Cuento Mexicano: Federico Vite

Presentamos un cuento del narrador Federico Vite (Acapulco, 1975). Ha publicado Una vuelta de tuerca en 2013, Bajo el cielo de Ak-pulco (Instituto Queretano de la Cultura y las Artes, 2016); Carácter, premiada en el certamen nacional de novela Ignacio Manuel Altamirano 2012, (Monte Carmelo, 2015), y los libros de cuentos Carne de cañón (Cuadrivio, 2015) y Cinco maneras de incendiarse (Praxis, 2015). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, el PECDA Guerrero e ingresó al Sistema Nacional de Creadores en 2013. La novela Ak-pulco parecerá este año en Francia y Parábola de la cizaña en el mercado editorial de Egipto.
Ha obtenido diversos reconocimiento, entre ellos el Premio Nacional de Novela “Ignacio Manuel Altamirano” (2005), el Nacional de Cuento “Salvador Gallardo Dávalos” (2003) el Premio Hispanoamericano de Cuento de la Revista Arcana (2003); el de Cuento “José Agustín” (2002) y el de Cuento “María Luisa Ocampo” (2002).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La lentitud enferma

por Federico Vite

 

—Al Hyatt ―me ordenó cerrando la portezuela del taxi 585 y puse en marcha la maquinaria del destino.

—¿De paseo? ―intenté hacer plática.

—Trabajo ―respondió frotando sus labios con el dedo índice, maniobra de hombre fino que me saca de quicio. Temblaba. Era muy delgado; la complexión contrastaba con el tono grave de su voz, podría jurar que se trataba de un cantante de ópera.

Había poco tráfico en la Costera. Avancé tranquilo, de buen humor. El puerto me pareció la mejor opción para vivir en este mundo.

—¿Sabes dónde puedo rentar un arma? —preguntó.

—¿Corta, larga, especial, de colección? ¿Cuál necesitas? ¿Un cigarro?

—No fumo ―dijo y comenzó a lagrimear como si hubiera perdido algo valioso.

—¡Cálmate! Todo se va componer.

—Espío a mi mujer. Sale de trabajar en un rato y de ahí la vamos a tener que seguir ―explicó entre sollozos.

Aceleré, no sólo el auto sino mis pensamientos y deduje: este hombre trae un itinerario armado, agenda escrita con frustración.

—Si vas a trabajar conmigo, dime tu nombre.

—Aldo. ¿Tú?

Me detuvo un semáforo.

—Federico —respondí―. Dime, Aldo, ¿si tu mujer anda de cuzca no sería mejor buscarse otra?

—Es un asunto de amor.

He oído miles de respuestas como ésta; sé que habla el pecho sangrado: canta la impotencia.

—Las mujeres —dije viendo cómo reventaban sus lágrimas en el borde del asiento. Los ojos de Aldo eran la combinación del jugo de menta con el vodka en una jarra de cristal.

Pisé el acelerador. Di vuelta a la derecha.

—¿Te dejo en el hotel?

—¿Podrías asomarte para ver qué hace? ―solicitó con miedo, sin levantar la mirada del tablero y cerró los ojos―. Es morena. Lleva el pelo teñido de rubio; trabaja en recepción. La van a esperar en el lobby, estoy seguro.

—¿Cuál es el color de sus ojos? ¿Usa el pelo corto? ¿Lleva pulseras en las muñecas? Con un detalle me basta. Dime uno. Piensa.

—Hoy se hizo una trenza; los ojos son azules. Melinda es alta, caderona y piernuda. Vas anotar el tamaño de su pecho a lo lejos ―volvió a sollozar.

Si Aldo era engañado, seguro el sancho sería un hombre de músculos portentosos, de pelo largo, arracada en la oreja: un ex luchador. Caminé rumbo al vestíbulo con la fisonomía de varios rostros en mi cabeza. Imaginé a Melinda con los labios gruesos, la nariz delgada y fina. Ahí estaba, era imposible que no fuera ella. Melinda, decía el gafete. A esa mujer la esperaba un tipo gordo, medio calvo, con uniforme de mesero. Regresé al taxi a rendir el primero de los informes.

—Está platicando con un tipo viejo, gordo y calvo. ¿Qué hacemos?

—Esperar.

