Presentamos el poema “El Dios de la Nada”, del autor estadounidense Mark Wunderlich (Minnesota, 1968), en versión del escritor costarricense Gustavo Solórzano-Alfaro. Wunderlich obtuvo el Lambda Literary Award por su primer poemario, The Anchorage (1999), y es autor, entre otros libros, de The Earth Avails (2014). Es profesor en Bennington College. Actualmente vive en New York.
El Dios de la Nada
Mi padre se cayó del bote.
Su equilibrio había estado fallando por un tiempo.
Había ido en el bote con su perro
cazador de patos a un pantano, cerca de Trempealau, Wisconsin.
No había nadie cerca,
excepto por el nervioso granjero que limpiaba el desagüe en el establo
–sordo de un oído por culpa de años junto a las máquinas–,
y que estaba casi a un kilómetro de distancia.
Mi padre se cayó del bote
y el agua se arremolinó a su alrededor, llenó
sus vadeadores y lo arrastró hasta el fondo.
Descendió en un agua rala como un mal café.
El perro se lanzó al agua,
creyendo quizás que era un juego.
Debo corregirme –los perros no piensan como nosotros–,
ellos reaccionan, y la reacción del perro
fue nadar alrededor de la cabeza de mi padre.
Esta no es una historia tranquilizadora
sobre un perro que ladra para pedir ayuda,
o que chupetea la cara de mi padre para animarlo
a mantenerse a flote. El perro finalmente se cansó y nadó a la orilla
para olfatear entre la hierba, disfrutar su nueva libertad
de los cuidados de su amo,
indiferente a la situación de mi padre.
El agua estaba fría, eso lo sé,
y mi padre siempre había sido friolento.
Que él estaba muy frío es una certeza, aunque
nunca le he preguntado sobre este suceso.
No sé cómo logró salir del agua.
Creo que el granjero salió a buscarlo
después de que mi madre lo llamara apurada y condujera
hasta la granja después de que mi padre no regresara a casa.
Mi madre me contó de este suceso en voz baja,
tapando con su mano el teléfono e intercalando
divertidos non sequiturs para no ser escuchada.
Admitir la enfermedad de mi padre
habría provocado la ira del Dios de la Nada,
que llega corriendo cuando escucha una voz temblorosa
para barrer al débil con su aliento sin amor, helado.
Pero ese dios había sido llamado antes,
durante una época en la cual plantó una semilla en el cerebro de mi padre,
que creció, congeló su lengua,
le robó su equilibrio.
El dios estaba ahí cuando mi padre cayó del bote,
susurrando desde una madriguera en su cerebro,
y fue ahí cuando mi madre, percatándose del momento,
supo que algo estaba mal. Este dios es un dios frío,
un dios hambriento, egoísta y con mala vista.
Este dios tiene la cabeza de un perro.
The God of Nothingness
My father fell from the boat.
His balance had been poor for some time.
He had gone out in the boat with his dog
hunting ducks in a marsh near Trempealeau, Wisconsin.
No one else was near
save the wiry farmer scraping the gutters in the cow barn
who was deaf in one ear from years of machines—
and he was half a mile away.
My father fell from the boat
and the water pulled up around him, filled
his waders and this drew him down.
He descended into water the color of weak coffee.
The dog went into the water too,
thinking perhaps this was a game.
I must correct myself—dogs do not think as we do—
they react, and the dog reacted by swimming
around my father’s head. This is not a reassuring story
about a dog signaling for help by barking,
or, how by licking my father’s face, encouraged him
to hold on. The dog eventually tired and went ashore
to sniff through the grass, enjoy his new freedom
from the attentions of his master,
indifferent to my father’s plight.
The water was cold, I know that,
and my father has always chilled easily.
That he was cold is a certainty, though
I have never asked him about this event.
I do not know how he got out of the water.
I believe the farmer went looking for him
after my mother called in distress, and then drove
to the farm after my father did not return home.
My mother told me of this event in a hushed voice,
cupping her hand over the phone and interjecting
cheerful non sequiturs so as not to be overheard.
To admit my father’s infirmity
would bring down the wrath of the God of Nothingness
who listens for a tremulous voice and comes rushing in
to sweep away the weak with icy, unloving breath.
But that god was called years before
during which time he planted a kernel in my father’s brain
which grew, freezing his tongue,
robbing him of his equilibrium.
The god was there when he fell from the boat,
whispering from the warren of my father’s brain,
and it was there when my mother, noting the time,
knew that something was amiss. This god is a cold god,
a hungry god, selfish and with poor sight.
This god has the head of a dog.