Estudios de Poesía Mexicana 003: Cercanía de López Velarde

Presentamos, a modo de seminario permanente de pensamiento poético mexicano, estos Estudios para dilucidar sobre la Poesía Mexicana de todas las épocas, con especial énfasis en la poesía actual. En esta ocasión: Cercanía de López Velarde, ensayo de Jaime Torres Bodet que nos muestra, entre otras cosas, cómo se leía la obra del jerezano en 1918 y en el primer tercio del siglo XX.

 

 

 

 

 

 

 

 

Cercanía de López Velarde

 

Imagino los usos nuevos, delicados, patéticos, ingeniosa­mente imprevistos, que el habitante de una isla excluida de la civilización podría dar a los objetos de mi despacho si el mecanismo del naufragio, tan difundido por las novelas de aventuras, tuviese aún, en nuestros días, la eficacia, la convicción o la honradez bastante para arrojarlos, en resaca oportuna, a los pies de alguna choza o sobre la arena de algún litoral. ¿Qué voluptuoso reclamo de fauno haría gemir sobre la flauta improvisada, por ejemplo, con el cañón de una pluma fuente? ¿O qué misterioso fetiche —de verbo, como el de un dios, periódico y oculto— adoraría en el recinto de una radiola?

Una de estas recreaciones del universo hace, científica­mente, la autoridad imaginaria de los arqueólogos. Otra, transportada al terreno de los vocablos, enriquece la obra de los poetas. Y así es como el juego de la reencarnación de los términos inspira a Ramón Pérez de Ayala, en Befarmino y Apolonio, la graciosa alteración del idioma de que se anima el español al pasar por la retórica primitiva de su personaje.

No es poco frecuente, en efecto, que una lentitud de la atención en la plática de algún amigo o en la prosodia de algún discurso, nos deje en las manos, recién caídas de la rama del concepto, una frase, una palabra, una sílaba, llena de sugestivos misterios. De estos hallazgos purísimos, la vida moderna —tan complicada por los tecnicismos usuales­— ofrece al espectador un amplio repertorio. Pero sería inútil perseguirlos. Su calidad, su precio, su condición de goce está en la empresa; viven del entorpecimiento de la conciencia que los disfruta; se instalan sobre el estupor de la atención, un instante abolida, que los reconoce.

En estos paréntesis de placidez las palabras ya no tienen otro valor que el plástico de su volumen, de su sonoridad, de su peso. Gracias al milagro —en que todo arte se goza— los espíritus recobran el uso de esa capacidad de libre dispo­sición de sí mismos de que la cultura los priva. ¡Qué claros y, a veces, qué recargados del sentido barroco del argumento nos parecen, entonces, los poemas más elípticos de un Góngora o de un Mallarmé! Desentendidos, un minuto siquiera, de los privilegios de la literatura, ¡qué opaca advertimos, al fin, la significación concreta de las cosas!

Mesa, libro, teología, infelicidad .. Palabras que sólo el uso ha conseguido amoldar a la forma de los objetos que evocan, pero que, en una deliciosa humorada de enfant terrible, el descuido de la atención, lógico y vigilante como el del sueño, cambia de sitio, súbitamente, en la casa metó­dica, de familia burguesa de Franz Hals, con que podríamos comparar nuestro vocabulario.

¿Por qué arbitraria síntesis, que la pereza prolonga, estas cuatro letras de la palabra mesa contienen la realidad del mueble en que leo y, apoyada en su imagen, la del otro, ya un poco increíble y esquivo —¿soñado?, .visto>, ¿sentido?— en que escribí lo que estoy leyendo? Del uno me sorprende la solidez. Pero del otro recuerdo la línea. De otro más, todavía legendario, exagerando la fantasía con la memoria, me seduce el color mesa. Pronuncio sus sílabas mentalmen­te, varias veces, hasta que la repetición como la velocidad de las ruedas, que hace desaparecer las formas de los radios­— me salve del sentido que me representan. Mesa. Libro. Teo­logía. Infelicidad. No sé ya, en este principio de olvido, si teología es el nombre de una mujer italiana o, por contraste dantesco, si Beatriz es el título de una metafísica facultad. Ignoro si libro es un signo del Zodiaco o un instrumento de tortura. No preciso si el término infelicidad corresponde a un estado del espíritu, al recuerdo de una ciudad conocida en la geografía de un drama de Ibsen o a un modelo de traje de noche. Confesémoslo. ¿No sería casi plausible decir de alguno de los invitados que se presentó a nuestra fiesta vestido de infelicidad? Imaginemos, sin embargo, con risa, la protesta inmediata del redactor de Sociales y Personales. Y, no obstante, ¡cuántas veces el crítico -el mejor de los críticos- imita en arte, los procedimientos del cronista de sociedad!

