Presentamos un cuento de la narradora mexicana Blanca Athie. Licenciada en Comunicación por la Universidad Loyola del Pacífico. Primer lugar en el 17 Certamen de cuento Jose Agustín en 2013. Del 2004 al 2011 formó parte de la asociación cultural independiente Abrapalabra dirigida por Rolando de la Mora con quien publicaba periódicamente plaquettes literarias. Formó parte de la organización de la FILA (Feria Internacional del Libro de Acapulco) desde su primera edición. Co-creó, produce y conduce el programa radiofónico dedicado a la literatura Palabras inesperadas, transmitido en el estado a través de Radio y Televisión de Guerrero. Creó y dirige la Feria Nacional del Libro de Iguala. Actualmente concluye su primera novela.
DISÍMBOLO
Todo
Desde el primer día ya éramos todo. Uno y 2. Dos y 1. Simples números que para las matemáticas son un símbolo de exactitud, pero a las letras un símbolo de utilidad. La utilidad exacta del uno más uno o 2: complemento; sueños; sexo; placer. La utilidad sensible del dos menos uno: separación; recuerdo; traición; dolor. Seguimos siendo todo. Una simple fracción matemática o una burda expresión literaria. 1 y dos. Uno y 2.
1 y dos: el símbolo infinito
Inmersa en senos y cosenos escribía tu teorema en mi vida. Entre lecciones de triángulos y pruebas de datos te fui proyectando a un mundo de letras vacías, aunque ni en ese instante ni ahora he podido conocer todos los ángulos de tu corazón. Me conformaba con que tus lados corpóreos se sumaran y restarán exactos a los míos, sin posibilidad alguna del error. Tu cuerpo y el mío devorándose como la serpiente de tu única historia contada en clase, aquella del símbolo matemático del infinito que para vivir y eternizarse debía comerse asimismo, del hocico a su cola y de su cola al hocico, permaneciendo sempiterno. Así nosotros, pura materia que se corroe identificando el principio pero no el fin.
¿?
¿En dónde estamos ahora? Burda expresión que se agota y no encuentra sentido en mi texto y que en tus matemáticas surge la improbabilidad de un resultado satisfactorio. No quiero escribir sobre un futuro porque necesariamente tendría que agregarle un final; me interesa más multiplicar los recuerdos uno a uno hasta crearles su propio símbolo, que no sea una letra ni sea un número, que sólo exista y ya: como Dios al Hombre, como la Ciudad a la Naturaleza, como la Gravedad a la Tierra, como el Instinto al Ser, como la Muerte a la Vida.
Uno más uno: 2
Te voy recordando en la primera clase del único salón que mi mente no quiso salir. Aprendí a observarte, entenderte, desearte. Tus números me daban lo mismo. Lo que yo deseaba era percibir ese extenso aroma a tabaco que se perdía en tus poros sudorosos, poros que luego yo estremecía con mi propia carne, y que sólo volvían a su estado natural al tomar un café con dos cucharadas de crema y azúcar. Sí, empezaba a conocer tus gustos. Esos gustos que tan lejos se encontraban del uno y dos, del verbo y sustantivo.
Complemento
Me agoté en tu oficina y me exalté en tu cama.
Sueños
Si no puedes pagar puedo ofrecerte mi casa, dijiste. Sonaba seductor para una virgen provinciana. Pero no fueron las palabras –porque no es tu oficio—sino tus cálculos los que me aproximaron a ti. Y no fueron las matemáticas ni las letras las que traspasaron nuestras propias estructuras; sino el cine, siempre fue el cine: estético pretexto encapsulado. Memorias de Antonia ¿ya la viste?, cuestionaste ante mi inmadurez en muchos aspectos. No quise quedarme con la inquietud y la vi. Al día siguiente tenía una excusa inequívoca para ir a verte, platicarte, a ver que resultaba de esta fascinación mutua.
Placer
Y ante este templo formativo del Opus Dei no me importaba que Escrivá de Balaguer se vomitara en su tumba: si el muy beato se retorcía como un feto que a la fuerza es expulsado del vientre de su madre, aunque más bien la abortada debía ser yo por ensuciar con mis pensamientos y actos a la ultra civilizada y ultra hipócrita matriz de numerarios y supernumerarios. No. Ni por él ni por nadie me iba a prohibir jugar esta relación contigo. Siguió siendo el cine, siempre el cine.
Deberíamos formar un cine club y comenzar con esa película, fue mi turno de palabras pensadas. Tus cálculos nuevamente sobrevinieron. Esta Universidad y esta ala eclesiástica conservadora imposibilitan muchas cosas, concluiste. Así fue como me decidí. Aquél día después de conversar a solas con una figura bendecida por el fallecido Papa Juan Pablo II –otro beato que simboliza la doble moral de esta Institución–, fui a tu última cátedra. Te observé aún mejor, te entendí mejor, te deseé más.
Uno y 2.
Yo era ahora la asíntota en la historia: una recta que se aproxima desesperada a la curva por miedo a caer, a incumplirse o desfigurarse.
