecho,
como el cesar y el impedir,
lo que alimenta nuestro amor
y el incansable continuar entre los hombres,
del dolor de la carne enamorados.
Igual que rosa o roca:
crueles cadáveres sin agonía.
Espejo y agua
Tu alma en mí dejó su fría imagen,
sólo recuerdo de lo que vivías,
y si al espejo miro y me reflejo
allí encuentro tus ojos, tu silencio de cera
con un reposo de apagado aliento,
como si descendiendo arenas
o un tropel de recuerdos
sobre mi piel, con sosegado paso
hacia el cristal cayeran.
¿No caen hojas como frases muertas,
y mis ojos en ti no fueron rosas
ahogadas en tu aroma?
Si al agua miras, mira
mi corazón ornado de sepulcros
bajo las olas que lo mueven,
crecido entre las ruinas de tu nombre,
entre perderse en muerte o florecer
como una eterna espera o el lamento
de un Adán impasible que soñaba
contigo y tu mentido Paraíso.
Porque al mirarte contra el agua, miras
mi pensamiento en tu alma suspendido.
Mi amante
Desnuda, mi funesta amante
de piel vencida y casta como deshabitada,
sacudes sobre el lecho voces
y ternuras contrarias a mis manos,
y un crepúsculo escucho entre tu cuerpo
cuando al caer en ti agonizo
en un nacer marchito, sin el duelo
comparable al temor de tu agonía.
Contigo transparento la caída
de un alud o huracán de rosas:
suspiros de manzanas en tumulto
diciéndome que el hombre está vencido,
confuso en amarguras y vacías miradas.
En ti respondo al mundo, y en tu cuerpo
respiro ese sabor de los sepulcros;
una noche no más, y tu mirada
persiste, implora y vence entre mis ojos,
decidida a una lucha prolongada
donde el recuerdo se convierte
en esa área languidez del pensamiento,
como materia de tus ojos mismos.
Lloras a veces arrojando
fúnebres aguas de perfume ciego,
como si desprendida de una antigua idea
vinieras hasta mí, tan clara
como un ángel dormido en el espacio,
a dejar evidencia, luz y vida;
y en tus lágrimas miro surgir tu suave piel
como si en ellas prolongaras
o hicieras más probable tu existencia,
derramando el aroma de tu sueño
sobre esta soledad de tu desnudo.
Monólogo del viudo
Abro la puerta, vuelvo a la misericordia
de mi casa donde el rumor defiende
la penumbra y el hijo que no fue
sabe a naufragio, a ola o fervoroso lienzo
que en ácidos estíos
el rostro desvanece. Arcaico reposar
de dioses muertos llena las estancias,
y bajo el aire aspira la conciencia
la ráfaga que ayer mi frente aún buscaba
en el descenso turbio.
No podría nombrar sábanas, cirios, humo
ni la humildad y compasión y calma
a orillas de la tarde, no podría
decir “sus manos”, “mi tristeza”, “nuestra tierra”
porque todo en su nombre
de heridas se ilumina. Como señal de espuma
o epitafio, cortinas, lecho, alfombras
y destrucción hacia el desdén transcurren
mientras vence la cal que a su desnudo niega
la sombra del espacio.
Ahora empieza el tiempo, el agrio sonreír
del huésped que en insomnio, al desvelar
su ira, canta en la ciudad impura
el calcinado son y al labio purifican
fuegos de incertidumbre
que fluyen sin respuesta. Astro o delfín, allá
bajo la onda el pie desaparece,
y túnicas tornadas en emblemas
hunden su ardiente procesión y con ceniza
la frente me señalan.
Responso del peregrino
I
Yo, pecador, a orillas de tus ojos
miro nacer la tempestad.
Sumiso dardo, voz en la espesura,
incrédulo desciendo al manantial de gracia;
en tu solar olvida el corazón
su falso testimonio, la serpiente de luz
y aciago fallecer, relámpago vencido
en la límpida zona de laúdes
que a mi maldad despliega tu ternura.