El idioma, apreciado en conjunto, desde el punto de vista de la inteligencia, puede compararse, una vez más, con la instalación de una buena comunicación inalámbrica. Mediante· una clave convencional, un signo, un escalofrío, una contraseña magnética, un grupo de ondas instala —sobre la pauta del altavoz— el escenario invisible de un ballet ruso, la tribuna de un orador político o el marco, los gritos y los timbrazos enérgicos del réferi en un combate de box. Pero ¡qué ligera alteración de la graduada ruedecita indicadora hasta para hacer estallar dos continentes de sonidos! Un grado más, a la izquierda, derramaría la líquida romanza del tenor en el segundo acto de Lohengrin dentro del alarido espeso, sólido, con que un tim de fútbol corea un triunfo en el estadio. Un grado menos, hacia la derecha, desordenando latitudes, adelantándose a Ravel, instalaría a Paul Whitemann y a una pequeña orquesta de jazz sobre la marea hegeliana —tesis, antítesis, síntesis— del océano filosófico de Bach.

He citado, un momento antes, al Belarmino de la novela de Pérez de Ayala. Quiero insistir en él porque me proporcio­na un ejemplo característico de estas recreaciones poéticas del lenguaje que me interesa revisar y a las cuales, estimada en sus justas proporciones, se parece tanto la aventura retó­rica de Ramón López Ve larde.

Belarmino es un extraño filólogo que dispone del mundo —del «Cosmos», según él lo llama— desde el taburete en que su hija le coloca diariamente el Diccionario. En su especu­lación comprende, sin embargo, que «Vivir es conocer, y conocer, crear. Es decir, dar un nombre».

«En el Cosmos —afirma Belarmino— están los nombres de todas las cosas, pero están mal aplicados, porque están aplicados según costumbre mecánica y en forma que, lejos de provocar un acto de conocimiento y de creación, favorece la rutina, la ignorancia, la estupidez, la charlatanería gárrula y el discurso vulgar». «En el Cosmos están los nombres como aves en jaula, o como seres vivos, pero narcotizados y en sepulcros».

«Belarmino —añade Pérez de Ayala— hallaba una manera de placer místico, un modo de comunicación directa con lo absoluto cuando rompía los sellos sepulcrales para que se alzasen los vivos enterrados y abría las jaulas para que las aves saliesen volando». Y es así como, por curioso proce­dimiento de integración —absolutamente respetuoso del sujeto—, el filólogo Belarmino, desde su humilde taller de zapatería, llega a sentir como equivalentes estas dos realida­des distintas: camello y ministro del gobernante dromedario y ministro del Señor.

«¡Locura!». declararán muchos lectores apresurados, frente al taller de zapatería de Belarmino. Pero en el fondo una revolución esencial se incuba ya al calor de estas meditacio­nes sedentarias. Una revolución indescriptible que, de poder llevarse a la práctica, daría al traste con instituciones y gobier­nos, con dogmas y con filosofías. Una revolución tanto más veloz cuanto más abstracta y tanto más violenta cuanto que no la dirigirán los generales, sino los poetas. Y ya se sabe que éstos, desde que Platón los arrojó de su República, están queriendo probar de algún modo sus capacidades de acción.

La primera impresión que produce, a la lectura, una poesía de Ramón López Velarde es precisamente la de haber penetrado, de pronto, en una casa saqueada. Pero, inmediatamente, del desorden visible, las incoherencias mismas van tranquilizan­do nuestro sentido de la propiedad. Sí, ha habido violencia, pero los saqueadores no se han llevado consigo nada de lo que habían venido a robar. La cortina ha desaparecido de la puerta que protegía, pero no ha desaparecido de la casa: ahora vibra, como una túnica, sobre el busto de una Minerva, estilo Imperio, de 1810. El espejo no ha huido del marco que lo encerraba. Se ha vuelto de espaldas, cara al muro, acaso para no presenciar la escena del robo que nuestra llegada al salón —es decir, nuestra curiosidad en la lectura— ha conseguido evitar.

