Las visitas de siempre, de Carlos J. Aldazábal

La editorial ecuatoriana El Ángel Editor, que dirige el poeta Xavier Oquendo, ha publicado Las visitas de siempre. Poesía reunida, 1996 – 2007, del poeta argentino Carlos J. Aldazábal (Salta, Argentina, 1974). Aldazábal es una de las voces fundamentales de la poesía actual de la Argentina. Su poesía ha sido reconocida con numerosos premios, incluida en diversas antologías, y traducida parcialmente al inglés, al árabe y al italiano.

 

 

 

 

 

 

Correcciones

 

Como un cabalista

desnudo el símbolo del habla,

me trepo al verbo, gastando las acciones,

me vuelvo sustantivo,

                     mudo,

                    enajenado,

                    un corcho en tus pupilas;

y amando tu silencio,

      el yunque de la lengua,

me pego al grito del que muere;

y haciéndome adjetivo

me compadezco tanto

que el filo del paréntesis

me anula el alma.

 

 

El canto

 

La tierra está licuando las raíces

que en el silencio formaron un cantar.

La tierra nos destroza.

Hay canarios sagaces

que aún persisten en trinos,

canarios congelados en el fuego,

canarios rencorosos.

Ellos beben el aire

y excretan el polvo con su canto,

el canto que se pierde en la saliva,

en la rabiosa imagen del futuro.

El silencio es el profeta del olvido,

por eso los canarios se meten en sus fauces

y hablan en su lengua.

 

La esperanza: un canario

devorando al silencio.

 

 

Resurrección

 

Y de repente revivís,

descansás los ojos en su mirada

y te recostás en la cornisa

lejos del camión contaminante

que te había aplastado

               ante la espera;

y de repente creés

y tu fe es más fuerte que el momento

en que rozabas el abismo con el pupo,

      más fuerte que los gritos.

Y entonces no te importa de tu angustia

                      porque te has refugiado

                             en el regazo nave,

                      porque te has escapado

                             de los garfios;

y entonces no te importa

                      y la pobre se queda tan triste

                        que se juega un solitario,

                          se fuma un cigarrillo,

                           te dice hasta mañana

                              y se va por ahí,

                           a buscar otro muerto

                               que la guarde.

 

 

El secuestro

                        a Guillermo Wilde

La amistad cruza la grieta,

el grito aguarda

y la tormenta une los caminos.

 

Campos de vacas paridas por becerros

anuncian la persistencia de la lluvia.

 

Por ahí andan los niños

                       en retirada angustia

porque los cerros altos los han dejado solos,

porque el futuro pampa les moja el nombre

para que en la adultez sean gaviotas.

 

Por ahí andan los niños

                      cubriéndose los hombros,

tomando a la amistad como rehén,

sintiendo la fragancia de la hierba

que los envuelve en coplas,

                en zambas,

                en música de Harrison,

                          de Mozart,

                          de grillos misteriosos.

Por ahí andan (aún los veo)

y aquí desde el mañana me palpo la inocencia

                     secándome la espalda,  

                     abriéndome los ojos.

 

Entonces por los cerros nos vamos caminando

con ropas impermeables (no vaya a ser que llueva),

con la amistad atada pero libre,

para que aprenda un poco a comportarse sola

y no sea una carga más en algún bolso.

 

 

El coro

 

La campana apretaba la quijada

aullando timbales divertidos,

pequeñas carcajadas de sirena

                       seducida por Ulises

en un mar de cruces

que atravesaba el poniente.

 

Llegábamos piando

la música de moda

con la desnudez del aire

fregándonos los ojos,

las plumas relucientes

de ganas de ser canto

rompiendo la monotonía de los rezos.

 

Subíamos los leños

lustrando los peldaños

para que las ilustres

mujeres de los muertos

supieran que sus ángeles

dejaron la pobreza

                  para siempre

o para que en la boda de Lorca

                       con Ofelia

pudiera silenciarse la prédica de Hamlet.

 

Bajábamos serenos,

cargando la función que concluía,

citando a las guitarras al próximo concierto

mientras la fe concedía la proeza del perdón

                                      disfrazado de elogio.

 

 

Concepción paterna

 

  •           I

 

Padre mío,

que estás en alguna parte

de mi sangre emplastada,

santifica mis glóbulos blancos,

ven a mis vísceras, mis úlceras,

haz que mi voluntad te olvide

y págame las deudas, los miedos, los pecados.

 

       Con palabras

    no me libres del mal

                  a menos que se pueda.

 

  •         II

 

“Heredarás la tierra”, me dijiste,

y me entregaste una pala

para cavar la tumba.

“Heredarás la tierra”,

y me dejaste el aire

con un tatuaje negro

atravesando el almanaque,

atravesando el nacimiento de mi fémur,

el fétido principio de tu muerte.

