62 voces de la poesía argentina actual: Claudia Masin

En el marco del dossier, Modelo para armar: 62 voces de la poesía argentina actual, con selección e introducción de Marisa Martínez Pérsico, presentamos a la poeta Claudia Masin (Resistencia, Chaco, 1972). Es escritora y psicoanalista. Vive desde 1990 en Buenos Aires. Coordina talleres de escritura. Ha publicado libros como: Bizarría, El veranoLa vista o Lo intacto, y las antologías El secreto (1997-2007) y La materia sensible.Su libro La vista obtuvo el Premio Casa de América de España en 2002, mientras que con Lo intacto ha obtenido un premio del Fondo Nacional de las Artes en 2017.

 

 

 

 

 

 

 

 

La helada

 

Quien fue dañado lleva consigo ese daño,
como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar
sobre aquel que se acerque demasiado. Somos
inocentes ante esto, como es inocente una helada
cuando devasta la cosecha: estaba en ella su frío,
su necesidad de caer, había esperado
-formándose lentamente en el cielo,
en el centro de un silencio que no podemos concebir-
su tiempo de brillar, de desplegarse. ¿Cómo soportarías
vivir con semejante peso sin ansiar la descarga,
aunque en ese rapto destroces la tierra,
las casas, las vidas que se sostienen, apacibles,
en el trabajo de mantener el mundo a salvo,
durante largas estaciones en las que el tiempo se divide
entre los meses de siembra y los de zafra? Pido por esa fuerza
que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces
que sea necesario, y también por el daño que no puede evitarse,
porque lo que nos damos los unos a los otros,
aún el terror o la tristeza,
viene del mismo deseo: curar y ser curados.

 

 

 

 

Leona

 

Nunca fue el violador:
fue el hermano, perdido,
el compañero/gemelo cuya palma
tendría una línea de la vida idéntica a la/nuestra.
Adrienne Rich

Las mujeres enfrentamos en la niñez un pozo
profundísimo, parecido a los cráteres que deja un bombardeo,
e indefectiblemente caemos desde una altura
que hace imposible llegar al fondo
sin quebrarse las dos piernas. Ninguna
sale intacta y sin embargo
suele decirse que se trata de un malentendido,
que no hubo tal caída, que todas las mujeres exageran.
Lleva una vida completa poder decir: esto ha pasado,
fui dañada, acá está la prueba, los huesos rotos,
la columna vertebral vencida, porque después
de una caída como esa se anda de rodillas o inclinada,
en constante actitud de terror o reverencia.
Muy temprano el miedo es rociado como un veneno
sobre el pastizal demasiado vivo
donde de otra manera crecerían plantas parásitas,
en nada necesarias, capaces de comerse en pocos días
la tierra entera con su energía salvaje
y desquiciada. Aun así, siempre quedan
algunos brotes vivos, porque quien combate a esas plantas
que se van en vicio, después de un tiempo ya tiene suficiente,
de puro saciado se retira del campo baldío y a veces
les perdona la vida y se va antes
de terminar la tarea. No es compasión,
es como si una tempestad se detuviera
porque ya fueron suficientes las vidas arrebatadas,
las casas convertidas en una armazón de palos
y hierros podridos, que aun restauradas nunca podrían
volver a ser las mismas. La compasión, claro, es otra cosa:
no se trata de saquear una tierra con tal ferocidad
que lo que queda, de tan malogrado, ya no sirve
ni como alimento ni como trofeo de guerra.
En el corto tiempo de gracia antes de la caída,
las mujeres, esos yuyos siempre demasiado crecidos,
andamos por ahí, perdidas y felices, esperando
lo que no suele llegar: la compañía del hermano
que no tenga terror a lo desconocido, a lo sensible.
No el hermano que pueda impedir la caída
sino ese que elija caer junto a nosotras,
desobedeciendo la ley que establece
la universalidad de la conquista, la belleza
de la bota del cazador sobre el cuello partido de la leona
y de su cría. El hermano incapaz de levantar su brazo
para marcar a fuego la espalda de la hermana,
la señal que los separaría para siempre,
cada cual en el mundo que le toca: él a causar el daño,
ella a sufrirlo y a engendrar la venganza
del débil que un día se levanta, el esclavo
que incendia la casa del amo y se fuga
y elude el castigo. El mal está en la sangre hace ya tanto
que está diluido y es indiscernible del líquido
que el corazón bombea: el patrón ama esto
y el hermano lo sufre, tan malherido
como la mujer a la que él debería lastimar.
El dolor sigue su curso, indiferente,
y el pozo sigue comiéndose vida tras vida, y seguirá,
a menos que algo pase,
un acto de desobediencia casi imposible de imaginar,
como si de repente el cazador se detuviera
justo antes del disparo
porque sintió en la carne propia la agitación de la sangre
de su víctima, el terror ante la inminencia de la muerte,
y supo que formar parte de la especie dominante
es ser como una fiera que ha caído
en una trampa de metal que destroza lentamente
cada músculo, cada ligamento,
para que sea más fácil desangrarse que poder escapar.