Habituados a la insensibilidad de los adjetivos elocuentes, los lectores de 1918 nos sentíamos ofendidos ante los poemas de La sangre devota y los de Zozobra, aún no coleccionados, por algo que era, precisamente, un triunfo de la sensibilidad. Cuando López Velarde, en una espléndida evocación de las aldeas y de los campos atravesados por la cólera revolucio­naria, escribe:

 

Hasta los fresnos mancos,

los dignatarios de la cúpula oronda,

han de rodar las quejas de la torre

acribillada en los vientos de fronda…

un extraño malestar, de devoción mística, nos sobrecoge. Y, como toda expresión poética, cuando es realmente aceptada, nos parece también misteriosa y difícil como un milagro, buscamos con inquietud los orígenes de una adivinación que, a mi juicio, reside sólo en el juego de estos dos términos: la evocación significativa de la torre y la calidad de la palabra «dignatario» que, aplicada a los fresnos amputados por la metralla y reunida a la «cúpula oronda» del final del verso comenzado, les da en seguida una solemnidad y una resigna­ción de sacerdotes cristianos de martirologio.

Otra estrofa de un poema sin título reproduce en Zozobra, con vocablos diferentes, esta misma experiencia de transi­ciones idiomáticas puras. La cito porque se refiere también a imágenes plásticas del culto y a la decorativa tradición visual del catolicismo, que López Velarde reitera:

Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.

Es la mitra y la válvula… Yo me lo arrancaría

para llevarlo en triunfo a conocer el día,

la estola de violetas en los hombros del alba,

el cíngulo morado de los atardeceres,

los astros, y el perímetro jovial de las mujeres.

 

Salvo el último verso que, de un salto a las estrellas —como en la balada de Banville—, nos traslada de nuevo, no sin contusiones, a la ironía y a la ternura de la sexualidad, la estrofa toda vive de sus solas resonancias lingüísticas. En efecto, al referirse a su corazón, el poeta se detuvo en esta palabra: «Mitra», de la que el contenido fisiológico le parece menos real que el otro, suntuario, de la mitra de los arzobis­pos. Por eso ha recordado, en seguida, la «estola» de violetas y el «cíngulo de los atardeceres». Por eso también —mirando el espejo con el espejo, y pasando de una metáfora a otra, sin contacto con la realidad— llega a esa refracción de los valores sensibles de la palabra «alba», que puede ser entendida, aquí, en sus dos significados: lo mismo como la túnica blanca de los sacerdotes, que como la claridad cotidiana, ciertamente angustiosa, que precede a la salida del sol.

Esta combinación de religiosidad devota y de poética intrepidez, estas sujeciones a los cánones del dogma y estas rebeldías a los de la gramática se repiten, de un extremo a otro de la obra de López Velarde, en forma tal que se implica deliberada. Así tenemos, en «Todo … », acaso la composición más perfecta de Zozobra, esta declaración:

 

…en mí late un pontífice

que todo lo posee

y todo lo bendice;

la dolorosa Naturaleza

sus tres reinos ampara

debajo de mi tiara;

y mi papal instinto

se conmueve

con la ignorancia de la nieve

y la sabiduría del jacinto.

 

Y, páginas adelante, en aquella deliciosa estampa sensual que principia «te honro en el espanto de una alcoba perdida»…, el dístico en que describe a la amante:

…ya que tu abrigo rojo me otorga una delicia

que es mitad friolenta, mitad cardenalicia…

 

O, por último, estos versos, sorprendidos en una poesía anterior, de carácter evidentemente juvenil:

 

Y una Catedral, y una campana

mayor que cuando suena, simultánea

con el primer clarín del primer gallo,

en las avemarías, me da lástima

que no la escuche el Papa.

Porque la cristiandad entonces clama

cual si fuese su queja más urgida

la vibración metálica,

y al concurrir ese clamor concéntrico

del bronce, en el ánima del ánima,

se siente que las aguas

del bautismo nos corren por los huesos

y otra vez nos penetran y nos lavan.

