El despertar de los tonos: Dossier de Teoría de la Traducción 6

En esta entrega del dossier de teoría de la traducción, presentamos el fragmento del prólogo al Libro de los Cantares, de Heinrich Heine (1797-1856), en que Teodoro Llorente se ocupa de los pormenores de su traducción del poeta alemán. Teodoro Llorente (1836-1911). Principal poeta de la Renaixença valenciana y traductor al español de poetas como Byron, Goethe, Schiller y Heine, entre otros.

 

 

 

 

 

 

 

[…]

Llegaron estos el 17 de Febrero de 1856; murió el poeta, y el cementerio de Montmartre recibió sus despojos mortales, que fueron trasladados después a Hamburgo, cuna de sus primeros amores y sus primeras desventuras. Las apasionadas contiendas, las quejas y los rencores que suscitó su intervención violenta en las batallas de su tiempo, fueron calmándose y borrándose; su numen quedó triunfante, como aquellos astros eternos que a veces nos pinta, resplandeciendo esplendorosos sobre las pasajeras nubes que oscurecen el firmamento y conmueven el mundo con sus huecos estampidos.

La fama de Heine creció con su muerte; su poesía llenó el orbe literario, y tuvo, en todas partes, un tropel de imitadores. Su permanencia en París y su naturalización en aquel centro del movimiento intelectual de Europa, facilitaron la propaganda de su escuela. El vate alemán, conociendo muy bien el idioma francés, jamás lo usó para sus escritos: abominaba su amanerado estilo poético y su monótona metrificación. Pero ayudó eficazmente a buenos hablistas franceses, como Gerard de Nerval y Theófile Gautier, en la traducción de sus obras al idioma de Racine y de Molière, empresa difícil por la originalidad y atrevimiento de su frase alemana. «Es intento arriesgadísimo siempre, escribía, reproducir en prosa y en una lengua de procedencia latina, una obra métrica, compuesta en idioma de origen germánico. El pensamiento íntimo del original se evapora fácilmente en la traducción, y no queda más que algo parecido al resplandor de la luna disecado, como ha dicho un malicioso que se burla de mis poesías traducidas[1]».

Estas traducciones francesas, cuya deficiencia proclamaba el mismo autor, son las que le han dado a conocer en España, donde abundan poco los amantes y cultivadores de las letras que puedan leer su texto original. Pero, aun así, sin poder aspirar todo el aroma de esas flores, tan frescas y lozanas, contemplándolas secas y descoloridas, como las que guardan los botánicos en sus herbarios, han gustado tanto de ellas nuestros ingenios, que muchos se han dado a copiarlas y contrahacerlas. Y como las imitaciones suelen pecar de insípidas y pesadas, han puesto a uno de nuestros más vigorosos poetas en el caso de protestar contra «esos suspirillos líricos, de corte y sabor germánico, exóticos y amanerados, con los cuales expresa nuestra adolescencia poética sus desengaños amorosos, sus ternuras malogradas y su prematuro hastío de la vida[2]». Esta justa critica del rebaño de los plagiarios no amengua el valor altísimo de las creaciones de Heine, ni puede referirse tampoco a los poetas que, con inspiración propia, han seguido su camino. Uno tenemos en España que figura con razón entre los primeros de nuestra época: el insigne y malogrado vate sevillano Gustavo Adolfo Bécquer. Por más que su biógrafo y panegirista[3] haya negado que imitase al poeta alemán, basta leer las obras de uno y otro para convencerse de lo contrario. Sería el caso más extraordinario de inspiraciones coincidentes la igualdad del asunto principal, la analogía de sentimientos, la identidad de tono y la semejanza de formas métricas, que hay entre las Rimas de Bécquer y el Intermezzo. Intercaladas muchas de aquellas poesías en una perfecta traducción castellana del libro de Heine, no se notaría diferencia entre ambos autores. Esto basta para la gloria del poeta sevillano; no hay que atribuirle una originalidad difícil de sostener[4].