“Olvidarás la tierra”, decretaste entonces,

y me clavaste un poema suspendido

sobre el vértice achatado de mi espalda,

entrecortando las quimeras que crecían

y revocando la ausencia

   de la tierra heredada.

 

 

Amelia Biagioni me habla por teléfono

 

Hoy no hay alfombras para Amelia.

Pero su voz me visitó de pronto

           aletargando el sueño.

 

Ese viento feliz me permitió su imagen:

su lento deambular de diana cazadora

      detrás de la sonrisa y el poema.

 

¿Cómo salgo de aquí para encontrarla, Amelia y su jazmín

en su alfombra encantada, en su hilito de voz,

temerosa y lunar, hilanderita, preocupada en llamar, en acordarse,

aunque tema salir a la vereda por los lobos del mundo

                           y prefiera quedarse visitando de lejos?

 

Que no me corte.

 

Que la muerte se olvide de nosotros.

 

Que el tiempo se congele para siempre.

 

 

Debo estudiar francés

 

Olga Orozco preparó un arroyado

  bañado en chocolate

y vino Miroslav, que es cocinero,

       a la hora del té.

 

También estaba yo, poeta inédito

 incapaz del francés y el galicismo.

 

El rito comenzó con la vajilla.

“Leeré en el futuro las llaves del abismo

para saber qué puertas nos tocarán en suerte.

Qué casas cruzaremos, qué portal venturoso,

que llanto inagotable hablará en las gargantas”.

 

No recuerdo el pronóstico.

Pero sí su paciencia, su infinita bondad,

la mágica infusión de su voz poderosa.

Y el “estudie francés” imperativo

              que siempre descarté.

 

El domingo pasado tuvimos otro encuentro.

Pero estaba en La Pampa:

un museo de infancia que ahora es Olga.

 

Ahí viven sus libros (incluyéndome a mí),

y sus plantas, sus piedras.

Y además Berenice maúlla en tono bajo

             profiriendo ladridos.

 

Ella se preocupó por explicarme

                     (esta vez sin rodeos)

cómo es la luz, cómo son los abismos,

cómo la muerte juega en los jardines

y los portones crujen

cuando suenan pavanas y milongas.

 

Y el llanto comenzó como gotera,

y no quiso parar hasta vaciarme

el poco mineral que hay en mis huesos.

 

Olga me consoló con galletitas y un pocillo de mate.

 

El llanto no cesó.

 

Aunque leo francés no puedo hablarlo

 y no puedo nombrar

 

                     con esta boca

 

                      en este mundo

 

                      con esta pena.

 

 

Trafalgar Square

 

El caracol no ha salido en la noche húmeda

                                    en la noche escarchada

                                     en el sin ton de la noche

                  sólo luciérnagas ruidosas.

 

Pobre caracol aburrido, encerrado,

gateador indeciso, indefenso cuando las luciérnagas arden.

Y las llamitas me queman, los zapatitos me sacan ampollas

y ninguna vecinita hizo de mi amor una promesa.

 

El amor es un mito, dicen, menos en Londres, dicen,

donde los latinos cantan a James Brown desafinando

                           o mueren baleados en los subtes.

 

Deberías olvidarme rubia:

ya soy un deportado de tu nombre,

aunque rumbee para Londres

porque Nueva York me queda chica y mi amigo Michel Berboff,

que es del Turkestán y anduvo por París,

                                                 ahora vive en Londres.

Deberías olvidarme.

 

En mi memoria nada late.

Apenas las luciérnagas.

 

Roída la costura de mi pantalón

escondo las hilachas

para mostrarme digno.

 

Porque vos, cantora quitapenas,

rubia profanación de mi suicidio,

zurciste con tu encanto

una esperanza flaca y desprolija.

 

Y me voy para Londres, nomás.

 

No la ciudad del 82, con banderitas ondeando sobre el río,

Ni la del 86, con lagrimita fácil por la gambeta mágica.

 

Me voy como un sudaca tesonero

al Londres de los Beatles convertidos en bossa,

al Londres de tu voz cantándome en voz baja

los probables secretos del amor y del tarot.

 

Me meto en internet,

husmeo en el correo,

desarmo el celular

para ver si hay respuestas,

         algún recuerdo tuyo.

 

Pero no encuentro nada.

 

Luego anuncio funciones en los circos,

paso la gorra,

         me dispongo a partir sin despedirme.

 

En Trafalgar Square, a mi llegada,

 

me hablarán de un hotel que se incendia de pronto,

me hablarán de unas llamas que no asfixian ni queman.

me hablarán de una música melancólica y fría.

 

Allí me hospedaré, seguramente.

 

Igual que un caracol ordenaré mi casa,

haré de esa ciudad un mausoleo

destinado al que fui:

 

legítimo argentino,

triste y cordial derrochador de tinta;

ilustre evocación de una mujer dormida

     que no lo quiso salvar de su abandono.

 

También puedes leer