Elegida entre todas las mujeres,
al ángelus te anuncias pastora de esplendores
y la alondra de Heráclito se agosta
cuando a tu piel acerca su denuedo.
Oh, cítara del alma, armónica al pesar,
al luto hermana: aíslas en tu efigie
el vértigo camino de Damasco
y sobre el aire dejas la orla del perdón,
como si ungida de piedad sintieras
el aura de mi paso desolado.
María te designo, paloma que insinúa
páramos amorosos y esperanzas,
reina de erguidas arpas y de soberbios nardos;
te miro y el silencio atónito presiente
pudor y languidez, la corona de mirto
llevada a la ribera donde mis pies reposan,
donde te nombro y en la voz flameas
como viento imprevisto que incendiara
la melodía de tu nombre y fuese,
sílaba a sílaba, erigiendo en olas
el muro de mi salvación.
Hablo y en la palabra permaneces.
No turbo, si te invoco,
el tranquilo fluir de tu mirada;
bajo la insomne nave tomas el cuerpo emblema
del ser incomparable, la obediencia fugaz
al eco de tu infancia milagrosa,
cuando, juntas las manos sobre el pecho,
limpia de infamia y destrucción
de ti ascendía al mundo la imagen del laurel.
Petrificada estrella, temerosa
frente a la virgen tempestad.
II
Aunque a cuchillo caigan nuestros hijos
e impávida del rostro airado baje a ellos
la furia del escarnio; aunque la ira
en signo de expiación señale el fiel de la balanza
y encima de su voz suspenda
el filo de la espada incandescente,
prolonga de tu barro mi linaje
-contrita descendencia secuestrada
en la fúnebre Pathmos, isla mía-
mientras mi lengua en su aflicción te nombra
la primogénita del alma.
Ofensa y bienestar serán la compañía
de nuestro persistir sentados a la mesa,
plática y plática en los labios niños.
Mas un día el murmullo cederá
al arcángel que todo inmoviliza;
un hálito de sueño llenará las alcobas
y cerca del café la espumeante sábana
dirá con su oleaje: “Aquí reposa
en paz quien bien moría”.
(Bajo la inerme noche, nada
dominará el turbio fragor
de las beatas, como acordes:
“Ruega por él, ruega por él…”)
En ti mis ojos dejarán su mundo,
a tu llorar confiados:
llamas, ceniza, música y un mar embravecido
al fin recobrarán su aureola,
y con tu mano arrojarás la tierra,
polvo eres triunfal sobre el despojo ciego,
júbilo ni penumbra, mudo frente al amor.
Óleo en los labios llevarás mi angustia
como a Edipo su báculo filial lo conducía
por la invencible noche;
hermosa cruzarás mi derrotado himno
y no podré invocarte, no podré
ni contemplar el duelo de tu rostro,
purísima y transida, arca, paloma, lápida y laurel.
Regresarás a casa, y si alguien te pregunta,
nada responderás: sólo tus ojos
reflejarán la tempestad.
III
Ruega por mí y mi impía estirpe, ruega
a la hora solemne de la hora
el día de estupor en Josafat,
cuando el juicio de Dios levante su dominio
sobre el gélido valle y lo ilumine
de soledad y mármoles aullantes.
Tiempo de recordar las noches y los días,
la distensión del alma: todo petrificado
en su orfandad, cordero fidelísimo
e inmóvil en su cima, transcurriendo
por un inerte imperio de sollozos,
lejos de vanidad de vanidades:
Acaso entonces alce la nostalgia
horror y olvidos, porque acaso
el reino de la dicha sólo sea
tocar, oír, oler, gustar y ver
el despeño de la esperanza.
Sola comprenderás mi fe desvanecida,
el pavor de mirar siempre el vacío
y gemirás amarga cuando sientas que eres
cristiana sepultura de mi desolación.
Fiesta de Pascua, en el desierto inmenso
añorarás la tempestad.
Mujer ante el espejo
Deja la sombra, advierte la humareda
velando el oleaje de los años: fervor y compasión
desde el abismo alternan castidades segadas
y el perenne danzar de Salomé.