 

Tratando de descubrir, en la obra de López Velarde, algunos ejemplos de expresiones políticas desviadas verdaderamente del sentido útil de los vocablos, se tropieza, sin quererlo, con el prestigio más dramático de su influencia: el fervor. ¿Quién se atrevió a decir alguna vez que forma y fondo eran cosas opuestas?

El fervor, en el lirismo de López Velarde, no está —por fortuna—, y ésta es su superioridad específica sobre el Belar­mino de la novela de Pérez de Ayala, en el juego de azar de las palabras con las imágenes. En ese sentido ¿cuántos poetas de hoy —y no exceptúo a muchos de los mejores— pudieran afirmar haber salido, realmente, del periodo verbal de Belarmino?

Hay un sentido de palabras que López Velarde sintió —que padeció muchas veces— pero de cuyas estrategias no se satisfizo nunca. Latía en él, si no el pontífice laico con que orgullosamente se compara, sí un apasionado apetito humano que restringió, en su obra, el campo del artista puro, sin que, de tales limitaciones, su calidad de poeta pudiera realmente sufrir. Las cualidades que le legó no serán de la misma limpieza y del mismo interés que las expresivas que hasta ahora hemos advertido, pero en cambio dan la impresión de ser más durables. Y —¿por qué no?— ­también más valiosas.

Para entender la poesía de López Velarde, debe partirse de un postulado que no la limita tanto como la sitúa. López Velarde fue siempre, y constantemente, un poeta de la provincia. De la provincia mexicana son no sólo el acento religioso de sus mejores poemas, sino el calor y la ternura de la ensoñación amorosa, la inculta sustitución de sentido personal por el auténtico en los adjetivos y en los sustantivos de que su anécdota se sirve. Pero, por encima de todo, pertenece a la provincia mexicana ese vago estremecimiento del paisaje que no está nunca al margen de sus poesías —como sucede en las de los escritores de la ciudad cuando salen al campo— sino tejido con su materia última digerido en su sustancia, disuelto por su intimidad.

El significado de la provincia ha sido tan cruelmente modelado por la novela del siglo XIX, que casi resulta peligroso elogiarla, en nuestros días, como un remedio de lentitud a la velocidad de que nos hallamos enfermos. Y, sin embargo, es preciso reconocer que, a pesar de sus intrigas familiares y de sus antipatías de campanario —o acaso por coincidencia con la actitud moral que estas mismas debilidades suponen— la provincia ha sido, siempre a partir del romanticismo, la gran proveedora de nuestros poetas. Este fenómeno, que no sabríamos limitar a México, no es tampoco característico de la América española ni, en última instancia, complementario de la psicología racial hispánica que ha defendido siempre, en punto a escuelas líricas, una devota subordinación y concordia con el paisaje. Francia, tan disciplinada al yugo de la capital, no expresa, en las reputaciones que París autoriza, sino la consagración artística de los esfuerzos que las provincias le muestran. Veinte siglos antes, en la Roma de Augusto, ¿qué otro encanto traía, a la corte del Emperador, el poeta de las Geórgicas?

La delicadeza escrupulosa que Ramón López Velarde demostró dentro del artificio ha sorprendido a muchos de sus comentaristas y les ha hecho dudar, erróneamente, de la calidad regional de su estética. Comprueba una equivocada interpretación de lo que es la provincia el creer que su simplicidad esté más alejada del artificio que la complicación de nuestras ciudades. Quien lo dude, debe reflexionar un instante acerca de todas las violencias que la sensibilidad del siglo XVIII tuvo que hacerse a sí misma para llegar, en una refinada decadencia, a percibir la naturalidad de Rousseau.

Placen a la vida mecánica de la urbe la simplificación de la elegancia y el concepto, cada vez más desnudo, del individuo. Si esta monotonía del mayor número no se formase, la coexistencia de cinco millones de habitantes en Berlín o de siete millones en Londres ocasionaría a cada minuto una colisión inmoderada de épocas y, en Nueva York, una verdadera lucha de razas. El sentido de la policía —y, en cierto modo, de la civilización— exige siempre el sacrificio de algunos de nuestros valores originales. De éstos, por desgracia, el lirismo no es el más lento en desaparecer.

