Poesía española: Manuel Vilas

Presentamos un texto del poeta, narrador y ensayista español Manuel Vilas (1962). Círculo de Poesía y Visor Libros México publicaron su poemario El hundimiento, que obtuvo el XVII Premio Internacional de Poesía Generación del 27. Ha publicado otras colecciones de poemas como Poesía reunida 1988-2010 (Visor, 2010)  y Gran Vilas (Visor, 2012). Recientemente, bajo el sello de Alfaguara, apareció su novela Ordesa.

 

 

 

 

 

 

GRAN HOTEL DE LAS ISLAS BORROMEAS

 

 

Viajé a Italia, al pueblo de Stresa.

 

Fue un viaje de trabajo, un buen trabajo,

pero las razones,

olvídalas.

 

Estuve alojado en el Gran Hotel de las Islas Borromeas,

frente al lago Maggiore y era el mes de mayo.

 

Llevo cincuenta y tres años sobre la tierra,

y nunca había estado en un hotel tan hermoso

–pensé con la maleta aún en la mano–.

 

Cuando vi mi habitación, con su gran terraza sobre el lago,

me entraron ganas de llorar.

 

Cuando vi los desbordantes zumos de naranja del desayuno,

en bandeja de plata, cuando vi a la joven camarera

que me sonreía y se alegraba de verme,

y las golondrinas en los aleros de las nubes,

y los veleros en el horizonte,

pensé en que Dios, en el último momento,

había decidido ser bueno conmigo,

y amé a Dios.

 

Fui monárquico al fin.

 

Fui republicano al fin.

 

Cincuenta y tres años sobre la tierra,

y aún no sabía qué era la riqueza.

 

La primavera y el lago Maggiore me devolvieron

el pasado, su verde imperio, su amor.

 

Vi a mis padres muertos allá en el lago,

saludando a su hijo y pude hablar con ellos tres minutos.

 

La mañana no acababa nunca.

Me hablaba el aire, el agua, el sol.

 

Tuve ganas de nadar en el Maggiore,

de arrebatarle el escándalo de su gloria,

el centro de su bienaventuranza.

 

Rey de la vida, de mi vida al final de su avalancha.

 

Mi habitación estaba cerca

de la famosa suite “Ernest Hemingway”.

 

Pensé en él,

en Hemingway,

en sus días de fiesta

en este hotel,

en sus días de éxito,

–porque el éxito lo es todo–,

en su sonrisa inconmensurable

en tanto en cuanto su vida era inconmensurable.

 

En su victoria sobre el mundo.

 

En su nombre como lápida prestigiosa

en la puerta de una habitación de lujo.

 

Me dormí en mi cama gigante.

 

Al cabo de unas horas,

me despertó un ruido en la terraza.

 

Allí estaba Hem, tumbado en la hamaca,

bajo una luna alta

y leal a los fantasmas.

 

Me senté a su lado, nos miramos.

 

“Tienes que aceptar tu fracaso”,

me dijo Hem, mientras se quitaba

una gorra de capitán de barco

y se alisaba el cabello.

 

“Nunca tendrás en este hotel

una suite que lleve tu nombre,

porque dime ¿tú, cómo te llamas?,

lo mejor que puedes hacer es venirte conmigo

esta misma noche”,

y rio con deslealtad hacia sí mismo.

 

Nos quedamos mirando la gorra

que Hem había dejado en mitad

de la mesa de mármol de la terraza.

 

“Para qué quiero una placa con mi nombre aquí,

esa es una querencia de muertos”,

le contesté con miedo.

 

Y nos dimos un ilegítimo abrazo de buenas noches.

 

Ya no pude conciliar el sueño.

Estaba asustado, a quién no le asusta el fracaso,

eh, decidme, hermanos, vivos o muertos.

 

Odié a Hemingway, pero también le quise.

 

Podía haber sido al alba, un buen instante.

 

Había una viga de robusta madera en el techo.

 

Enamorado del Gran Hotel de las Islas Borromeas,

al día siguiente,

me puse mi corbata

a bordo de mis más de cincuenta años,

y salí de nuevo a navegar la vida,

vacío como el mundo,

vacío como la edad,

pero con mi corbata fulgiendo bajo el sol.

 

Me puse mi corbata, sí.

Como tú hiciste siempre, padre mío.

 

 

 

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