Daniel Sada sobre Gilberto Owen

Presentamos un ensayo del narrador mexicano Daniel Sada(1953 – 2011) sobre la enigmática y esquiva figura del poeta Gilberto Owen, perteneciente al grupo de Contemporáneos. Daniel Sada, una las figuras más importantes de la narrativa en lengua española, siempre estuvo interesado en la inusual y breve obra del poeta sinaloense.

 

 

 

 

 

Gilberto Owen

La estética de lo imprevisto

por Daniel Sada

 

 

 

Gilberto Owen, el poeta más enigmático de ese grupo sin grupo que fue Contemporáneos, no tuvo en vida mayor salva que la que le prodigaron sus propios compañeros de grupo, particularmente Xavier Villaurrutia y Jorge Cuesta. Y es que, como dice Alí Chumacero, “Owen prefirió el trabajo del minero, del buzo, del criminal que en la alcoba concierta sus intenciones, antes que reclamar un prestigio logrado a fuerza de vigilias”. Con apego a una orfandad buscada a contracorriente, y afanoso en sus cánones personalísimos, pretendió pasar ante el mundo de la literatura como “un poeta desconocido”, ya que prefirió conservar, como la más ppreciada herencia, la sutil gloria del anonimato. De él Villaurrutia sostuvo, tras la aparición de Desvelo, su primer poemario, que era “el más vanguardista de Contemporáneos”, y Cuesta, con su rigor harto penetrante y desde luego siempre acicalado, argumentó que le interesaba sobremanera la aventura espiritual de ese poeta telúrico, pero que le irritaba el “monomaniaco hispanismo” que exhibían sus versos. Fue el autor de Canto a un Dios mineral quien convenció a Owen y a Villaurrutia de apartarse, lo antes posible, del sonsonete atroz de la lírica de Juan Ramón Jiménez, empujándolos a las corrientes poéticas primigenias del siglo XX, como fueron: el vorticismo inglés, el simbolismo francés y el vocismo y el rondismo italianos.

A la postre, estas influencias sólo resultaron aleatorias a la lírica de Owen, ya como refuerzo necesario, sobre todo en los poemas en prosa que aparecieron en el poemario Línea, o ya como sesgo conceptual, asumido como deslinde, que sirvió para alimentar su obra posterior y que acusó medimientos más decisivos, como fueron ( a decir de Jaime García Terrés): William Blake, Victor Hugo, Rimbaud, Valéry y Juan Ramón Jiménez. Si hemos de atenernos a los estudios que sobre el poeta han realizado algunos críticos, cabe señalar que todos coinciden en que el libro capital de Gilberto Owen es Perseo vencido. Pareciera que el resto de su obra fuese un campo de experimentación sólo útil para proyectar con todas las luces su obra cumbre. Perseo vencido comprende “Madrigal por Medusa”, Sindbad el varado, “Tres versiones superfluas” y el “Libro de Ruth”; sin embargo, es Sindbad el varado el poema que cuenta con mayor cuadro crítico, si se considera el grueso de la obra oweniana. Y es que a semejanza de Nostalgia de la muerte, de Xavier Villaurrutia· Muerte sin fin, de José Gorostiza o Canto a un Dios mineral, de Jorge Cuesta, la substancia estética de Owen se espesa a la vez que se expande en ese extenso abordaje cuya unidad temática está sustentada en los 28 poemas que lo constituyen.