Cuadra, al contrario, al demorado ritmo en que la vida de provincia se desarrolla, una abundancia de lentitud, indispensable al florecimiento de las manías. Por eso la mitología democrática, es decir, la novela burguesa de Dickens o de Balzac, prefiere instalarse sobre el escenario de la provincia. Y, cuando un Padre Goriot o un Oliver Twist surgen en un rincón de la urbe, escogen algunos de esos barrios herméticos en que la limitación de los caracteres evoca, dentro de las grandes ciudades, la tensión individual de los odios y las antipatías de las pequeñas aldeas.

Hemos oído hablar, no hace mucho tiempo, a un ingenio extraordinariamente sutil, de la deshumanización del arte. ¿Qué había en el fondo de esta expresión? ¿Se trataba, acaso, de un hastío del hombre por el hombre? ¿Era el principio de una terrible ingratitud de la criatura para con el creador?

Tanto se ha dicho ya en torno a esta doctrina, tanto se calla, que, de las reflexiones más erróneas de quienes la comentan, podemos desprender esta interpretación; el arte, como fruto del nuevo tipo de colaboración social que la ciudad representa, exige de cada obra un mínimo de humanidad o, lo que es lo mismo, un mínimum de discrepancias vitales, dentro de un standard es similitud superior. Concebida en tales términos, la sugestión de Ortega y Gasset coincide con la doctrina moral de un Boileau y se expresa merced al gran ejemplo clásico con que la época de un Luis XIV la ilustra.

¿Qué es, en efecto, un clásico —ha dicho alguna vez André Gide— sino un escritor moderno? ¿Y qué debe entenderse por modestia, en materia artística, sino esta prudencia de lo personal y esta no exhibición de lo humano de cada quien, que nos pondría en condiciones de ignorarlo todo acerca de la vida de Racine o de Descartes, si no hubiesen estado allí los biógrafos que la reseñan?

El caso de la edad clásica que inspira esta interpretación misma de la modestia en literatura indica hasta qué punto una al menos de las actividades superiores del arte es incompatible con el desarrollo de la timidez. Me refiero, concretamente, a la poesía lírica. Si apartamos por un momento los hallazgos de algunos poemas de La Fontaine —y, especialmente, del Adonis—, qué pobre en realizaciones líricas se nos presenta el siglo de Pascal y de Madame de La Fayette, tan rico, en cambio, en máximas morales, en novelas psicológicas y en comedias de caracteres. Perseguida del escritor, la humanidad se refugia en el argumento por la misma razón por la que, ahuyentándola de la anécdota, la encubrimos con la sensibilidad.

Pero ocurre que el lirismo requiere precisamente, para su éxito, un «desarrollo monstruoso del yo», es decir, un apogeo de las condiciones circunstanciales del artista que no puede divorciarse de cierta individual exhibición del hombre. De aquí el concepto de la poesía de circunstancia.

Tal apogeo del hombre, no siempre contenido por los escrúpulos del artista, es idéntico al que traiciona, en determinados retratos de provincia, el rebuscamiento torpe, pero personal y—digámoslo de una vez— absolutamente lírico, del problemático elegante de la población. Ahora bien, lo que el hombre de mundo exige —y ha exigido siempre— en sobriedad y en impersonalidad de adornos a su semejante es lo que el crítico de gusto pide, con insistencia, al buen escritor. Y, en esta discreción de las maneras, coinciden lo  mismo el honnéte homme para cuya delicada aprobación componía Moliere el Alcestes de Le Misanthrope, que el «varón discreto» que inspiraba a Gracián el fino continente ideológico de sus tratados.

Sucede, por desgracia, que el público formado exclusivamente por estas asambleas de honnétes gens y estos cenáculos de «discretos» no es nunca el más apropiado para juzgar del ímpetu o de la cantidad de una producción lírica. Por esto se explican muchas aberraciones del gusto. Y así se llega a perdonar la crueldad de aquel parterre de reyes que, hace aproximadamente un siglo, en un teatro de Viena, pudo preferir —por lealtad misma con su cultura— la gracia civilizada de una ópera de Rossini a la sublime y solitaria aspereza del júbilo en la Novena Sinfonía.

