Poesía de Puerto Rico: David Caleb Acevedo

Presentamos, dentro de la muestra actual de Puerto Rico que prepara Rubén Márquez Máximo, una serie de poemas inéditos de David Caleb Acevedo (San Juan, 1980). Ha publicado tres poemarios: Bestiario en nomenclatura binomial (Editorial Aventis, Puerto Rico) y Empírea: Saga de la Nueva Ciudad (Erizo Editorial, Puerto Rico) y Terrarium (Paracaídas Editores, Perú). Sus memorias de sexo Diario de una puta humilde (Erizo Editorial, Puerto Rico) le merecieron una Mención de Honor del PEN Club de Puerto Rico. Asimismo, ha publicado el poemario Hustler Rave XXX: Poetry of the Eternal Survivor (Lethe Press, NYC), junto a Charlie Vázquez, y sus novelas el Oneronauta (Boreales, Puerto Rico) e Historias para pasar el fin del mundo (Trabalis/Ediciones Aguadulce, Puerto Rico). Es el receptor del Premio Nacional de Cuento 2013 del Instituto de Cultura Puertorriqueña, con su libro ðēsôngbərd. También ha publicado sus libros de cuentos Cielos negros (Editora Educación Emergente, Puerto Rico) y Las formas del diablo (Editorial La Tuerca, Puerto Rico), así como Felina: antología para gatos, junto a Cindy Jiménez-Vera, (Editorial La Tuerca). Su poemario Pie forzado ha sido publicado por Ediciones Aguadulce, y su libro Crónicas del esmog ha sido incluido en la colección de EDP Editorial. Foto de autor tomada por el fotógrafo y poeta José Raúl Ubieta.

 

 

 

La honra del Jabberwöck

 

Honra

por saber que el destino de su testa

es caer

ante el filo de la espada de una niña.

Volar

como mandato de una reina chiflada

y servirle de vasallo al Imperio

de corazones capitalistas.

¿Qué honra existe para ti, Gran Dragón,

Leviatán de fantasía final,

Valefor de los invocados,

cuál es tu honra, milicia del desprecio,

instrumento de opresión,

registro del odio

a los pobres, a los negros, maricones, buchas

y otros otros?

Dime, Jabberwöck, cómo ronca tu honra por las noches.

 

 

 

Espadalabra

 

Nos dirigimos a un sol lejano.

Estamos destinados a chocar con otro planeta.

¿Cómo cambiamos este derrotero de cimientos en el tiempo

en los milenios, los siglos invertidos

en el pensamiento abstracto, la Guerra y el progreso?

Invocaré las máquinas del tiempo

a ver si existe líquido en madrigueras y agujeros negros

que puedan soportar el grito

de los desaparecidos, las asesinadas.

Somos el efímero pantano de nuestros muertos,

el incorpóreo firmamento al que siempre miramos como brújula.

¿Qué es el cielo sino la bóveda que aspiramos sobrepasar

durante esta existencia tan egipcia y tan fúnebre?

Hay una espada que es una palabra en cursiva:

eSpadalabra, la S es el mango

y con ella escribo en el aire palabras de poder

que se las llevará el viento

a algún oído presto o a un ojo amable.

¿Y si estamos destinados a chocar con otro planeta?

¿Y si nos dirigimos a un sol lejano?

 

 

 

Arcoíris

 

El tiempo es un ave de sueños en el dominio de los deseos

vuela como decir libertad franca

aunque la libertad sea estirar las cadenas

en un espacio ilimitado

como vivir para siempre

sin que Láquesis se dé cuenta:

un viaje en globo alrededor del mundo

y morir en el aire.

El tiempo mismo

es donde me llevan los límites de mi pensamiento

porque la literatura es arcoíris

como promesa de Dios

de nunca más destruir el mundo

con un diluvio.

Yo nací para el tiempo

para los años que se van como segundos

y las horas que parecen eternas,

yo he venido al tiempo

para dar mi tinta en segundos

para que no sufran las partículas de los siete colores

y para que la paleta no desaparezca.