El extenso poema comenzó a escribirse en 1930 ó 1931, según deduce Vicente Quirarte de una carta dirigida por el poeta a Alfonso Reyes en 1933; no obstante, aparece fechado en Bogotá, Colombia, en 1942, siendo 1948 el año de su publicación definitiva. Gracias al trabajo realizado por Josefina Procopio y a la Editorial Universitaria, la producción completa de Gilberto Owen se publicó con el título Poesía y prosa, en 1953, un año después de la muerte del poeta. En 1979 el Fondo de Cultura Económica la reeditó bajo el título de Obras, versión que incluye material hasta entonces inédito. Los 26 años que transcurrieron entre una versión y otra revelan un indicio del desconocimiento o poco interés que sobre el poeta prevaleció durante todo ese tiempo, aspecto que destacan varios autores, entre ellos Ali Chumacero, Tomás Segovia, Eugene L. Moretta y Luís Mario Schneider. Incluso Jaime García Terrés, quien escribiera agudos ensayos sobre el poeta, llegó a sentenciar que se trataba de una obra “vir­tualmente póstuma”. En la actualidad, adentrarse en la ”conciencia teológica de Contemporáneos”, como se autodenominara Owen, es más frecuente; al menos ya se cuenta con estudios importantes realizados por Guillermo Sheridan, Francisco Javier Beltrán Cabrera, Vicente Quirarte y Carlos Montemayor, amén de penetrantes ensayos escritos por M. H. Foster, José Rojas Garcidueñas, José Joaquín Blanco y críticos norteamericanos como Effie Jolene Boldrige y José Sergio Cuervo. Si hay que buscar una constante en estos autores, pese a la diversidad de acer­camientos a la obra oweniana, es que sin menoscabo le dan relevancia universal, equiparándolo con los más altos poetas del siglo, y tras descar­tar la exigencia que Owen se impuso consigo mismo, hallan reflejados en su lírica los movimientos de vanguardia más sobresalientes del primer tercio de este siglo, que aún perduran como modernidad: los recursos oníricos obtenidos del surrealismo, el dominio del verso coloquial y la actitud rebelde, cargada de suave ironía, ante los usos retóricos de las corrientes literarias precedentes. Y es que Owen aceptaba, como designio insobornable, incorporar a su verso el fluir de las cosas, la conciencia de que todo -como en las clásicas Coplas de Manrique- está condenado a sugerir la pregunta por su existencia. Sabía que su obra, connatural a la ideas que la animaban, era el reflejo y la dócil respuesta a la contem­plación de lo que no perdura, a la inevitable presencia de lo que muere frente a nuestros ojos y que por lo mismo es imprevisto e ilusorio. A partir de esa vislumbre no hay esperanza duradera, el canto se va para dar paso a otro que también habrá de extinguirse, v sólo el decurso musical variado es lo que le da temperatura al éxtasis.

Sobre esta idea de fugacidad poética coinciden tres críticos que han abordado el carácter teológico de la obra oweniana, ellos son Ali Chumacera, José Rojas Garcidueñas y Tomás Segovia; por mi parte añadiría “la estética de lo imprevisto”, dado que en la mayoría de los poe­mas de Owen pervive una larga metáfora sobre el desplazamiento y 1a sensación del viaje sin retorno; ese trayecto ofrece hallazgos que chispean y que dan pie a una lluvia de imágenes activas que en su desborde aca­ban por diluirse.

El asombro ante lo imprevisto y las frases siempre al borde de la destrucción son los rasgos secretos que esconde la intimidad lírica de Gilberto Owen. En ese acecho recóndito y afectivo se conjugan aspectos autobiográficos, como pueden ser su formación cultural, religiosa, lite­raria, etc. Suerte de introspección que revela un espíritu adicto a las formas, puesto que hay una variedad de metros cuya resonancia está deter­minada por las frecuentes rupturas fonéticas. Abundan los encabal­gamientos, las elipsis, los zeugmas, las enumeraciones, las inserciones y las anáforas, y todavía en el nivel morfosintáctico las epanáforas, las ali­teraciones y las rimas, amén de las conjunciones copulativas que además de otorgarle mayor desplazamiento a los versos, permiten crear la sen­sación de que se agolpan muchas cosas en la memoria. Empero, con toda esa carga como sustrato formal, predominan, al igual que en Góngora, el heptasílabo y el endecasílabo, mismos que muchas veces se parten en dos bimembres perfectos. Ahora bien, si hemos de concentrarnos en las luces que emanan de Perseo vencido, y especialmente en los poemas de Sindbad el varado, habrá que decir que los versos no obedecen a un esquema fijo o a las formas tradicionales de la preceptiva española; más de una vez se descubren escalas métricas menores, como los versos bisíla­bos, o elementos de la retórica inglesa, como pueden ser la aposiopesis o la perífrasis. Todo ello hace que la poesía de Owen esté llena de claves por descifrar, con elementos poéticos que se presentan en los extremos o en el terreno de lo paradójico; y es que siempre lo antitético dará opción para que se formule una nueva paradoja; de ahí se desprende un rasgo más: un sugestivo sentido del humor y, en particular, un gusto especial por el retruécano, cito: “El cielo seguirá en su tarea pulcra de almidonar sus nubes domingueras”. Aunado a lo anterior, la ambigüedad de los versos es otra característica del hermetismo de Owen, una ambigüedad que tiene su origen en el gusto por mitificar rasgos de su biografía y de su for­mación, tanto literaria como teológica, y por dejar abierta la intromisión de voces líricas que suelen dimensionar toda vislumbre hacia sí mismo, cito: “Varado en alta sierra que el diluvio y el vagar de la huida termi­naron”. Mundo mítico donde las partes se complican y confunden, en el sentido de que los distintos aspectos se mezclan de modo que las parte de las unas se incorporen con las de las otras. Así, en el aspecto formal son frecuentes los giros verbales fónicos que dan musicalidad a los ver­sos, cito “EL amarillo amargo mar de Mazatlán”, además de que compli­can el sentido posible de los mismos, imprime en la imagen su particular visión del objeto que pone ante nuestros ojos. El recurso lírico más frecuente de Owen es su preferencia por las imá­genes. Imagen en el sentido de proponer una aproximación visual, acaso también táctica, entre las partes que participan, introducir un concepto imprevisto, a veces subconsciente, que descoyunta su intención de origen. Así las partes quedan reducidas al mínimo y por eso mismo se vuelven más sugerentes, cito: “La catedral sentada en su cátedra docta dictará sumas de arte y teología”, o “Las calles ebrias de Taxco tambaleándose por cerros y hondonadas”. Podría decirse que Owen escribe siempre mirando o imaginando un paisaje. Para él toda imagen es un paisaje o a la inversa: todo paisaje sólo puede ser reconstruido como imagen. Mediante esta operación todo cuanto capta su mirada queda reducido a sus rasgos esenciales. De este modo, asistimos a un juego de trasposi­ciones y momentos cuya fugacidad sólo podrán acendrarse y poblar la vida interior. Los paisajes, como recuerdo inane o como evidencia asom­brosa, son diseñados con pocos elementos a partir de una visión sutil, fi­gurativa, onírica y, en el conjunto, superpuesta. Estamos ante un poeta pictórico que bajo una dialéctica rigurosa, una fusión de los contrarios, arde con la más pura esencia de la poesía conceptista, expresa lo con­tradictorio del ser y la existencia. Acaso pudiera aplicarse a él la opinión que el propio Owen escribe sobre la poesía de Gómez Jaramillo, un poeta de los años treintas ya olvidado, cito “El paisaje es un sistema de coorde­nadas tendido como una red para cazar lo inasible”.

