Poesía norteamericana: Sascha Feinstein

Presentamos una muestra de Sascha Feinstein, es poeta, ensayista, editor y profesor. Es autor de dos libros de poesía; uno de ellos, Ajanta’s Ledge and Misterioso, ganó el premio Hayden Carruth editado por Copper Canyon Press. Poemas suyos han aparecido en múltiples revistas como: The American Poetry ReviewThe North American ReviewThe Georgia Review, The Penguin Book of the Sonnet. Es especialista en literatura y jazz. Con el poeta ganador de Pulitzer, Yusef Komunyakaa, coeditó los dos volúmenes de The Jazz Poetry Anthology y con David Rife The Jazz Fiction Anthology. Ha publicado dos libros de crítica sobre la jazz-poetry: Jazz Poetry: From the 1920s to the Present y A Bibliographic Guide to Jazz Poetry. Desde 1996, dirige y edita la revista Brilliant Corners: A Journal of Jazz & Literature. Entre otros de sus reconocimientos destaca el Pennsylvania Governor’s Award for Artist of the Year. Codirige el Creative Writing Program at Lycoming College, donde ha recibido diferentes reconocimientos por su labor docente. Su último libro, Wreckage: My Father’s Legacy of Art & Junk, fue publicado recientemente (marzo de 2017) por Bucknell University. Las traducciones son de Luis David Palacios.

 

 

 

Smalls’ Paradise, 1929

 

Lo único que los Estados Unidos le han dado al mundo

son rascacielos, jazz y cocteles. Sólo eso.

F. G. L.

 

Tendrías razón al imaginar a Lorca,

salvaje, bailando aunque

no tanto en la forma en que su madre le enseñó,

–confinado a sus movimientos

mientras él se aferraba a su dobladillo–

 

pero después, la aguja de la Victrola

luchando por no saltar y rasguñar,

Lorca saltando hacia Ellington:

Black and Tan Fantasy,

Cotton Club Stomp.

 

Cuando llega a Manhattan,

cómo no imaginarlo,

bailando con los bailarines.

Tendrías razón en amar su amor

propio, la pasión española cediendo

 

ante la Paradise Band de Charlie Johnson

en el Smalls’, sin ventanas y surreal,

en el 2294 2 de la Séptima Avenida,

a sólo una cuadra y un sótano

de la majestuosidad y el brillo del Cotton Club.

 

Bajo las calles, las mesas

vibran y retumban ante la tarola de George Stafford,

ante líneas de trompeta como las de Brake

–Sidney de Paris luchando con Jabbo Smith.

Saxofones iluminados: “Wild Man Blues”

 

Es fácil –¿no?– admirar

a Federico a los treinta y uno,

brillante cabello lacio y pantalones bombachos,

camisa abierta bajo su mentón

mientras hace girar a una mujer negra

 

que luego describirá como un exilio africano:

protesté por ver tanta

carne robada del paraíso.

Oh, el compromiso cultural

de los migrantes… Pero por ahora

 

qué alegría estar en el centro

de este mundo maravilloso y fluido.

El mundo ondulando[1]

Tendrías razón en imaginar todo eso,

aunque estarías puntualmente equivocado.

 

Para ser fieles a la historia,

hipnotiza su espíritu encendido,

baja su cabeza, coloca sus brazos

en sus costados, cierra sus ojos,

hazlo susurrar, El ritmo[2]

 

Déjalo deambular mientras se sienta

silenciosamente perdido en el paisaje del club de jazz

donde leopardos ronronean y se encrespan,

donde la luna brota en la campana húmeda

de la metálica garganta de un trombón.

 

 

 

Después de que te hayas ido

 

para 64842

 

Forjaron mi instrumento en el 25,

estos artesanos que nunca conoceré,

quienes sudaban tardes por los fuegos

que escupía su ajetreada ciudad

 

en el mapa topográfico

de la música americana: Elkhart,

Indiana. Este sax soprano,

un Martin “tono bajo”,

 

¿cambió de manos, cuántas veces

durante los cincuenta y cinco años antes

de que mi padre y sus dos hermanos

lo compraran para mí?