Porque al final del índigo

siempre hay un duende que apunta con su dedo

al portal donde el oro vuelve al plomo

y la tierra se hace verde.

 

 

 

Invierno

 

Él quería hablarme de los peligros del invierno

no por el frío

sino por su dulce oscuridad

que se ofrece tan temprano durante el día:

en invierno hasta los trópicos se apagan a las 4:00pm

y las cuentas se pagan con interés, retraso y puñetazos en la cara.

Era invierno y él quería advertirme

el peligro de los relojes de cuerda.

El invierno me trajo el SIDA

y él quería advertirme

pero yo no quise

ni querré jamás

tener vida sin invierno.

 

 

 

Melvil Dewey

 

Dame tus coordenadas

la latitud y longitud exacta de un grano de polvo en tu tumba

hoy es menester recordar

cómo fue que recordamos

el conocimiento de lo que fue posible conocer

para nosotros

los que nacimos y nos criamos con nada.

Dame la definición de “nobleza”

y sus coordenadas en tu amplio sistema

para ver si en tus clasificaciones

se esconde la oscura traición de las enciclopedias

porque el conocimiento es historia

y ésta solo recuerda la batalla, pero nunca la sangre.

Por eso, no hay número de clasificación Dewey

para los dientes caídos, las bofetadas,

los incestos y demás abusos sexuales.

No hay número para los autores que escriben de violaciones

sin haber sido nunca violados.

No hay clasificación para el aire tóxico

de los culos ensangrentados

porque el dolor huye siempre de toda clasificación.

Hay asuntos que se quedan fuera del sistema.

 

 

 

Los lugares y las horas

 

Hoy quiero hacer biblioteca de videojuegos con historias,

no solo de los RPGs

sino los que tienen historia conmigo.

Sucede que sostengo una relación extraña con la Leyenda de Zelda.

Suspiro las historias

cuando cae el control al suelo.

A veces quisiera escribir una novela de Zelda

y no puedo explicar cómo nadie lo ha hecho todavía.

Será que es difícil hacer literatura sobre tantas armas.

Pero yo podría escribir la historia de la Espada Maestra,

hacerla novela como la Espada Colada, o la Tiziana,

o la Masamune

o la eSpadalabra.

Sucede que los lugares y las horas del tiempo

se hacen muertos esqueletos que cobran vida entre las sábanas

porque juego en la cama

y las historias se confiesan en mi almohada.

Sucede que una espada traspasa mi mente constantemente

desde la nuca hasta la frente

una invisible e indivisible espada

que no puede referirse por sus partes,

sino siempre en el todo.

No tiene mango porque la hoja es una sola,

ni escudo porque toda buena espada es un escudo en sí misma

ni tiene juego, porque el juego estriba en el espadachín,

si no, pregúntenle a Link, que lleva décadas jugándose con la espada

siempre en busca de su princesa.

Hoy quiero escribir un cuento que trascienda los juegos

que sea juego mismo y poesía

que tenga elementos de guerra y la precisa paz de Child of Eden

que tenga el drama de Terra Branford y Celes Chere de Final Fantasy VI

y el encanto idiota de Super Mario Bros.

Sería una historia de un niño que se pierde en sus juegos

y que nunca regresa a casa de los padres

porque tiene que salvar el mundo.

Sería un cuento idiota

―como todo lo posmoderno―

inservible

sin moraleja alguna

literatura vacua y sin trascendencia.

Y terminaría aclamada por la historia.

 

 

 

Uttrechland

 

Mi padre era pescador

lejos de casa, en Uttrechland (que ya no existe),

en las playas rocosas de Dinamarca

allá donde el sol no otorga vitamina D

y los espejos traen demonios de un cielo vacío de emociones

allá mi padre tenía otro nombre

y una vida mejor con mejores hijos

mejor esposa

mejor perro

y luego el trópico lo volvió loco―dice un viejo vecino suyo

Finway, de los cabellos oscuros

el que tocaba trompeta religiosamente a las 7:00pm los sábados.

