Emilio Coco, entre naciente y poniente

Aquí reproducimos el prólogo de Vuelva pronto el verano, del poeta italiano Emilio Coco, antología publicada como primer número de Agua Ardiente, la nueva colección de poesía internacional de Plural Editores, dirigida por el poeta boliviano Gabriel Chávez Casazola.  

 

 

 

 

 

 

Emilio Coco, entre naciente y poniente

por Gabriel Chávez Casazola

 

Emilio Coco (1940), poeta, traductor y antólogo italiano, ha elegido vivir en el pequeño pueblo donde nació y creció, San Marco in Lamis, al sur de su país, en la región de Apulia; allí  el blanco arde y araña las paredes / que bajan empinados escalones / se pierde y disemina en las casitas / en vilo sobre el monte. / Con cartabón construido a pan y agua / se encaja y desarrolla descendiendo / hacia la mar soñada tras los bosques.

Como Coco, su poesía ha elegido morar también en las calles de la infancia; esas que bajan empinados escalones de tiempo, que se pierden y diseminan en la memoria, en vilo sobre la muerte.  Y al igual que su pueblo –poblado hace once siglos a resguardo de un monasterio– luce una “ancha alameda” que divide “el casco medieval, que se encarama a la montaña, al este, y la zona más llana, donde se encuentran los nuevos edificios, al oeste”, su poesía –ancha alameda también– tiene, junto a la región del pasado orientada hacia el naciente (pienso especialmente en su primer libro Profanazioni de 1990 y en la segunda parte de Ascoltami Signore de 2012), otra zona, de la vida hodierna, con la vista puesta más bien en el poniente (verbigracia en los poemas de Il tardo amore de 2008 acerca del envejecer de los amantes, y en su hermosísimo libro, en realidad todo él un poema extenso, Il dono de la notte de 2009, sobre la agonía y muerte de su hermano Michele, quien le había introducido a la poesía de los líricos arcaicos, los epigramistas griegos y los poetas latinos, sobre todo Catulo).

Estas dos dimensiones presentes en su poética: la infancia y el envejecer, resultan naturalmente imbricadas en y por una misma alameda que las contiene: la inconfundible –por su incierta cadencia y su certera ironía, por ser amargamente dulce y dulcemente amarga– voz del poeta, aquella que distingue a Emilio Coco de quienes no somos Emilio Coco; una voz que, en lo formal, traza un estilo, una escritura, donde también coexisten dos tiempos: tradición y renovación, clasicismo y contemporaneidad, como en sus endecasílabos blancos. Y esto tanto si escribe en su lengua natal como cuando se traduce al español.

No en vano hablamos de uno de los traductores de poesía más valorados y reconocidos hoy, de poetas italianos a nuestra lengua, pero principalmente de autores hispanoamericanos al italiano: comenzó traduciendo en su juventud a los poetas españoles de la Generación del 27 y amplió su abanico en sucesivas antologías, con su descubrimiento de la poesía latinoamericana de por medio, hasta publicar en 2016 una destilada antología en tres volúmenes, el primero dedicado a escritores de México, América central y las Antillas y los otros dos a autores de la que llama América meridional.

Hablaba hace un momento de la voz, de la escritura de Coco. Algo en ella, en su cabalgar entre los ecos del dolce stil novo, las resonancias del lirismo hispánico y algunos riesgos de la poesía latinoamericana actual, permite que las situaciones y las cosas más ordinarias, por cotidianas pero también por vulgares, e incluso las más abyectas –las secreciones de un enfermo, la flacidez de un miembro inútil, los vellos en la pierna y la piel ajada de una mujer que ya no es joven–, adquieran un aura de belleza.  Y a la vez, lo que creemos más trascendental (o trascendente), más elevado, se torna, en esta poesía, menos imposible de acceder, menos inasible, menos incorpóreo, quién sabe al verse materializado por palabras.

“Creo poco en la inspiración. La asistencia gratuita de las Musas no es más que una metáfora que oculta el duro aprendizaje del poeta para adquirir y dominar las técnicas de su oficio. Pese a quien le pese, la poesía no es sólo un ejercicio conceptual, ni sólo un juego habilidoso y simpático. Es también música, esquema métrico, sílabas y acentos. En mis poemas hablo de cosas cotidianas, de temas aparentemente menudos. Pero, en el fondo, lo que estoy deletreando son las poquísimas palabras que de verdad interesan al hombre: el amor, el deseo, la magia del recuerdo, el jardín de la infancia”, afirma Emilio Coco de su propia escritura poética.

No quiero añadir nada a esas poquísimas palabras, pochissime parole, a la par tan enormes, salvo mi deseo de que vuelva siempre el verano al jardín de la memoria de cada lector de esta muestra; tamizada por su propio autor para ser la primera entrega de la Colección Agua Ardiente de poetas internacionales de Plural Editores.

 

 

 

Éramos tres pequeños hermanos

 

era el mayor Michele sollozaba

extendido en la cama y con las manos

apretaba y tiraba de la colcha

hundiendo la cabeza en la almohada

Donato estaba en el balcón de espaldas

y rezaba con la cabeza gacha

a escondidas secándose las lágrimas

con el pañuelo azul de motas rojas

tendido sobre el suelo arrojé fuera

algunas moneditas del bolsillo

con la efigie del rey me divertía

sentirlas rebotar en la pared

Donato se volvía y censuraba

con ojos de reproche comprendí

que no era aquél momento para juegos

y bajé adonde se había reunido

la legión de vecinos y parientes

me pidieron sentarme junto al lecho

donde del todo rígido dormías

guantes grises, grandes zapatos negros

con el blanco pañuelo estabas cómico

aquel que del cabello te llegaba

a tenerte el mentón y aún recuerdo

que a mí también mamá me rodeó

con algo semejante la cabeza

porque una vez me dieron las paperas

papá lejano yo no te añoraba

tenía que llevarte la comida

al caer de la tarde hasta el taller

de la carpintería me regañabas

si cogía herramientas por probar

mi aptitud para clavar las tablas

o manejar la sierra y el escoplo

y  yo debía interrumpir mis juegos

y dejarme del aro y la peonza

de arriesgadas carreras por las calles

de gradas escarpadas que abocaban

a la céntrica calle Matteotti

las heridas curadas con vinagre

y aceite aquellos días de atracón

sopa de pasta un montón de albóndigas

macarrones bogando por un mar

de salsa densa y rica de perfumes

pero llegó el día de la salida

totalmente de negro me vistieron

negro el cabello lacio con la raya

negros los ojos de desamparado

me acompañó Michele hasta la clase

para esa ocasión hice un poema

y aún me acuerdo de sus primeros versos

Tres hermanos pequeños eso éramos

y ahora sólo tres pequeños huérfanos

se emocionó al leerlo la maestra

no tenía ya padre ni mamá

qué importa me sentía enfant prodige

 

 

 

La paz de los sentidos

 

por la rendija abierta en el postigo

entra un hilo de sol en nuestro cuarto

se enciende por la mata de tu sexo

en penumbra los dos cuerpos desnudos

bajas del lecho te pones las bragas

y un vestido de leves florecillas

transparentando tus maduros senos

que me parece como si volvieran

a la turgencia de sus veinte años

bajo el juego sapiente de las manos

y mientras vuelves a ordenarlo todo

–huelga decir cuán eficiente eres–

me demoro en la cama aún un buen rato

el amor a mi edad puede hacer daño

y me aflige el pensar que con el tiempo

el temor a morir de amor ya no

me asaltará cuando también yo tenga

la estúpida cordura de los viejos

y llegue ya a la paz de los sentidos

 

 

 

 

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