 

No es que yo desee

vivir en el sueño bizantino de Yeats,

renacido como una dorada campana de moda

para mantener despierto a un auditorio aletargado,

 

pero hoy estoy silbando canciones

que, estoy seguro, los artesanos tarareaban

mientras serenaban sus manos

para grabar esta deslumbrante filigrana

 

y la marca final: un número de serie

para recordarle a cada generación

cuántos músicos

ha sobrevivido el instrumento.

 

 

 

Ciudad marginal

 

Cada lunar de su escote –estrellas muertas

oscilando una luna que embelesa– gira

al revés mientras ella atrapa las miradas que pasan

como si se hubiera bañado en tierra. Aún vive

 

entre las muchachas de la escuela que se burlaban de ella

con más brutalidad que los chicos atormentando insectos.

Su pasado es arena aplanada por la memoria:

semienterrados moluscos y mejillones.

 

Durante treinta años, se ha convertido en una cara

hinchada como pan en el agua, ambulatoria

como la culpa. Sobrevivirá a todos. Cada domingo

escucha a las madres jóvenes del húmedo mercando chino

 

pronunciar su nombre como si susurraran

Cáncer –la enfermedad nebulosa,

no el signo del cangrejo, haciendo hoyos de barro

en respuesta a una luna dictatorial–.

 

 

 

Trineos suizos

 

Dos niños se deslizaron por una colina y uno cruzó

el camino que definía su pequeño pueblo

por la mera falta de tráfico, un camino retorciéndose

a través de la carretera antes de zambullirse

 

en el país. La gente habló del camino por meses

antes de que fuera construido: menos tiempo para ir al norte,

pero ¿quién deja más?. Dos niños se deslizaron por una colina,

y ninguno escuchó o miró el camión maderero,

 

y el que se deslizó entre los ejes

–mi tío– creció para alabar la suerte, temer

el destino escandinavo, el feroz martillo de Thor,

ese relámpago del destino ejecutando

 

la juventud delirante. Sesenta años después,

él no puede citar las últimas palabras de su mejor amigo

–“Cruzaré el camino antes que tú”–

sin un vaso de aquavit frío.

 

 

 

A era un artista

 

Él nunca quiso que soñara con fuego,

que imaginara el vapor de pegamento lentamente desenrollando

la alfombra estampada, escalón por escalón, barandillas

chispeando mientras se doblaban y desprendían torcidos rayos.

 

El samovar brilló, dijo, antes de que se torciera.

Tapiz de árboles frutales resaltando químicos

mientras retratos de familia entre denso plomo

marcaban damas negras a través de un fastuoso pasillo,

 

subiendo al estudio del segundo piso donde

una nueva luz consumía las lámparas. Libreros

encendiendo plumas de plata y después el pasillo de pino

colapsado en una sinfonía de ceniza. Arriba, también,

 

el alfabeto ilustrado se había quemado página

por página, de atrás al frente, hasta que un proyecto de enero

levantó las primeras letras carbonizadas de la columna y lo liberó

encima del enebro sobre el aguanieve silbante.

 

A era un artista. Tan inusual,

este pintor de perfil mirando más allá

del quemado borde del grabado en madera.

Era mayor como para saber que tendría que madurar

 

con este regalo, pero le agradecí

mientras mi padre encerró la pintura en una oficina.

Después dije buenas noches, los dejé hablar,

pero frente a mi cuarto un piso más abajo,

 

con mi oído hacia el respiradero de hierro pintado,

los oí claramente, cómo esta ceniza de fuego

recuperaba cenizas de memoria –el campamento,

el humo salvaje, el olor a carne–.

 

Podrías pensar, mientras nos estremecimos,

que contemplaría el derretido metal.