En fin, que mi padre pescaba

a veces peces, a veces hombres que llevaba a un camastro

en una casucha de ladrillo abandonada por los vikingos

desde tiempos inmemoriales

y allí, mi padre removía espinazo y espinas,

cocía la carne de sus amantes

y bajaba su comida con leche.

 

Mi padre ha desaparecido y ya no existe.

Es lo que le sucede al cuerpo cuando las cenizas se van al cosmos

(mi madre pagó una exorbitante suma por lanzarlas al espacio sideral

en un cohete, con un astronauta que fue su amante cuando mi padre

convalecía en cama en un hospital, antes de su eventual muerte

en medio de su último grito).

El astronauta, al regreso, me tocó las partes en el baño

y luego el amante fue mi amante

y mi nuevo padrastro me llenó de leche y sol

porque yo, como mi padre, fui pescador de hombres

como torrente de aguaviva Irunkandji

cuyas muertes provocaba en segundos.

Yo también tenía mi ponzoña.

 

Un día, Finway, de los cabellos oscuros,

me dijo que fue la única víctima de mi padre en sobrevivir.

Me enseñó la marca de su beso:

un pedazo de carne extraído del muslo adentro

y un testículo carente.

No pude evitarlo y lo besé

para luego entregarme a su miembro

flácido por el miedo

erecto por la atención,

flácido erecto

gaviota de tres aires que no pierde nunca su compás

rodaballo de siete mares que no se estanca nunca en estuario alguno.

Finway me regaló el primer beso voluntario.

Y luego mi madre se nos unió en un triángulo necesario.

 

Un día regresamos a Uttrechland y la descubrimos desierta.

Ya nadie quedaba que hubiera conocido a mi padre

el pescador caníbal homosexual

salvo nosotros tres,

y entonces,

en un pacto,

nos matamos, solo para borrar la evidencia.

Excepto que yo no pude

y aquí estoy

recordando.

 

 

 

El beso

 

En el primero de mis recuerdos está la madre enguantada

metiéndole la mano derecha a mi padre a gatas

mi padre gimiendo duele, cógelo con más calma, deja que me abra

mi madre diciéndole puta, maricón, te gusta esto, no lo niegues

y mi diminuta erección de una pulgada a simple vista

porque hay una regla de los pobres que dicta

que a los niños menores de cierta edad

no hay que vestirlos para estar en la casa o ir a la playa.

Mi madre y mi padre terminan

y esa noche me baño con papá.

Unas cuantas gotas rojas salen de su ano libre, planchado y terso

para caer en el agua turbia de la ducha.

No pasa nada, me dice, y le creo.

Otra vez se me erecta la pulgada y papá se ríe y me dice

déjame enjabonarte

y cuando su mano se pasea por mi ano

siento el cosquilleo de un dedo juguetón que quiere entrar en mis cavidades

un dedo explorador con la excusa de que estés bien limpio, papito, como debe ser

un dedo que se inserta hasta llegar a la próstata infante, minúscula, impotente

y entonces me besa en la boca, papá tiene labios suaves, muy suaves y una lengua seca,

que me pasa por el paladar

y yo cierro los ojos

y lo dejo que me explore el duodeno con su dedo

porque en ese beso

siento una casa, una muralla, un parasol para la lluvia.

En ese beso

soy un niño

y esta es mi familia.

 

 

 

Traducción intersemiótica de Thom Yorke

 

Aquel concierto en Jericho Tavern

cuando todavía tu banda se llamaba On a Friday,

yo tenía 7 años y mi tío Frank

me llevó a verte cantar.

Fachada negra y ventanal de cristal.

Así te conocí, mientras cantabas estupideces ininteligibles

por aquello de la experimentación y el viaje en hongos.

Contigo aprendí el oficio del amanita.

Hoy es un buen día para recordarte

y tratar de ponerte en palabras.

Aquel concierto en Jericho Tavern

tenías el cabello más rubio

y la barba apenas crecida.

