Microrrelatos de Mustapha Handar

Presentamos unos microrrelatos del escritor marroquí Mustapha Handar, quien es un traductor y crítico literario. Ha realizado traducciones del español al árabe. Ha publicado en varias revistas internacionales.

 

 

Correo electronáutico

 

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Mil y dos noches

Era una noche de plenilunio muy tranquila cuando Shahraiar disfrutaba el suave céfiro nocturno por el mirador de su alcoba. Juró a Shahrazada que las mujeres de su reino serían bien veneradas. De repente, una nube cubrió la luna y entró Shahzamán todo rojo izando su espada sangrante. El visir le dijo al Sultán: “¡¡¡El hermano de su majestad, acaba de exterminar a todas las sultanas del imperio!!!”.

 

 

 

Elixir

 

El desierto árabe. Tras la muerte de un joven de quinientos años de edad, nació una huerta tan paradisíaca que sorprendía a los lugareños. Era como una atrayente esmeralda verde en el pecho seco de una mujer lívida.

Unos expertos investigaron el mítico jardín. Lo que descubrieron era increíble. El esqueleto que desenterraron era de un hombre que había descubierto el elixir de la larga vida.

 

 

 

Previsión

 

El cárabo se hizo añicos en la playa de un desierto muerto y atiborrado de huesos descuartizados. El único viaje de vuelta posible sería por el infinito páramo. Subibajando espejismos, tropezó con el cadáver de lo que antes era una palmera. Prosiguió su marcha. De noche, vislumbró entre dunas una hoguera rodeada de unos enanos jorobados. Despertó y vomitó agua salada.

 

 

 

A la mujer de mis dos mundos…

 

Enlutada se sienta al borde de una fuente. Mientras sus hijos están jugando a su alrededor, saca del bolso unas fotos antiguas. Comienza a mirarlas. A veces se alegra y sonríe, otras se entristece y brota aljófares. Es la primera vez que pasa el Día de la Mujer sin él. Secando los ojos viene su hijo:- ¡Mamá, mamá! Allí lo vi. Me dijo que estacarta y este ramaje son para ti.

 

 

 

El gato y la sardina

 

Cada jueves, nos visita en el pueblo un vendedor ambulante de sardinas frescas. Detiene su bicicleta oxidada y desgastada frente a mi casa, abre una antigua caja de madera repleta de sardinas brillantes  y empieza a gritar: ¡Sardinas! ¡Sardinas!

El pescadero siempre regala dos sardinas al primer gato hambriento que se acerca. El animalito desconfiado se aferra de la recompensa y corre hasta un escóndete seguro y tranquilo para comerla con fruición.

Después, acuden todos los gatos del barrio atraídos por el olor de la apetitosa mercancía. El hombre no se abstiene de ser generoso de nuevo y les agasaja ofreciéndoles una sardina cada uno, mientras grita, a menudo, :

-¡Sardinas! ¡Sardinas!

Un día pasó algo extraordinario. Me percaté de que aquel jueves el pescadero estuvo ausente y decidí gritar en su lugar:

-¡Sardinas! ¡Sardinas!

Un ratito después, confiados, los gatos acudieron a manadas. Fue, entonces, cuando me di cuenta de que para estos bichos solitarios ya era innecesario olfatear para saber que el vendedor de sardinas ha venido a la cita, sino bastaba oír la palabra exacta porque ya habían aprendido qué significaba la palabra “sardina” y me pregunté: ¿Qué tipo de sardinas les daba?

 

 

 

El abanico

 

Ayer hacía un tiempo bochornoso. No es uno de los días de abril, ni tampoco de enero. Estamos en el mes de sextilis. Cincuenta grados capaces de incinerar escarabajos bajo sombra. Tenía modorra, pero no podía consolar el sueño. Sofocado me tumbé a espaldas sobre la cama. Empecé a imaginarme estirado sobre la arena húmeda de la playa. El horizonte estaba encapotado por una bruma tan exquisita y blanca que me regaba con sus gotas frías todo el cuerpo seco. Comencé a refrescarme. Mi temperatura fue bajando hasta los dieciséis grados. Sentía mucho frío. Me erguí y fue a buscarme una manta. Vi a mi querida esposa sudorosa, luchando contra el calor moviendo un abanico. En realidad no es uno de aquellos abanicos chinos. Es la solapa de un libro de Fernando Benítez. En la cubierta leí “El libro de los desastres”. Me causó risa. Volví a la cama, a mi tierra fresca, me acosté y me cubrí con la manta. Dormí profundamente hasta que el imperio de los sueños me abrió sus solemnes y majestuosas puertas.

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