Lloramos –claro– por mi camisa

quemada, la que nunca lavé,

 

la que tenía a los hermanos Morris

–No llores…

Lo que quiero decir es

que nacemos tantas veces.

 

El vivió, me explicaron después mis padres,

sólo dos semanas más. Nunca lo volví a ver.

Pero mientras escribo estas palabras, su grabado,

ya sin más daños en los treinta y cinco años

 

después de su vuelo a través del humo y el invierno,

marca el tiempo en un marco dorado.

Cuando me inclino hacia atrás, esta página sobreviviente lee

como un reto y una bendición.

 

 

 

Garzas azules

 

Contra una ventana de luz matinal

sin resolver, el triángulo del

Martini hace flotar una rodaja de limón

como un pececito de colores. De nuevo, ella se levanta

 

antes de las cinco, músculos en su espalda

contrayéndose por el calor.

“El precio”, me dirá,

“de moldear cerámica”

 

Arrojado por alguien nunca visto,

el Herald golpea su puerta con noticias.

Está evitando –terreno de guerra–;

así que por ahora abandona el papel,

 

metida en sí misma, tapa el merlot,

alisa la almohada –evidencia

de su pequeña fiesta de divorcio–.

De la madera ardiendo toda la noche,

 

su cuerpo huele a gris,

“sazonada”, le gusta decir,

sonriendo como sus retratos de porcelana:

labios prerrafaelitas, cabello cayendo en espiral

 

en parra y madreselva.

En una jarra de leche: rosas azules

dentro de un acabado mate de ébano.

Tocando esos pétalos grabados,

 

le conté de una laguna en Yucatán

donde contenía la respiración para arrastrarme

hacia un collage de cavernas basálticas,

cómo las paredes pulsaban y brillaban

 

iridiscentes, un pez índigo

emergió y se retiró

hasta que me solté y levanté

desesperado como una llama por el oxígeno.

 

Casi es hora

de abrir el horno, que humea

hacia la niebla ámbar del amanecer

y su visión está girando con la posibilidad:

 

si el puñado de sal en grano

lanzado en la novena hora,

explotara perfectamente

en una nebulosa de vidrio,

 

si las copas, conservaran su forma,

si la pesada tapa de la sopera,

encajara en su borde,

abre el periódico para enfrentar

 

parte de su mundo roto:

inmóviles y asolados gráficos

de misiles que navegan

Bagdad a media noche

 

y las costas del Golfo coagulado,

esos esfuerzos casi exitosos

para limpiar las plumas

de garzas azules paralizadas en petróleo.

 

 

 

El Taj

 

Como la mayoría de las historias de “último suspiro”, esta es una buena mentira:

cómo Mumtaz Mahal, aún sangra por el parto,

 

jala a Shah Jahan hacia su boca, le suplica

un templo en su memoria. Cómo basó la cúpula

 

en la curva de su pecho. Cómo, cuando muere,

se vuelve gris durante la noche. Sabemos que fue enterrada

 

veintidós años después, que él fue depuesto

por su hijo –cualquier guía te lo dirá–,

 

encarcelado en el fuerte de Agra para que muriera mirando hacia el Taj.

Es una sentencia de muerte, también, por el sueño de un puente

 

y la perfecta sombra en mármol negro. Así,

–y este hecho es tan cierto como la muerte– está enterrado

 

al lado de su esposa, trastornando la absoluta simetría

de otra forma de la perfección. Incluso en la India,

 

nuestras mejores historias de amor nunca son suficientes.

 

 

 

Smalls’ Paradise, 1929

 

The only things that the United States has given to the world

are skyscrapers, jazz, and cocktails.  That is all.

—F.G.L.

 

 

You’d be right to imagine Lorca

wild, dancing not so much

the way his mother taught him—

confined to her movements

as he clutched her hem—

 

but later, the Victrola’s needle

struggling not to skitter and scratch,

Lorca leaping to Ellington:

“Black and Tan Fantasy,”

“Cotton Club Stomp.”