Siempre dijimos que eras un “late bloomer”

y eso de ser flor que abre tarde

se me antoja paráfrasis perdida en traducción

de tu sonrisa inexistente.

Eres tan sensible que la picada de un alfiler podría matarte de dolor

y dejarte en coma mientras tu reino se crece de espinas.

Aquel concierto en Jericho Tavern

mi tío Frank Mathis me sentó en su falda

y se movió debajo de mis nalgas

hasta hacerme sentir la intermitencia

de las columnas de fuego que pretenden ser dios de los desiertos.

Abrí la boca y sentía su palpitar

mientras agarraba mi cintura ―para que no me cayera―

y me musitaba tus canciones al oído.

Esa noche, amé a mi tío en su cama,

te amé más a ti, por más eternidad,

y me quedé contigo en la garganta.

Floreceremos como entes de liquen, musgo y mandrágora,

echaremos raíces libros, hojas, alveolos de sombra

poblaremos los caudales que mueven los molinos de agua

subiremos banderas hasta el tope de sus astas

y llegaremos a un orgasmo compartido de jazz

alternative o lo que sea a lo que nos llevaron los 90.

Seremos oscuros en y fuera de tu nombre.

Nos pintaremos el cabello de negro azul,

dibujaremos sombras en nuestros ojos,

y delinearemos formas egipcias y ankhs en nuestros rostros.

Y te recordaremos como el tipo que me amó mientras cantaba

o el tipo que cantaba mientras mi tío me amaba demasiado

sobra su falda erecta de encantos.

 

 

 

Psilocibina

 

Ella ofrece hongos mágicos

como quien suministra panes y peces

a los congregados en una montaña

de estricta entrada para sabios y maestros.

Extiende su mano y el germinado

blando, blanco y casi transparente,

me invita al vómito.

Pero igual lo machaco y me trago

aquella cosa que me sabe a luna mensual.

 

El viento levanta súbito

y como peso menos de 120 libras en un cuerpo de 5’6”

levito por unos instantes en el pico de los Tres Reyes Magos.

Ella me agarra por la cintura.

Es la única del grupo que se da cuenta y me salva.

 

Una nube se multiplica negra en el cielo

para caer como angélica furiosa

sobre bosques, valles y cabezas iluminadas

con los colores internos de Psylocibin

mientras cada gota estalla una mandorla

en nuestra colmena telepática

el fuego de las nubes nos consume

el agua de la hierba nos penetra

el aire que exuda la tierra

se vuelca sobre nuestros pulmones

porque en un instante de furia celeste

hemos aprendido a respirar como conjunto,

un solo ritmo

con tambores que no existen

venas que no palpitan pero sí,

y la arena que viaja con nuestros pensamientos

desde el otro lado del planeta.

 

Nos reímos, Frank Mathis,

porque por fin entendemos la poesía.

 

 

 

La profundidad

 

Durante el invierno, íbamos al Lago Chester

al norte,

y patinábamos sobre el agua en estado sólido

y Janine, que en ese tiempo era mi novia,

comenzó a trazar círculos salvajes

planeta de su propio eje

y terminó en una fanfarria de gestos

de patinadora profesional.

Y el hielo cedió.

 

Cuando me di cuenta,

Janine se había salvado por una micrónésima de segundo.

Hasta que la empujé.

Solo por saber cómo se ve un rostro ahogado

azul

que extiende sus manos hacia ti

por una salvación que se ve más interesante desde la profundidad.

 

 

 

Tedio de verano

 

El verano es un fastidio

de camas vacías

casas vacías

cajas vacías

y el abandono recrece como una criatura que solo yo,

princesa del barrio,

puede ver.

¿Cómo es que nadie más puede verla?

La soledad es un gato verde olivo como montaña

en mi urbanización.

Odio los gatos

y el día solsticio,

atrapo en jaulas a todos los felinos de los vecinos,

les prendo fuego y los suelto.

La orgía de maullidos flameantes

me arrebata,

por unos instantes,

del tedio.

 

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