Me instalé frente al volante. Los rasgos apesadumbrados de Aldo hacían la historia más lacrimógena. No hay duda, el amor templa las emociones al fuego. Me animé a fumar porque no conozco manera distinta de aligerar una revelación dolorosa.

—¿Cuánto llevan tú y Melinda?

—Cinco años.

Aldo tendría unos veintidós años; ella, no más de cuarenta.

—Bastante tiempo, hermano.

Se cubrió el rostro con las palmas de las manos. Supongo que rebobinó los pensamientos hasta encontrar los paisajes emocionalmente favorables para él. ¿Pensó en la primera vez que cogió con Melinda? Quizá hizo un boceto del recuerdo más bello entre los dos: cuando los ojos de amor nuevo destilaron flamas que hoy, en este momento, se extinguen. Sé que Aldo experimentaba un vacío profundo: alguien estaba deshabitándolo.

—¿Me das un cigarro?

Fumamos. Supuse que presenciaba un funeral vikingo. El humo ascendía más allá de las ventanillas, más allá de nuestras cabezas, eran pensamientos de hombres tristes, de hombres que se despedían de alguien muy querido.

—La conocí en la Prepa; era mi maestra.

—Aprendiste rápido.

—No sé, era como mi madre y el gordo ese, pues es su esposo.

—Ya.

—Ella volverá a serme fiel; lo sé.

—Mi hermano, aquí no hay de otra: defiendes tus sentimientos o aguantas vara con el corazón apachurrado esperando la decisión de otro —aconsejé golpeando el hombro de Aldo.

Observé a Melinda por el espejo lateral. Caminó por el estacionamiento del hotel. Las zapatillas atigradas estaban hechas para los pies de esa mujer. Había un halo de vulgaridad en ella, pero esa característica la hacía más atractiva. Todos miraban ese cuerpo. Un auto me obstaculizó la visión.

Aldo se ocultó bajo el tablero. Si yo fuera él, ¿qué hubiera hecho?

—¿Se está subiendo a una Datsun gris?

—No veo bien. Deja y checo —bajé del auto y me oculté tras las plantas de una jardinera—. Sí, una Datsun ―dije al entrar de nuevo al taxi.

Giré la llave en el switch y el sonido del motor me emocionó. Tuve que rebasar a un par de carros para no perder a Melina; ignoré un semáforo que me marcó el alto. De reojo noté que Aldo se colocaba unos lentes oscuros, luego una gorra de los Chicago Bulls y levantó el cuello de su camisa negra.

—Párate, párate —ordenó.

Di otro volantazo; nos estacionamos unos cuantos metros adelante de la camioneta. Cerca de un Mc Donalds.

—A Melinda le gustan los Sundaes —bajo las gafas escurrían lágrimas que nunca había visto en un hombre. Hizo un mar sobre el asiento—. Antes de coger se come uno. ¡Puta, puta, puta!

El gordo calvo y viejo bajó primero; luego, igual que un dandy, abrió la portezuela de Melinda. Se veían bien, como si acabaran de ganarse la lotería.

—Ve qué hace. A lo mejor nomás van por una hamburguesa, por un café. ¡Espíalos, Federico!

Me sentí un Sherlock Holmes tropical. Mi atuendo no era el más adecuado: pantalón de mezclilla estrecho, botas militares y camisa de manga larga, blanca. Había una fila de estudiantes desesperados por llegar a la caja registradora, entre la pareja vigilada y yo. Melinda y su acompañante pidieron un par de helados Sundae: ella estaba nerviosa, giraba la cabeza en todas direcciones; él se comportó servicial, todo un Casanova con ojeras espantosas. Di media vuelta; fingí que había olvidado mi cartera e incluso dije un par de groserías acentuando la gravedad de mi falta.

Aldo, lejos de ocultarse tras la gorra y los lentes, llamaba mucho más la atención.

—Oye, haces ruido con esas cosas que te pones. ¿Por qué no te las quitas? Encima de todo, cabrón, te estás chingando mis cigarros.

—Voy a pagar todo. ¿Dime qué hacen, Federico? ―contestó con violencia, encendía el tabaco con el encendedor del carro.

―Sundae, hermano.

—¡Puta, Melinda!

La tarde se iba. Pensé que Dios me había puesto en esta situación para aprender el oficio de escucha.