Otros elementos de juicio que se imponen en el cosmos oweniano son el tiempo y la sacralidad; de ahí deviene la captura del instante, momento en el cual se moviliza la conciencia del poeta, y la memoria, como recons­trucción de diversos tiempos en uno solo; la memoria es, además, el recurso mediante el cual el poeta fija la atención en algunos aspectos biográficos, sirviéndose de ellos para descubrir el motivo señero de su ventura espiritual. Pero si este viaje es a través del tiempo, atisbando en mitologías e imágenes entrañables, cabe destacar que no existe posi­bilidad para un retroceso o un avance paulatinos, sino que el tiempo es un enigma localizado en el interior del poeta. De esta manera para Owen -y tras plantear el asunto ulterior del viaje en los 28 poemas de Sindbad el varado– la desaparición del tiempo profano le permite ordenar el cos­mos de su existencia, situarse en el tiempo original, in illo tempore de su biografía, en el centro de su mundo, mitificación que se convierte en voz de todos los hombres, además de la suya propia. Es el tiempo sagrado que se hace presente, permanente, fuera de la historia, dando cabida exclusi­vamente al arte, ya como un perpetuo servicio religioso o un perpetuo homenaje a Dios.

Los elementos más radiantes de la temática propuesta en Sindbad el varado comienzan desde el subtítulo del poemario: “Bitácora de febrero”, el cual explica por qué cada uno de los 28 poemas corresponde a los día de este mes. Febrero es el marco temporal que entrevera la complejidad de la poesía de Owen. ¿Por qué este mes? Es la primera pregunta. Par algunos críticos, entre ellos José Rojas Garcidueñas, Inés Arredondo Vicente Quirarte, la respuesta está en la fecha de nacimiento de Owen, el 4 de febrero, fecha recreada el “Día cuatro, Almanaque”. Por su parte, Jaime García Terrés destaca el significado alquímico de este mes, cito:

“Febrero deriva del latín febrarius, que era entre los romanos el mes de la purificación, y que fue llamado así en honor del dios etrusco Februs, señor de la muerte. Además, nues­tro febrero es el único mes de 28 días, típicamente lunar, con un día adicional (el /efü. dolor bisiesto) cada cuatro años. Y son asimismo 28 las letras del alfabeto arábigo, de las que se sirvió el mago Jabir. alquimista de la corte do Harum at-Rashid, para formular un sistema de numerología alfabética, asignando une letra a cada uno de sus peculiares subdivisiones del calor, del frío, la sequedad y la humedad.”

Sin embargo, la explicación de por qué Owen escogió el mes de febrero sigue en duda, fundamentalmente porque Inés Arredondo ha demostrado que el poeta mitificó la fecha de su nacimiento. Ahora bien, el primer día de febrero queda inscrito como el comienzo del viaje: “Esta mañana…”, frase expletiva que se repte en dos ocasiones más en “Día primero. El naufragio”. Con esta señal, Owen nos anticipa una doble dirección del tiempo, hacia el pasado y hacia el futuro: sólo que, como dijera Pouillon, el tiempo presente los contiene y los supone.