 

 

 

 

 

La luz de la luna / Moonlight
(Inédito)

 

 

y cuando hablamos
tememos que nuestras palabras
no sean escuchadas
ni bienvenidas,
pero cuando callamos
seguimos teniendo miedo.
Por eso, es mejor hablar
recordando
que no se esperaba que sobreviviéramos

Audre Lorde

 

Hay quienes no formamos parte de la especie
más que como el error, la anomalía que confirma la precisión
y el equilibrio de las cosas. Como las crías enfermas,
defectuosas, que las perras apartan alzándolas del cuello con la boca,
no se espera de nosotros ninguna fortaleza ni coraje. La mayoría de las veces
no hace falta matarnos: el cuerpo vaciado del amor
y del deseo de los otros pasa rápido. Una mancha en el cielo
que pocos llegan a ver antes de que se apague
a miles de años luz, sin poder hacer contacto con la tierra,
sin que nadie la extrañe. Pero a veces,
contra todas las probabilidades, una raíz crece desaforada,
sostenida en el aire hasta clavarse en la materia,
arrastrada por un deseo salvaje, por el empuje de la vida
que resiste aunque sepa que en ese esfuerzo descomunal
corre el riesgo de –finalmente- quebrarse. Dejá
que tu cabeza descanse en mis manos, me dijiste, prometo
no soltarte. Y yo, que lo único que sabía
era que había que escapar del amor como quien escapa
de una pedrada en el pecho, un golpe bien dado en el lugar
más vulnerable, me quedé
sin embargo en ese abrazo y fui curado
de las enfermedades de los otros, de lo que hicieron conmigo
para salvarse. No hizo falta que nadie más me tocara. Un cuerpo
sostenido en otro cuerpo se vuelve una casa.

 

Basado en el film Moonlight, de Barry Jenkins, 2016

 

 

 

 

Tomboy
(Inédito)

 

Yo no sé cómo se hace para andar por el mundo
como si solo hubiera una posibilidad para cada cual, una manera
de estar vivos inoculada en las venas durante la niñez,
un remedio que va liberándose lentamente en la sangre a lo largo
de los años igual que un veneno que se convierte en un antídoto
contra cualquier desobediencia que pudiera
despertarse en el cuerpo. Pero el cuerpo no es
una materia sumisa, una boca que traga limpiamente
aquello con que se la alimenta. Es un entramado
de pequeños filamentos, como imagino que son los hilos
de luz de las estrellas. Lo que nunca podría
ser tocado: eso es el cuerpo. Lo que siempre queda afuera
de la ley cuando la ley es maciza
y violenta, una piedra descomunal que cae desde lo alto de una cima
y arrasa lo que encuentra. ¿Cómo pueden entonces
andar tan cómodos y felices en su cuerpo, cómo hacen
para tener la certeza, la seguridad de que son eso: esa sangre,
esos órganos, ese sexo, esa especie? ¿Nunca quisieron
ser un lagarto prendido cada día del calor del sol
hasta quemarse el cuero, un hombre viejo, una enredadera
apretándose contra el tronco de un árbol para tener de dónde
sostenerse, un chico corriendo hasta que el corazón
se le sale del pecho de pura energía brutal,
de puro deseo? Nos fuerzan
a ser aquello a lo que nos parecemos. ¿Nunca
se te ocurrió cómo sería si en lugar de manos tuvieras garras
o raíces o aletas, cómo sería
si la única manera de vivir fuera en silencio
o soltando murmullos o gritos
de placer o de dolor o de miedo, si no hubiera palabras
y el alma de cada cosa viva se midiera
por la intensidad de la que es capaz una vez
que queda suelta?