Tu sonreír la escoria desafía, por un instante alienta
escamas que prolongan el destellar del pelo
y alzan la imagen de la juventud,
en tanto el tiempo tórnase en espacio, tardío atardecer
suspenso entre el rumor de la corriente impura.
Tú que labraste anónimo laurel
y por las noches el amor trocabas en pálida sentencia,
avivas el fulgor que a la serpiente engaña
cuando cruza la ola del sonido.
Levanta del recuerdo aquel vacío cuando a ojos cerrados,
sin odio ni embriaguez, te recostabas, fría
como el asombro, a renacer clamores
y jardines recientes, procediendo la única tormenta
que aniquila en el valle mortal los infortunios.
Llora si quieres, cúbrete de escarnio
al contemplar en humillada piel el esplendor que iba,
de calle en calle, hendiendo un vendaval de tigre
a veces por el vino restañado
En épocas de crimen, los placeres de ti se desprendían
como pueblos y arenas, comarcas y naufragios,
y tus cabellos eran desnudez;
pero cierra los párpados y deja al tiempo agonizar
porque la estatua al fin presiente se derrumbe.
Elegía del marino
Los cuerpos se recuerdan en el tuyo:
su delicia, su amor o sufrimiento.
Si noche fuera amar, ya tu mirada
en incesante oscuridad me anega.
Pasan las sombras, voces que a mi oído
dijeron lo que ahora resucitas,
y en tus labios los nombres nuevamente
vuelven a ser memoria de otros nombres.
El otoño, la rosa y las violetas
nacen de ti, movidos por un viento
cuyo origen viniera de otros labios
aún entre los míos.
Un aire triste arrastra las imágenes
que de tu cuerpo surgen
como hálito de una sepultura:
mármol y resplandor casi desiertos,
olvidada su danza entre la noche.
Mas el tiempo disipa nuestras sombras,
y habré de ser el hombre sin retorno,
amante de un cadáver en la memoria vivo.
Entonces te hallaré de nuevo en otros cuerpos.
Salón de baile
Música y noche arden renovando el espacio, inundan
sobre el cieno las áridas pupilas, relámpagos caídos
al bronce que precede la cima del letargo.
De orilla a orilla flota la penumbra
siempre reconocible, aquella que veían y hoy miramos
y habrán de contemplar en el dintel
donde una estrella elude la catástrofe, airosa
ante el insomnio donde nacen la música y la noche
como si un viento o la canción dejaran restos de su humedad.
Puesta la boca sobre el polvo por si hay esperanza
o por si acaso, en el placer la arcilla anima la memoria
y la conservación violenta de la especie.
Porque amados del himno y las tinieblas, aprendiendo a morir,
los cuerpos desafían el sosiego;
descienden sierpes, águilas retornan con áspero sopor,
y en lucha contra nadie tejen la sábana que aguarda
como la faz al golpear un paño oscuro
hace permanecer el miedo en una fatiga inagotable.
Sudores y rumor desvían las imágenes,
asedian la avidez frente al girar del vino que refleja
la turba de mujeres cantando bajo el sótano.
A lo humo reducido, los ojos de la esclava,
alud que en vano ruega, ahí holgará la estirpe confundida
por bárbaros naufragios, desoyendo
la espuma de la afrenta, el turbio eco al compartir
con islas que desolan armonías
la sofocante forma del lecho vencedor.
Desde su estanque taciturno increpan los borrachos
el bello acontecer de la ceniza, y luego entre las mesas
la tiranía agolpa un muro de puñales.
Sobre la roca inerte se disipa el nombre que grabó
la cautelosa bestia: asolada la máscara
en la sombra, tranquilo escombro que antes del desplome
ignora la espesura colmada de la herrumbre,
en su orfandad exige, implora, accede
al signo de la vid propicia a la simiente.
Cuando cede la música al fervor de la apariencia, grises
como las sílabas que olvida el coro,
casi predestinados se encaminan los rostros a lo eterno.