La manera en que afirmo que la provincia contribuye a la poesía no es añadiéndole oscuridad personal, sino acentuándole personales particularidades. Siento, por otra parte, que esta contribución no haya sido percibida frecuentemente por conducto de la pereza, que es una capacidad de la delicia, sino por el de la lentitud, que representa una incapacidad de la rapidez. Y, cuando clasifico a Ramón López Velarde entre los poetas de la provincia, no entiendo restringirle ninguna especie de méritos. La universalidad de una obra no está forzosamente proporcionada al cosmopolitismo de su escenario normal, ni corre pareja con las dimensiones de la aspiración de su autor. Ouvert la Nuit, de Paul Morand, es más genuinamente francés y, en el fondo, más restringido —a pesar de la ubicuidad europea de sus personajes— que inglés El artista adolescente, de Joyce, que no juega con latitudes de carta geográfica, ni busca otra amplitud que la de su sinceridad.

Quienes, al sentido provinciano que encuentro en la obra de López Velarde, oponen el atrevimiento de su insumisión para la poesía pos-simbolista no me han entendido, puesto que lo provinciano de la actitud que señalo en él no reside en la timidez —más frecuente en las grandes ciudades que en las pequeñas aldeas—, sino en la audacia. Un hombre de la ciudad no necesita dar voces especialmente violentas para seducir la atención de su público. Con detenerse unos minutos, en un momento dado, en el cruce de dos avenidas congestionadas por el tráfico, habrá violado tantos complicados mecanismos de la sociabilidad, que esta sola lentitud tomará, casi, las proporciones de una verdadera rebeldía. En cambio, en provincia, ¡qué sucesión de delirios ha de fingir el hombre de talento para que los parientes de su familia —por el sólo hecho de haberlo visto nacer— no lo desprecien indefinidamente!

De aquí, en el inteligente de la provincia, una falta de mesura, aun en el acierto, que lo separa en seguida del inteligente de la ciudad. Por esta falta, de cuyo margen se enriquecen las incertidumbres del gusto, se deslizan —como por un cauce propio— los caudales de un inconfundible lirismo. Así se justifica en López Velarde el sistemático esfuerzo de sustituir por el adjetivo grave, certero casi siempre, el esdrújulo, ampuloso y más o menos indefinido. Donde alguno podía decir: «Universal», apunta él, pintorescamente, «ecuménico». Y donde otro escribiría: «Un niño», él ve, inmediatamente, «un párvulo». Muchos, temerosos de una alusión demasiado indiscreta, no nos atreveríamos, al hablar de nosotros mismos, a afirmar, con el desenfado con que él lo hace: «Mi persona». Mas él se expresa así por la misma razón que obliga a los Brummels de una provincia a instalarse, todos los días, dentro de la solemnidad aparatosa del chaqué. Y lo curioso es que su admirable intuición poética no naufrague en estas faltas de tacto que, gracias a las evocaciones completas en que las descubrimos, no resultan jamás verdaderas faltas de gusto.

Gocemos, en efecto, del «párvulo» de que antes, desprendido él de la atmósfera del poema en que lo sorprendimos, nos habíamos apresurado a sonreír. El poeta, al referir «el retorno maléfico» al hogar destruido por la batalla, insinúa, entre las ruinas, un delicado trozo de paisaje rural, plagado deliberadamente de giros en desuso y de vocablos envejecidos:

 

Las golondrinas nuevas, renovando

con sus noveles picos alfareros

los nidos tempraneros,-

bajo el ópalo insigne

de los atardeceres monacales,

el lloro de recientes recentales

por la ubérrima ubre prohibida

de la vaca, rumiante y faraónica,

que al párvulo intimida…

 

¡Qué bien se explica aquí, insertada después de la estampa escolar de la vaca «faraónica» esa visión del pequeño «párvulo» intimidado que, antes, nos parecía una mera pedantería de colegial!