Poesía que encontraba tanto eco en los corazones había de inspirar a sus admiradores el deseo de verterla al idioma castellano. Fue el primero que tentó la empresa quien más dotes tenía para darle glorioso remate. Don Eulogio Florentino Sanz, el autor de Don Francisco de Quevedo, que supo dar al gran satírico español algo del amargo humorismo de la poesía del Norte, se prendó de los Lieder de Heine, cuando su misión diplomática en Alemania le permitió estudiar de cerca aquella literatura. Al año siguiente de la muerte del gran poeta, el Museo Universal, de Madrid, publicaba algunas de sus composiciones puestas en verso castellano por tan concienzudo traductor. Aquel periódico las presentaba al público como una gratísima novedad y añadía: «Nadie mejor que el Sr. Sanz pudiera ser el intérprete español de Heine, por los muchos puntos de contacto que existen entre estos dos poetas, según podrán notarlo nuestros lectores, al repasar alguna de estas canciones, que, aun traducidas del alemán, parecen más bien originales del autor del Quevedo y Achaques de la vejez[5]». Las traducciones publicadas en el Museo Universal son excelentes, en efecto, y si el Sr. Sanz hubiese completado su obra, no hubiéramos tenido que probar fortuna los que luego, con menor aptitud, hemos acometido la misma empresa.

No he de juzgar yo los ensayos que desde entonces se han hecho en España para traducir a Heine: diré solamente que, sino todas, la mayor parte de estas versiones no proceden del original alemán, sino de la traducción francesa, lo cual, si no es obstáculo insuperable para el acierto, lo dificulta mucho[6]. El fallo supremo del público no ha sancionado como definitivas las traducciones hasta el día publicadas, y deja abierto el camino a los que, por afición a estos trabajos, aunque desconfiados de salir airosos donde otros tropezaron, emprendemos tan ardua tarea. Por lo que a mí toca, aliéntame la indulgencia con que ha sido tolerado mayor atrevimiento: en quien ha puesto la mano en el Fausto de Goethe, no parecerá tan grave desacato rehacer en nuestro idioma las poesías de Heine. Debo confesar, sin embargo, que la obra no es menos ardua: hay en el vate de Dusseldorf` una difícil facilidad que engaña. Le caracterizan la naturalidad de la expresión, la limpidez del estilo, la sobriedad del lenguaje, la ausencia completa de toda ampulosidad, de toda afectación, de toda vana retórica. Son sus canciones, de muy pocos versos casi todas ellas, como diminutas y transparentes copas de purísimo cristal de Bohemia, con elegancia suma talladas, en las que brilla y centellea un sorbo de licor, dulce y embriagador, unas veces, como la ambrosía de los dioses, amargo otras veces, como el absintio de los hombres. Servido en el rústico cacharro de una mala traducción, ha de perder la mitad de su atractivo por lo menos. La dificultad de conservar el laconismo y la pulcritud de esa forma, tan artística y tan natural al mismo tiempo, es el escollo en que han tropezado todos los que han traducido a Heine en castellano. Tiene la lengua alemana copiosísimo caudal de palabras compuestas; expresa con una sola de ellas las ideas más complejas; pinta un cuadro con una sola pincelada. Esto le da cierta semejanza con la griega, y permite, como aquel idioma, enriquecer el lenguaje poético con frases de sorprendente belleza, que adquieren tanta flexibilidad como brillantez cuando maneja ese idioma un artista de la palabra como el autor del Intermezzo. Hed aquí un ejemplo: en El Mar del Norte nos dice que bebiendo en la taberna de Bremen, ve dentro del vaso todo lo que sueña su fantasía, y sobre todo ello, la imagen de su amada: Das Engelköpfchen auf Rheinweingoldgrund, «aquella cabeza-de-ángel, sobre el-fondo -de- oro del-vino-del-Rhin». Cuatro palabras no más, y un solo verso en el texto original: pruebe el lector a decir lo mismo en castellano, y verá cómo necesita dos versos por lo menos y una docena de palabras.