Vuelve la espada a su lugar, arrastra
hacia el asombro de Caín el dócil resplandor
del movimiento, impulsos y distancia mezclan la misma ola
y sólo en su heredad persisten los borrachos,
vulnerables columnas que prefieren
del silencio elegido la sapiencia de la desesperanza.
Los ojos verdes
Solemnidad de tigre incierto, ahí en sus ojos
vaga la tentación y un náufrago
se duerme sobre jades pretéritos que aguardan
el día inesperado del asombro
en épocas holladas por las caballerías.
Ira del rostro la violencia
es río que despeña en la quietud el valle,
azoro donde el tiempo se abandona
a una corriente análoga a lo inmóvil, bañada
en el reposo al repetir
la misma frase desde la sílaba primera.
Sólo el sonar bajo del agua insiste
con incesante brío, y el huracán acampa
en la demora, desterrado
que a la distancia deja un mundo de fatiga.
Si acaso comprendiéramos, epílogo
sería el pensamiento o música profana,
acorde que interrumpe ocios
Como la uva aloja en vértigo el color
y la penumbra alienta a la mirada.
Vayamos con unción a la taberna donde
aroma el humo que precede,
bajemos al prostíbulo a olvidar esperando:
porque al fin contemplamos la belleza.
Debate del cuerpo
Lamento que entre tumbas se consume
como época de sombra en una desatada tempestad,
mi corazón esparce su evidencia,
su dura flor de roca desolada
y al desbordarse forma
un cálido latir sobre la piel;
golpean más allá del cuerpo sus defendidos límites
prolongando su extrema vigilancia
contra un mundo al fin eco de mi sueño.
En ceniza y olvido ha de morir,
mas hoy insiste aquí como quien baña
con un lenguaje mudo sus palabras,
surgido de una voz que interminable se repite
acaso en sombra madurando,
a través de su luz dormida sobre los sentidos
para crear un mundo de armonía,
como un deshecho aliento que retoma a su origen
y vuelve a ser imagen de su fuente.
Y soy yo mismo su violento impulso
al anegarme entre mi propia carne,
viviendo en ella defendido,
cómplice de mi ser que contra el tiempo me levanta
con su voraz sentir la vida dentro,
y me abandona a cóleras y miedos,
me hunde en témpanos de espadas,
cuando al mover sus aguas con mis labios,
en lucha contra mi recuerdo,
frente a formas ajenas a mi imagen,
como un abismo ya sin nada cercano al corazón,
en ella me refugio, convencido
de que existo en la vida de mi piel,
habitando el sepulcro de mi cuerpo.
Aquí me encuentro oscuro e incorpóreo,
sin un viento que cambie mi identidad continua,
y luego me someto a su olvidado duelo
de lágrimas calladas,
como nace un olvido de otro olvido
y una roca es igual a su dureza.
Habito mi probable noche, mi laurel de adversario
sobre la arena trémulo abatido,
y viajo por mi cuerpo
en testimonio de que no existe un espejo
o simple fuente contra mí rebelde,
porque soy mi enemigo sentenciado,
mi propia víctima, la orilla
saciada entre sus límites, en un constante incesto
o presagio de mar que no requiere playa.
Datos vitales
Alí Chumacero (Acaponeta, Nayarit, México, 1918-2010). Estudió la preparatoria en Guadalajara y muy joven se trasladó a la ciudad de México, donde en 1940, fundó la revista Tierra nueva. Entre sus obras destacan: Imágenes desterradas, Palabras en reposo y Páramo de sueños. Por su trabajo literario ha recibido los siguientes reconocimientos: «Xavier Villaurrutia», «Alfonso Reyes», «Nacional de Lingüística y Literatura», «Amado Nervo», «Nayarit», y el «Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines-Gatine Lapointe». Se han publicado varias recopilaciones de su obra, así como una recopilación de ensayos: Los momentos críticos (1987). Sus poemas han sido traducidos a varios idiomas y difundidos en innumerables antologías por toda Hispanoamérica. Sin duda, es uno de los poetas más trascendentes de la poesía mexicana en la segunda mitad del siglo XX.