Círculo de Poesía y Valparaíso México invitan a las lecturas de la poeta china Ming Di (Río Yangtsé), quien estará leyendo parte de su obra en Puebla dentro del marco del XVI Congreso de Poesía y Poética, así como en la Ciudad de México dentro del marco del Festival DiVerso. Presentamos un poema suyo en versión de León Blanco y Françoise Roy.
Historia familiar
Érase un árbol y mi familia,
era una leyenda de bosques con diez soles
arriba, que ardían en la noche. La abuela
no podía dormir, así que cada noche
daba a luz un hijo
hasta que no quedaran hojas para
alimentarlos. Enloquecido, el abuelo perseguía los soles
y disparaba a nueve de ellos, dejando uno
en el aire, para que contase la historia.
Érase una historia y el sol
bajó por un tronco y subió
en la mañana, para ver a mi abuela,
la mujer echada ahí como una montaña.
El abuelo enfureció y trató de matar
al último sol, pero sufrió un golpe de trueno
y murió. Se rompió el cielo, lloviendo
tristísimo en su duelo por diez mil años.
Todos los hijos ahogados subieron
a la superficie como nenúfares. La abuela
subió tan alto que remendó el cielo
tapando el roto. El sol amaneció, siguiéndola,
observándola con su ojo amarillo
durante cinco mil años, día y
noche brillando en la distancia.
La abuela se aburría. Ella moldeó arcilla
para hacer humanos con rostros soleados y con ojos
de estrellas germinando por doquier, arriba y abajo.
Uno de ellos era mi padre
en la China Tang, un bastardo
con muchos nombres. Era el borracho de Li Po
cantando a una luna imaginada.
Era el triste de Tu Fu lamentando el polvo.
Érase un Li Po y no había luna
en absoluto. Imaginó una y un barco
blanco apareció. Érase un Tu Fu
y no había ningún río. Pintó uno
y el Río Amarillo empezó a fluir
en la tierra central. Pintó otra vez
y el Yangtze comenzó a cruzar el cielo.
Todos los ríos antiguos, arriba y abajo,
a un adiós de su mano corrieron hacia el Este,
hasta el viento y los juncos ondeaban
en una sola dirección. Por hastío cortó la tierra
en campos cuadrados y cultivó arroz.
Érase un arrozal y mi madre
bajaba por una escalera celeste, con flores de jazmín
centelleando sobre ella. Mi padre intentó acercarse
pero sin saber seguro qué nombre
utilizar. Dudaba. Mamá bajó a pie,
con un largo vestido de hojas
que seguía el rastro de la luna, mil años
de estar sin nombre. Extendió
la mano, tan pálida, y tocó a
mi padre —nunca lo conocí —que se murió
en cuanto lo tocó mi madre.
Y volvió a ser una piedra, inmortal.
Érase una piedra y la gente se aparea
con sólo tocarse las manos o mirarse
a los ojos. Nací de esta mujer
que viene de la Luna —ella extendió la mano,
me prendió, un crisantemo, tan salvaje
como lo salvaje —abrí mis ojos terrestres
y la vi en mi propia luz
subiendo de vuelta a las frías alturas.
Mi nombre es Sol-Luna en memoria
de una luz de dos piedras distantes
que se resisten una a la otra, negando el amor.
Llego a un nuevo país y
veo las lápidas de mis padres
por todas partes, mi sombra en el cielo.
En la noche, mi madre
también aparece ahí. Es abril,
el cielo es bajo y puedo sentir
su respiración, pero no puedo verme a mí misma,
mis pétalos amarillos. Escribo la palabra
Sol, y ahí viene un Sol
de mi color. Escribo la palabra Luna,
y ahí viene una Luna de mi ancestro
solitario. Mi lenguaje de oráculo,
mis palabras pictográficas —doy algunas
a América. Sucede un milagro—
cada flor de cada árbol abre
sus ojos y parece ver a mis padres,
mis padres en mí—viven
en mi piel. Érase mi piel
y hay una sombra. Érase una sombra
y hay un árbol y luego luz. Siempre hay
una sombra antes de que la luz aparezca.