When he arrives in Manhattan,

how can we not picture him

dancing with the dancers?

You’d be right to love his love

of self, Spanish passion yielding to

 

Charlie Johnson’s Paradise Band

at Smalls’, windowless and surreal

on 2294 2 Seventh Ave.,

just a block and a basement away from

the Cotton Club’s majesty and glitz.

 

Beneath the streets, the tables

rock and rattle to George Stafford’s snare,

to Braque-like trumpet lines—

Sidney de Paris battling Jabbo Smith.

Spotlit saxophones.  “Wild Man Blues”!

 

It’s easy—isn’t it?—to admire

Federico at thirty-one,

slicked hair and ballooning pantaloons,

shirt unbuttoned beneath his chin

as he spins a black woman

 

he’ll later describe as an African exile:

I protested to see so much

flesh stolen from paradise.

Oh, the immigrants’ cultural

compromise . . .  But for now,

 

what joy to be at the center

of this gorgeous, fluid world.

El mundo ondulando . . .

You’d be right to imagine all that,

though you’d be exactly wrong.

 

To be true to history,

hypnotize his blazing spirit,

lower his head, place his arms

at his side, close his eyes,

have him whisper, El ritmo . . .

 

Let him wander while he sits

silently lost in the jazz club’s landscape

where leopards purr and curl,

where the moon broods in the wet bell

of a trombone’s metallic throat.

 

 

 

After You’ve Gone

 

for 64842

 

They forged my horn in ’25,

these craftsmen I’ll never know

who sweated evenings by fires

that blazed their busy town

 

into the topographical map

of American music:  Elkhart,

Indiana.  This soprano sax,

a “low pitch” Martin,

 

changed hands how many times

in the fifty-five years before

my father and his two brothers

purchased the saxophone

 

for me?  It’s not that I desire

to live in Yeats’ Byzantine dream,

reborn as a golden bell fashioned

to keep a drowsy audience awake,

 

but today I’m whistling tunes

I’m sure the artisans hummed

while they steadied their hands

to imprint this dazzling filigree

 

and the final brand: a serial number

to remind each generation

how many musicians

the horn outlives.

 

 

 

Town Outcast

 

Each mole across her neckline—dead stars

oscillating a ravished moon—spins

retrograde as she catches passing stares

as though she’d washed up on shore. She still lives

 

among the grown school girls who teased her

more viciously than boys tormenting locusts.

Her past’s a sand flat of memory:

half-buried mollusks and mussels.

 

For thirty years, she’s grown into a face

swollen like bread in water, ambulatory

as guilt. She’ll outlive them all. Each Sunday,

she hears young mothers in the Chinese wet market

 

mouth her name as though whispering

Cancer—the nebulous disease,

not the sign of the crab, digging mud holes

in response to the dictatorial moon.

 

 

 

Swedish Sleds

 

Two boys slid down a hill and one crossed

a road that defined their small town by

the mere lack of traffic, a road twisting

through the bypass before plunging down-

 

country. People talked of the road for months

before it was built: less time to go North,

but who leaves anymore? Two boys slid down a hill,

and neither heard or saw the logging truck,

 

and the one who slid between the axles—

my uncle—grew up to praise luck, to fear

Scandinavian fate, Thor’s fierce hammer,

that bolt of destiny executing

 

delirious youth. Sixty years later,

he can’t quote his best friend’s last words—

“I’ll cross the road before you”—without

a shot glass of chilled aquavit.

 

 

 

A was an Artist

 

He never wanted me to dream fire,

to imagine steaming glue slowly unrolling

paisley carpet, stair by stair, banisters

sparking as they bent and extracted clutched spokes.

 

The samovar glowed, he said, before it buckled.