El dato importa porque el tiempo se suspende y posibilita la aparición de la conciencia. Se hace el reposo de la cuenta de los días a partir de un obligado desvelo. Y es que suspender el tiempo desde el primer verso abre la posibilidad de volver al origen. La creación que surge en el momento del Caos, deja de serlo para convertirse en Cosmos, y desde luego en Cronos. Es un descenso a lo que los pitagóricos llaman “infierno terrestre”. Pero, ¿cómo comenzar la sacralización de la vida propia o la mitificación de los seres y de las cosas sin invocar al destructivo Cronos? Toda esta confusión se torna derivativa y es por eso que Owen plantea sus coordenadas poéticas -como si lanzara una piedra en el centro de un charcal- mediante un misterioso ordenamiento: la biografía, la concien­cia, la memoria, el lenguaje, el instante. La segunda modalidad se refiere a las imágenes, las metáforas o las formas -unas conceptuales, otras coloquiales y el resto irónicas- de referirse al tiempo que el poeta va expresando conforme transcurre el viaje.

De acuerdo con esta división general, los primeros tres poemas están constituidos por motivos del mismo asunto del naufragio: poner en orden el origen y el cosmos del ser consciente. Así encontramos que “Día dos, El mar viejo” remarca el naufragio anunciado en el día primero, cito: “Más ya estoy en la noche de tu fondo… ” En el “Día tres, Al espejo” el poeta hace referencia a otro de sus objetos recurrentes como es el espejo y que en los poemas de Desuelo y de Línea aparece como el receptáculo de la bondad o el engaño amoroso de nuestra propia imagen, además el espejo reproduce, la insinuación física de nuestra conciencia.

Es que el “Día cuatro, Almanaque, donde con ironía sutil el tiempo cobra su verdadera magnitud. Es una dimensión más intimista del viaje, puesto que el devenir no es sólo una abstracción cuantitativa de la vida, sin que se concentra en un ser que habla, que tiene apellido: la familia Owen, y por consiguiente el naufragio y la conciencia se repasan en el espejo de los Owen. El “Almanaque” es una marca y un instrumento para representar la horizontalidad del tiempo, en sentido pitagórico, pues va del cuatro al siete, números citados en el poema, que se repiten semana tras semana, pero que además se expresa en La sinécdoque generalizante de “Todos”: todo el tiempo sobre todos los Owen, destino manifiesto establecido desde el origen, y señalando para los Owen cualquier decurso es fatídico, y ha sido establecido por Dios.

Los primeros cuatro poemas de Sindbad hacen referencia a la mirada de Dios, esa conciencia cósmica que además de atestiguar el viaje del poeta, le confieren atemporalidad y lo dotan de una memoria más expan­siva, pero también más proclive a la decepción. Ya que a partir del “Día cinco, Virgin Islanda” comienza el recorrido del naufragio, como si el poeta efectuara un viaje hacia sí mismo, idea similar al motivo de la caída en la poesía de Vicente Huidobro.

La huida del origen, como si el espíritu del poeta se alejara de una génesis del fuego, es el trasunto motriz del “Día seis, El hipócrita”. Aquí aparece un camino recto entre la niebla, y después de navegar por las islas, de explorar ese mar de recuerdos femeninos, la conciencia escudriña en sus virtudes, calificadas como aparentes; sólo dos situaciones son claras: en primer lugar, el poeta no va a ningún lado; segundo, hay un río que avanza, que es él mismo, y que a la vez lo ahoga. Sus virtudes no son verdaderas, puesto que la castidad (cumplir con los preceptos religiosos y sociales, etc.) sólo consigue sofocar su existencia. El camino recto entre la niebla no será más que la imagen de la hipocresía o, en todo caso, el sopor o la asfixia. Es la continuación del viaje de la conciencia, que se expresa aquí por la antítesis del ir y el no ir a la vez. También es un viaje por los sentidos, aunque también da la impresión de que el poema transcurre en un sueño: la insistencia del tiempo, que no transcurre, permite pergreñar a través de múltiples facetas la mitificación de la tragedia propia. Es el intento de soplar la amplitud de la paradoja a una sola imagen onírica, que a su vez es la metáfora de la angustia: concentrada en el río que no anda, pero ahoga. Es Heráclito y el viaje hacia el conocimiento interior; y es también el reclamo ardoroso del creyente o la pregunta final ante el espejo, ese espacio inmenso donde navegan las sensaciones más insospechadas de la existencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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