Una traducción en verso no puede ser más que una aproximación a la obra traducida; puede quedar el traductor a cien leguas de ella: puede acercarse mucho, pero nunca bastante para cumplir completamente su propósito. Hay también diversas maneras de hacer estas traducciones, desde la imitación y la paráfrasis, que sólo toma los pensamientos capitales del autor para darles expresión distinta, hasta la traducción ceñida y literal, que adopta la misma forma métrica del original y sigue su frase y su dicción, en cuanto es posible. En mi sentir, la traducción poética exige la reproducción exacta de los pensamientos y las imágenes de la obra traducida, pero también la incubación propia de esas imágenes y esos pensamientos en el idioma del traductor. No basta poner palabras castellanas en lugar de las alemanas, ni sustituir la sintaxis de una lengua por la de otra: hay que adivinar cómo hubiera dicho en castellano el autor alemán lo que se intenta traducir, si en lugar de su idioma natal hubiera hablado el nuestro. Este procedimiento es el que usé en la traducción del Fausto; y el mismo he seguido ahora, porque alguna objeción que se me ha hecho, no ha podido convencerme de que fuera vicioso o improcedente.

Un reputado crítico, benévolo siempre conmigo, al ocuparse de aquella obra[7] con elogio que peca de extremado y que revela cariñosa amistad, le puso un pero: parecióle que la traducción no conserva «la fisonomía típica del original de Goethe», porque hago hablar a Fausto «como un caballero español de capa y espada» y porque Mefistófeles se expresa «de un modo muy parecido al que emplean algunos maléficos personajes de los que salen en nuestras tragicomedias». Pero, ¿es que he trocado los pensamientos que Goethe puso en la mente de esos personajes, por otros de diverso carácter? No-; es que he hecho castellano el Fausto, así lo dice mi galante impugnador, porque tienen sabor calderoniano los versos que puse en su boca. Y para remachar su objeción, cita luego estos:

La mozuela que hecha un pringo

barre el sábado mejor,

es la que con más primor

te acariciará el domingo.

«Traducción fidelísima del original en su fondo», es esta especie de cantar, según el crítico[8], y sin embargo, le parece que más debe aplicarse a una mozuela de Tirso o de Bretón que a una muchacha tudesca. ¿Por qué? ¿Es que el habla castellana, neta y castiza, sólo nos trae a la imaginación figuras castellanas también? ¿Qué especie de idioma debemos usar, pues, para que nos haga pensar en cosas tudescas? ¿Sería buena traducción aquella, que, no por los pensamientos expresados, sino por la forma de la dicción, nos advirtiese y revelase de qué lengua estaba hecha? ¿Ha de conocerse, leyendo la versión castellana, si el original está en griego o en latín, en alemán o en sueco? No, esto sería, como vulgarmente se dice, «traducir del francés al gabacho».

Basta de este punto. Es de mal gusto rebelarse contra la crítica, y sentiría que se me atribuyese tal propósito. Defiendo mi modo de ver en materia de traducciones, y desconfiando de lograr mi intento, lisonjéame que literatos expertos, difiriendo de mi opinión, me acusen de «haber hecho castellano» al Fausto, que era, precisamente, lo que me propuse. Si este fuera el único defecto de aquella traducción, ¡qué mayor gloria para mí!

Hacer castellano a Heine, en la palabra, no en la idea, es también el propósito de esta obra. Contiene las mejores producciones, en concepto mío, de aquel gran poeta, o por lo menos, las que me son más simpáticas, las que mejor expresan el entusiasmo de su alma soñadora, atormentada ya, pero no abatida, por las decepciones y las dudas, como lo estuvo después. Pocas supresiones he hecho en el texto del Libro de los Cantares, tal como se publicó la primera vez. Sólo he prescindido por completo de los Sonetos, porque en esta composición la forma es obligada, y encerrar en un soneto castellano cada uno de los diez y siete que hay en el libro, me parece difícilísimo sin notable alteración del texto. Los Ensueños están todos en esta traducción; de los Cantares y Romances he sustituido algunos pocos, que perdían su efecto al ser traducidos, por otros agregados en los Apéndices que publicó después el propio Heine. En el Intermezzo y El Regreso, sus obras capitales, no he querido quitar nada, ni aun aquellas composiciones que suprimió el mismo poeta al publicarlas en francés. Para el efecto artístico de la obra, quizás hubiera convenido hacer estas supresiones; para conocer al autor en todas sus fases, vale más dar el texto completo. También está completo el de las poesías del viaje al Harz.