Fruiting trees of wallpaper flashed chemicals

as family portraits within heavy lead

branded black checkers across a lavish hall,

 

rising into the second floor study where

a new light consumed lampshades.  Bookshelves

flamed silver quills, and then the pine esplanade

collapsed in a symphony of cinder.  Upstairs, too,

 

the illustrated alphabet had burned page

by page, back to front, until a January draft

lifted the first letter=s charred spine and released it

upon juniper above the hissing sleet.

 

A was an Artist.  So unusual,

this painter in profile staring beyond

the vulnerable woodcut’s singed edge.

I was old enough to know I=d have to grow

 

into this gift, but I thanked him

as my father locked the print in a bureau.

Then I said goodnight, left them to talk,

but from my bedroom one floor below,

 

my ear to the painted iron vent,

I heard them clearly, how this fire’s ash

reclaimed ashes of memory—the encampment,

the wild smoke, the smell of flesh:

 

You would think, as we shivered,

I would contemplate the melting brass.

We weptsureas my cloth shirt

burned, the one I never washed,

 

the one that held both Morris brothers

Don’t cry . . .

What I mean to say is

we are born so many times.

 

He lived, my parents later explained,

only two more weeks.  I never saw him again.

But as I write these words, his woodcut,

no more damaged in the thirty-five years

 

since its flight through smoke and winter,

marks time overhead in a gilded frame.

When I lean back, this one surviving page reads

like a challenge and a blessing.

 

 

 

Blue Herons

 

Against a window of unresolved

Morning light, the martini’s

Triangle floats a lemon rind

Like a goldfish.  Again, she’s risen

 

Before five, muscles in her back

Contracting for heat.

“The cost,” she=ll tell me,

“Of wedging stoneware.”

 

Tossed by someone never seen,

The Herald hits her door with news

She’s avoiding —ground war—

So for now she leaves the paper

 

Tucked into itself, corks the merlot,

Smooths the pillows—evidence

Of her small divorce party.

From all-night wood firings,

 

Her body smells gray,

“Seasoned,” she likes to say,

Smiling like her porcelain portraits:

Pre-Raphaelite lips, hair spiraling

 

Into grapevines and honeysuckle.

On a milk pitcher: blue roses

Within a matte ebony finish.

Touching those engraved petals,

 

I told her of a lagoon in the Yucatán

Where I held my breath to crawl

Down a collage of basalt caverns,

How the walls pulsed and shimmered

As iridescent, indigo fish

Emerged and withdrew

Until I let go and rose,

Desperate as a flame for oxygen.

 

It’s almost time

To open the kiln, smoldering

In the dawn’s amber fog,

And her vision’s spinning with possibility:

 

If the handful of rock salt

Thrown in the ninth hour

Exploded perfectly

Into a nebula of glaze,

 

If the goblets kept their shape,

If the soup tureen’s heavy lid

Still settles within its rim.

She unfolds her newspaper to face

 

Part of her broken world:

Static-stricken charts

Of missiles navigating

Baghdad at midnight

 

And clotted Gulf shores,

Those nearly successful efforts

To cleanse the feathers of

Blue herons paralyzed in oil.

 

 

 

The Taj

 

Like most “last breath” stories, this one’s a good lie:

how Mumtaz Mahal, still bleeding from childbirth,

 

pulls Shah Jahan to her mouth, begs of him

a temple in her memory.  How he based the dome

 

on the curve of her breast.  How, when she dies,

he turns gray overnight.  We know she’s entombed

 

twenty-two years later, that he’s deposed

by his son and—every guide will tell you this—

 

imprisoned in Agra Fort so he’ll die overlooking the Taj.

It’s a death sentence, too, for the dream of a bridge

 

and a perfect shadow in black marble.  Instead—

and this fact’s true as death—he=s buried

 

beside his wife, breaking absolute symmetry

for another form of perfection.  Even in India,

 

our greatest love stories are never quite enough.

 

 

 

[1] Originalmente en español. Nota del traductor (N. de t.)

[2] Originalmente en español. (N. del t.)

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