—¿De verdad puedes conseguir una pistola, Federico? ―sentí que hablaba un hombre distinto; su voz era mucho más grave―. La Necesito ―afirmó levantándose las gafas.

Nos miramos. Aldo frunció el seño. Creí que estaba frente a Juan El Bautista, con el hacha de Dios en la mano, y gritaba: ¡El Señor es vengativo!

—La necesito —repitió con furia mientras se acomodaba los lentes.

Asentí con la cabeza.

—Una pistola en mano es para usarse, no para presumirla. ¿Entiendes?

En el espejo retrovisor vi a Melinda sonriendo, daba lengüetadas al conito con mantecado.

—¿Entiendes lo que digo, Aldo?

—Creo que sé dónde van y si es así, antes de que terminen de coger se los lleva la chingada.

Mi vocho, el 585, tenía todo. Bajo mi asiento, una .22 guiaba mi camino. Don Jorge, el patrón, me dijo acerca de La polvorita algo muy importante: sólo despiértala si de veras está culero el asunto. Y ahí estaba el arma. Ni siquiera sabía si funcionaba o si Don Jorge la había cargado.

Encendí el auto. Enfilamos rumbo a Caleta, según las instrucciones de Aldo. Al pasar por la zona de moteles, entendí que la pareja de la Datsun pretendía redondear una tarde erótica. Cerca de la Plaza de Toros, junto al motel de mis amores, Las Vegas, nos estacionamos.

La camioneta atravesó el arco sobre el cual reposaba un letrero de neón color rojo anunciando el precio de las habitaciones.

Aldo suspiró.

—Vamos por la pistola ―dijo.

Se me ocurrió que tal vez yo pagaría un karma pesado si no daba el arma, o si la entregaba me iría peor; pero era mi deber ponerle fin a esta peripecia. Cerré los ojos y pedí con todo mi amor al Señor Dios que liberara el corazón de Aldo, el de Melinda y el del gordo calvo. Metí la mano bajo el asiento. De verdad tuve dudas antes de entregar la .22

—Toma.

Sujetó el arma con torpeza. Vi el miedo en su rostro.

—Aldo, primero me pagas. No quiero líos, ¿entiendes?

Antes de que agarrara la .22, me entregó la cartera. Había suficiente dinero como para que yo descansara una semana.

—Les voy a dar un susto ―balbuceó―. En cinco minutos regreso.

Abrió la portezuela: sus pies tocaron el piso despacio, era un niño aprendiendo a caminar. Tiró la gorra y los lentes oscuros en medio de la calle vacía. El anuncio fluorescente enrojeció el atuendo de Aldo: pantalón de tela holgado, pistola en mano y camisa negra con las solapas señalando el cielo.

Pasaron los cinco minutos: no escuché ninguna detonación. Nada de alboroto. Había fumado un par de cigarros. Oí un disparo. Encendí el auto. Aldo salió a toda prisa.

—¡Vámonos!

No dijo nada. Pasamos cerca de La Quebrada.

—¡Para el carro!

—Dame la pistola.

La sentí caliente, daba la impresión de que tenía vida propia. Volví a dormirla bajo el asiento.

—¿Qué pasó?

—Pues entré y amenacé al encargado. Dimos con el cuarto y abrió la puerta. Puse la pistola en mi cabeza y me dije: ‘Aldo, si eres hombre dales un susto’. Apreté el gatillo: nada. Volví a jalarlo. Cuando moví la pistola salió el balazo. No quiero ver a Melinda. No quiero nada ya ―soltó un lamento, era un animal herido.

Vi el mar, los clavadistas con sus antorchas encendidas. Intenté devolverle la cartera con sus credenciales, pero la rechazó. Bajó del taxi y caminó rumbo al anfiteatro de Sinfonía del Mar. A cada paso, Aldo se convertía en una lentitud enferma. Supe que ese tipo deambularía toda la noche con la expresión turbia. Agarré la franela para limpiar el asiento del copiloto. El silencio era una cicatriz rencorosa. Pisé con suavidad el clucth, moví la palanca de velocidades y aceleré rumbo a la Costera. Detuve el taxi en Malecón. Sentí la brisa del mar. Puse la cartera de Aldo en una cabina telefónica. Volví al auto. Estaba listo para regresar al trabajo: necesitaba más realidad.

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