 

Basado en el film Tomboy, de Céline Sciamma, 2011

 

 

 

 

Nazareno Cruz y el lobo
(Inédito)

 

Alguna vez, sentados alrededor de un fuego, nos hemos contado
las historias que amábamos. Las que fueron repetidas
tantas veces que hemos terminado
por creerlas. No son verdaderas ni falsas, y en última instancia
no importaría: todos estamos hechos de historias
inventadas. Si no las tuviéramos, el cuerpo se nos difuminaría
hasta borrarse, liviano e insignificante
como las cenizas deshaciéndose en el aire. Las personas,
a diferencia de los árboles o los animales, tenemos
que juntarnos para poder ser reales, reunidos parecemos
más que sombras, parecemos ciertos, parece que duraremos
mucho más que el lapso pequeñísimo que de verdad duramos. ¿Cómo
seres tan frágiles y necesitados podemos ser capaces
de causar tanto daño? Quizás se trate de eso justamente:
la necesidad de dejar marca, de hincar las garras en el mundo
y dejarlo lastimado para que algo quede y no desaparezcamos
como si nunca hubiéramos estado. Yo he sido tantas veces
el lobo que arranca el corazón de la presa y se lo lleva
entre las fauces, he despertado un dolor insoportable
donde antes había calma
y ni el aullido del animal desollado ha podido
detener en mí la furia de la caza, la sangre que se revuelve,
regocijada, ante el sufrimiento ajeno. ¿Y qué pasó
con lo que más amaba? También fue alcanzado
por mi dentellada. Porque
¿cómo se cuida de esa ferocidad a quien se ama?
¿de qué manera se evita que la violencia lo alcance,
si la violencia es un rayo que una vez suelto andará por el mundo
buscando el blanco, y no elegirá: será elegido por un cuerpo
cualquiera, el imán que lo atraiga sin conciencia de estar
atrayendo hacia sí el fuego y la desgracia? Ah, si ese lobo
que somos se saciara alguna vez, si la codicia tuviera
un término, un lugar de llegada, si pudiéramos juntarnos
con la manada y descansar de la rabia, del hambre
que no cesa, del tormento de tener colmillos y garras,
si hubiera una esperanza, una sola, de dejar
de lastimar y lastimarnos, yo la dejaría a tus pies,
para que hicieras con ella, mi esperanza,
lo que quisieras: la tomaras en tus manos,
la rechazaras, la dejaras crecer
o marchitarse. La maldición de quien no puede amar
es que está solo, y quien está solo hace
lo que hacen los lobos: ataca y destroza lo que puede,
por miedo a ser atacado y destrozado. ¿Y quién
puede amar, quién no está solo, si hemos sido criados
como predadores, si no sabemos más que defender
el territorio? Tiene que haber un modo, hay que inventar
una historia que nos salve. La historia
que asegure que, a la hora del terror, siempre alguien
vendrá a rescatarnos y no nos dejará
lamer la sangre envenenada de la herida, la que enferma
de odio y empuja a la venganza. Tiene que haber un modo
de curarnos. Un modo de que no nos desgarremos por torpeza
y descuido cada vez que intentemos acercarnos
los unos a los otros para darnos
algo distinto a lo que hemos recibido, algo
que no puede destruir ni ser destruido:
qué tremendamente hermoso
sería si pudiéramos
desprendernos de este cuerpo malherido
que siente al mundo y a los demás como rivales
en una tarea agotadora, interminable: tener
un pecho que respire, una boca que trague, es decir,
sobrevivir para nadie, para nada.

Basado en el film homónimo de Leonardo Favio, 1975.

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