Si gustase al público este libro, quizás me atrevería a completar en otro volumen la españolización de las poesías de Heine: El Mar del NorteLa Nueva Primavera, algo del Romancero y de otras de sus últimas producciones, ofrecerían sabrosísima lectura a los amantes de la poesía, si acertara yo a conservar en la versión castellana alguna parte de la admirable belleza del original; e hicieran quizás amar a un poeta que tanto padeció, y que, como dice discretamente uno de sus admiradores en España, no fue el hombre de las contradicciones, sino el hombre de las contrariedades.

 

 

Teodoro Llorente

 

 

 

 

 

Notas

[1] Prólogo de Heine a la traducción francesa de sus poesías, publicadas con el titulo de Poëmes et Legendes. París 1855.

[2] Núñez de Arce: prefacio de los Gritos del combate.

[3] D. Ramón Rodríguez Correa, en el prólogo de la segunda edición de las Obras de Gustavo A. Bécquer.

[4] El Sr. Rodríguez Correa, admitiendo que hay mucha semejanza entre Enrique Heine y Gustavo Bécquer, busca diferencias entre ellos, diciendo que el primero es más independiente, indicación vaga cuyo sentido no comprendo bien, y el segundo mas artista, en lo cual no estoy conforme. Si el arte se toma en su acepción general, como procede en este caso, no conozco poeta alguno que aventaje a Heine en sentimiento artístico. Dice también el Sr. Correa, y en esto va mejor encaminado, que el deseo de ser original y de alardear de excéntrico y escéptico hizo desconocer al poeta alemán la unidad, que es el arte (y pase esta afirmación inexacta por incompleta) como lo prueban sus poemas Germania y Lázaro. Es verdad, pero esto no prueba nada contra el evidente reflejo que se nota en las Rimas de Bécquer, no de estas obras del último período de Heine, sino del Intermezzo y El Regreso, inspiración de su juventud.

[5] Quince son las poesías de Heine que dio a luz entonces el Sr. Sanz, y están bien escogidas entre las mejores del Intermezzo y de El Regreso, con alguna otra, como el bellísimo romance titulado: El Mensaje. El Museo Universal las publicaba como comienzo de una serie que había de continuar; pero no fue así, por desgracia de las letras españolas.

[6] El mismo Museo Universal insertó en 1867, núm.º XVIII y siguientes, una traducción del Intermezzo, en verso, de D. Manuel Gil Sanz; lleva la fecha de 1861. En 1873 se publicó en Madrid, con el título extraño e impropio de Joyas prusianas, Poemas de Enrique Heine, un volumen de traducciones, también en verso, de D. Manuel María Fernández: este escritor tiene la franqueza de confesar que traduce del francés. Contiene su obra el Intermedio, el Regreso y la Nueva Primavera. El mismo año, en uno de los tomitos de la Biblioteca Universal, entre otras Poesías líricas alemanas, vertidas al castellano por Jaime Clark, se incluyeron cincuenta y un cantares y siete romances o leyendas de nuestro poeta. Son estas versiones muy superiores a las anteriores por estar más ceñidas al texto original y mejor comprendido el sentimiento del autor, pero es pobre la forma poética castellana. La acreditada Biblioteca Clásica, que publica D. Luis Navarro, ha dado en 1883 un tomo de traducciones en verso de obras de Heine, con el título de Poemas y Fantasías. Comprende el Intermezzo, El Mar del Norte, El Regreso, Nueva Primavera y Hojas caídas, y es el traductor el joven y aventajado poeta valenciano, mi querido amigo D. José J. Herrero, que se propone dar en un segundo tomo, Alta Troll, Germania, el Romancero y otras obras del mismo autor.

No he podido ver una traducción del Intermezzo publicada, según me dicen, en una revista literaria, por D. Ángel Rodríguez Chaves; ni otra del reputado literato americano Sr. Pérez Bonalde. Éste va a publicar en Nueva-York todo el Buch der Lieder, traducido en verso

[7]Don Francisco Miquel y Badía; artículo publicado en el Diario de Barcelona.

[8] Dice Goethe literalmente: «la mano que el sábado maneja la escoba, es la que te acariciará mejor el domingo».

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