Presentamos la poesía de Jhavier Romero (La Chorrera, 1983) poeta, director de teatro, dramaturgo, músico y profesor de Literatura. En el año 2002, obtuvo el Premio de Poesía “Demetrio Herrera Sevillano” por su poemario Delirios de la sangre. En los años 2004 y 2006 obtuvo Mención de Honor en el Concurso de Poesía “Gustavo Batista Cedeño”, con las obras Poemas para encontrar a un ser humano y Meditación en un laberinto, respectivamente. En el 2009 obtuvo el premio único “Gustavo Batista Cedeño” por su poemario Lluvia Inflamable. En el 2015, su poemario El fin del océano fue premiado en el concurso nacional de poesía “Esther María Osses”. Parte de su trabajo poético ha sido traducido al inglés, francés, portugués, maltés y macedonio.
Monólogo de la flor que luchaba con un triste tigre
No te enteraste de mi fuga
porque mirabas el crepúsculo para enfermarte,
porque soñabas con escapar a otro planeta;
a un planeta inocente
donde cuarenta y tres puestas de sol embellecieran tus ojos
en los cuales nunca hubo lugar para los míos.
¿Y quién era yo para exigirte nada?:
un colibrí que aceleró su vuelo
hasta convertirse en sangre;
la semilla que vino desde un lejano asteroide
y de la cual brotaron los seres
que te obligaron a extraviarte en todas las habitaciones de la noche;
a vagar en el amanecer de los puertos
donde gritabas palabras de amor en todas las lenguas perdidas de la tierra,
porque creías que era el único modo verdadero
de decir adiós a los futuros náufragos.
Y también es cierto, mi turbulento niño,
que no pude guardar en mi carne la transparencia de lo frágil;
que el amor solo fue el deseo de matar a un tigre,
de ver caer sobre hojas y lodo a una poderosa criatura que respira .
¿Pero cómo matar al tigre con sólo cuatro espinas?
¿Cómo matar al tigre si este mira el crepúsculo con los ojos de un profeta ciego
y al igual que un árbol hundido en la mitad del lago
escucha con tristeza los pájaros que salen de la lluvia?
Así me fui, sin decirte nada,
sobre un ruido de alas
en la oscuridad del aguacero.
Del poemario inédito “Busco un planeta inocente”.
Día de pesca
Cerca de Valladolid[1],
el mar es verde,
como un monte hundido.
Arrojamos el ancla a veinte brazos de la isla.
Damos gracia a los peces
por responder nuestro llamado,
y le pedimos a La Virgen nos proteja
de los malos vientos.
Echamos el trasmallo, lentamente,
como si pusiéramos un animal herido en el oleaje.
Mungo se acomoda bajo la tolda
y enciende un cigarrillo.
Joaquín y yo vigilamos el trasmallo.
Joaquín lleva un sombrero grande de paja
y los pájaros lo confunden con un nido.
Yo llevo una gorra de Los Vaqueros del Oeste
y el sol del mediodía me da piquetes en la nuca.
Mungo habla de una muela que le duele,
a Joaquín le preocupa
que su niña se resfría mucho,
y yo les cuento de los días
en que fui a rezarle al Naza en Portobelo.
Las horas pasan
y el trasmallo se llena,
es un Arca de Noé de criaturas marinas:
el pargo con su armadura roja,
la cojinúa y su timidez amarilla,
el congo con su casco de espinas,
la sierra y su espada desnuda,
y la mantarraya como una enorme mariposa
atravesando el cielo de los bosques acuáticos.
Mungo enciende el motor
para subir el trasmallo.
Joaquín tira de un lado y yo del otro,
una bandada de pelícanos
vuela en dirección a un comerío.
Mungo le mete cañaña al motor y el trasmallo finalmente sube.
El bote se llena de peces que se agitan
como miles de hojas movidas por el viento.
Es la tarde.
El fuego del crepúsculo se enamora del mar.