No tengo a mano —y lo deploro— las excelentes páginas que Jóse Gorostiza leyó acerca de la obra de Ramón López Velarde en una de las conferencias organizadas por la Biblioteca Cervantes, de México, en 1924. No obstante, si la memoria no me traiciona, creo poder afirmar que ya en ellas se proponía cierto aspecto del provincialismo de su poesía como un recato y una ternura del sentimiento dentro del panorama de la edificación nacional. El comentario a esta parte del lirismo de López Velarde me llevaría por lo pronto a sitios que no quiero tocar de paso; que no me resigno tampoco a dejar para el convenio precario de una alusión. El problema del arte mexicano se encuentra ligado con dificultades técnicas, históricas y políticas demasiado complejas para creerlo resuelto por una simple buena intención de nuestro patriotismo… No deja de ser curioso, sin embargo, el hecho de que «La suave Patria» sea precisamente el poema en que López Velarde, al querer superar las fronteras de su regionalismo —de su comprensión deliciosamente parcial de las cosas—, se haya visto precisado también a disminuir el hermetismo patético de su expresión.  Comparada con «Todo…», con «Tierra mojada», con «Mi corazón se amerita…», con «Hoy como nunca…», los versos de «La suave Patria» dan la impresión de una renuncia deliberada a los modos esquemáticos de pensar que la poesía de Zozobra había llevado hasta la madurez despojada y despejada del álgebra. No quiero decir con estas reticencias que «La suave Patria» implique un decaimiento del poeta, sino un propósito de vulgarización en sus procedimientos, el deseo de vestirse con una cultura… Los hallazgos felices abundan todavía.

Citaré algunos, que están ya en todas las bocas y que, a pesar de ello, no han perdido aún su sabor esencial y fragante:

 

…el relámpago verde de los loros.

 

…en calles como espejos, se vacía

el santo olor de la panadería.

 

…oigo lo que se fue, lo que aún no toco

y la hora actual con su vientre de coco…

 

…desde el vergel de tu peinado denso…

 

Como la sota moza, Patria mía,

en piso de metal, vives al día…

 

Cito muchos. Y considero que son todavía más numerosos que los citados los que el temor de parecer prolijo no me autoriza a añadir. Pero, a cambio de estas sorpresas, de estas «iluminaciones», ¡cuántas lentitudes y cuántas indecisiones de estilo que las estrofas de Zozobra no contenían!

Por ejemplo:

 

Suave Patria: te amo no cual mito,

sino por tu verdad de pan bendito…

 

Inaccesible al deshonor, floreces…

 

No como a César el rubor patricio

te cubre el rostro en medio del suplicio…

 

…el alma, equilibrista chuparrosa…

 

Cada uno de estos renglones encierra el eco de un vicio, la torpeza de un aprendizaje, el reflejo de una retórica extraña. El segundo parece de un discípulo de Quintana. El tercero recuerda la fraseología académica de Santos Chocano. El último evoca las peores imitaciones sentimentales de Gutiérrez Nájera. En los más graves errores cometidos por López Velarde antes de «La suave Patria» había, en cambio, tales acentos de integridad personal, de mundo poético aparte, que no me es posible elogiar esta poesía suya, demasiado célebre, sino como un magnífico ensayo de transición. De transición hacia mayor popularidad… Pero no hacia mayor temperancia.

Lo peor que puede ocurrir a ciertos ángeles es que un profesor de gramática los enseñe a leer y a escribir. Lo más grave que puede ocurrir a ciertos poetas es perder sus límites, hacer más abundante su léxico, cambiar su profundidad por una promesa —casi siempre ficticia— de mayor extensión. No sé por qué imagino que Ramón López Velarde se hallaba, cuando la muerte lo arrebató de nuestro lado, en trance de este peligro. Por una parte, su mundo —de formas artificiales y herméticas— necesitaba, como el de todo gran poeta, de una sustitución del Diccionario de la Real Academia por el tratado del «cosmos» de Belarmino. (Hay metáforas, en efecto, que sólo a través de otras metáforas se pueden comprender). Pero, desde otro punto de vista, el contacto con una cultura al alcance de todos, eso que Jóse Bergamín ha llamado con tanta exactitud la «decadencia del analfabetismo», le inducía a traducir los decretos de su reino alucinado al lenguaje de todos los días. Y esta actitud, que supone una desconfianza de la magia, afirma siempre una abdicación.

«Toda el agua del mar no bastaría a lavar de nuestra obra una sola mancha de sangre intelectual», escribió en una página luminosa la pluma de uno de los más crueles maestros de la sensibilidad contemporánea. Frente al espectáculo de la poesía de López Velarde, repito esta frase de Isidoro Ducasse y comprendo que encierra, sin quererlo, la oración fúnebre de un gran poeta.

 

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