Sexo
Te conté de mi decisión por abandonar el camino hacia el oficio de la programación. Buscar satisfacción en la literatura o el cine (aunque suprimí decirte sobre mi deseo de esculcarte para encontrar la dicha). Ese mismo día después de ver una película me llevaste de regreso a la que sería la última noche en aquélla casa de estudiantes. La función que le siguió fue la de un beso. Aquélla vez en un coche viejo, un jetta de los ochenta –o ¿debía ser un modelo improvisado y discontinuado?–, acallamos los personajes inventados de nuestras bocas, les dibujamos isomorfas y les creamos su propia literatura, capaz de escribirse a través de gemidos. Desprogramamos el tiempo, lo configuramos en un conjunto vacío sólo para que nuestras lenguas se refractaran en un espejo de colores. Esa luna fue testigo de mi desnudez y de la apetente serpiente que chillaba del dolor debatido entre el placer y el desgarre.
Recuerdo
Al símbolo del Todo pocos días de goce le siguieron. Empezaste a mostrar tu verdadera piel: corrosiva y dura. Nuevamente el cine. Tres o cuatro películas –diariamente– necesarias para despertar la libido y eso si la selección de películas coincidía con la intensidad sexual requerida. Una lista que comenzaba con Los amantes del círculo polar, cuyo final trágico en la que una muerte inusitada corta la posibilidad de un reencuentro amoroso, no resultaba suficiente para provocar tu instinto animal; forzosamente se tenía que concluir la lista con algún filme asiático o del medio oriente, en los cuales seguro podían encontrarse escenas que te invitaban a deglutir mis senos y exprimir el fruto vaginal.
Traición
La pianista, ¿ya la viste?, preguntaste para evadir un beso ávido de ti. No, no la he visto, pero podemos verla, respondí esperando que esa cinta tuviera alguna escena que me ayudara, con una sola me conformaría, yo haría el resto del trabajo.
No creo, dijiste y reíste. Te daría lástima la protagonista, como yo, concluiste. No recuerdo la expresión de mi rostro, pero ahora conociendo la historia creo que tienes razón. Te encuentro tanto parecido: Erika Kohut, una profesora de piano que como tú, tiene el corazón endurecido pero la carne blanda, lo suficiente para percibir el placer que produce el calor en la piel, aunque la diferencia es que ella lo siente sólo a través de la sangre –síntoma de que está viva y no muerta– provocada por artefactos filosos y tú a través de los cuerpos humanos.
Ella como tú es, probablemente, una víctima del egoísmo y la tiranía de su progenitora, quien se ha encargado de reprimirla hasta convencerla que el sexo opuesto obstaculiza la realización profesional. Recuerdo que me contabas mucho de tu madre, siempre al pendiente, seguro era la única mujer que para ti merecía una fracción significativa en tu vida.
Pero sobretodo a Erika la quería su alumno: un joven sediento por cambiarle la percepción a su opaca y físicamente demacrada maestra, deseoso de hacer sus primeros pinitos sexuales con ella, mujer madura, pero también mostrarle lo que significa en palabras de la autora literaria, Elfriede Jelinek, ser realmente joven y multicolor y disfrutarlo en plenitud. Y una vez que ya sepa que es verdaderamente joven, la dejará por otra más joven.
Quizá te espantaba eso. Me imaginabas como la alumna que sólo quería aprender de su profesor lo que más satisface en la vida –seguramente matemáticas no—pero tú querías disfrutar, no enseñar. No dejaste de ser mi instructor en un salón, para venir siéndolo en tu cama. Ya no éramos números. Ya no éramos letras. Si acaso tan sólo éramos un algo sin forma.
Dolor
Al día siguiente quise exaltarme en ti pero únicamente logré agotarme en mi llanto. Ya no era ni el cine, ni los números, ni las letras. Tu vaivén de sentimientos precedía mi alud de emociones. Mi inexperiencia comenzaba a fatigarte. Empezaban a pesarte mis sueños de permanecer a tu lado. Debí comprender que tú no sueñas, que sólo recuerdas. Aquéllos recuerdos que hacen insidiosa el alma: el de una madre dominante, relaciones frustradas, familias distantes, autosuficiencia encallecida. Tu pasado te había sacado cuentas justas, dándote números exactos, creándote incapaz de sumarle a tu vida. Yo representé ese cálculo infinitesimal de Arquímedes.
Dos y 1
Entereza. Pasión. Los personajes vivos. El personaje muerto. Resucitado. Mutilado.
Dos menos uno: (…)
Programaste un viaje a la capital, seguramente con tu madre. Sin explicación alguna cogiste una maleta y me abrazaste. Nunca lo habías hecho hasta entonces. Desde ese momento lo supe: al suprimir un beso y al agregar un abrazo, el personaje imaginario de la pasión, del erotismo, estaba agonizando. Habría que rematarlo bien (y yo con él), como Erika Kohut, queriendo rematar su dolor del alma clavándose un cuchillo que le llegase hasta el corazón, pero ella es pianista, no sabe de cálculos, en cambio tú, matemático de profesión, no podías fallar. Una palabra, solamente: Adiós.
(…)
Y de aquel símbolo bello que hicimos, el del infinito, evacuamos a otro. Nos dedicamos a desfigurar a la serpiente con la excomunión de nuestros sexos. Le devolvimos la finitud necesaria para morir y abreviarse. Un menos todo. Nos expulsamos creando este amorfo, improbable, desconocido:
Nada.