A lo lejos,
un bote remolca a otro que se quedó varado:
Regresamos todos, juntos,
la manada, los alegres,
la tribu del agua,
los delfines de tierra.
En la orilla, saludan los chiquillos,
mientras juegan con caracoles y cangrejos.
1.
El mar era nuestro único jefe.
Si la marea vaciaba recogíamos ostiones.
Si el aguaje era fuerte nos quedábamos en casa.
Si la marea era buena subíamos al bote.
Nos alcanzaba el día para estar vivos.
Comíamos salema y camarones
con la mujer y el hijo sentados a la mesa,
echábamos cuentos por la noche
y nos acostábamos temprano para contemplar
el incendio de agua que era la mar por la mañana.
Pero una tarde llegaron ellos.
Dijeron que la playa era suya,
que construirían un hotel cinco estrellas
en veinte kilómetros de costa,
que no había de qué preocuparse
porque ellos nos darían trabajos formales y decentes,
uniformes, seguro social, décimo tercero,
pero que eso sí, que los turnos serían rotativos,
que el salario sería el mínimo,
que los contratos serían temporales,
que nuestras mujeres podían ser mucamas,
y nosotros , saloneros o botones .
Entonces vimos el fin del océano:
la playa se quedó vacía,
los trasmallos asoleándose por siempre
en los patios de las casas,
los delfines se cansaron de esperar nuestro regreso,
las ballenas ya no empujaban los botes varados a la orilla.
Se perdieron los cantos del mar
y los secretos de nuestra religión marina;
el hijo ya no vería el atardecer de Otoque,
ni la forma de tortuga de Chamá,
ni los foquitos de los botes en la pesca nocturna
como un manto de cocuyos sobre el océano.
De “El fin del océano”
Ansiedad
Hay una flor
mirándome
a
través
de
una
a
g
u
j
a
Flama Azul
Para M.
Hay un azul de flama que me espera
desde mucho antes de que el árbol por fin se deshojara. No sé cuál.
Tal vez el mismo árbol que amé desde la infancia.
Sé que no hay retorno a sus raíces,
sé que el asma en mis pulmones es su velamen agitándose en los vientos de la muerte.
Sé que ya su tierra no llenará mi boca,
no me hará escupir los pájaros
con los cuales pude hablar como un violín en la llovizna de tu sueño.
Trataré de recoger sus hojas,
de cortar mi corazón sobre su tronco,
colgaré tu trenza de la más herida de sus ramas,
pegaré tus fotos (las que nunca tuve) , la pulsera aquella que rompí
porque no pude soportar la belleza del invierno en tus cabellos;
las cartas que nunca tuve el valor para entregarte servirán como mortaja de su otoño.
Sé que todo será inútil.
Sé que tú seguirás fija en tus barrotes,
que la mariposa que coloqué sobre tu pecho jamás abrirá sus ojos en tus ojos,
que nunca podrá su estambre penetrar en tus pestañas.
Sé que tendré frío hasta ser viejo,
que en cada espejo algo muy triste callará
cuando tu voz regrese a soplar sobre mis llagas,
como una criatura que llorando se alejó del mar
para morir en medio de la lluvia.
Mala Costumbre
Esta costumbre de morir
en los infinitos palacios de tu ausencia,
es como la sensación de la lluvia en los zapatos,
como andar en muletas a través de una autopista.
Miro este cuarto
Miro este cuarto que estuvo dedicado a los naufragios.
Me hace pensar en un puerto de ídolos tristes
donde estoy extraviado,
y en ese rumor de multitud errante que se produce
cuando tu cabellera desampara la tarde
y la mirada del mundo se desliza en su materia de relámpago.
Miro este cuarto donde estoy extraviado,
y llamo sin saber a quién,
y miro las ventanas rotas por la luz del aguacero,
y vuelvo a llamar
y corro entre la sombra de un latido
y me desbarranco hasta el fondo de mi grito
porque quiero morirme de mirar el mar.
De “Lluvia Inflamable”
Notas
[1] Islote del Pacífico panameño.