Presentamos cuatro poemas del nuevo libro del poeta español Javier Bozalongo (Tarragona, 1961), Todas las lluvias son la misma tormenta. Javier Bozalongo ha publicado los poemarios Líquida nostalgia, Hasta llegar aquí, Viaje improbable (Renacimiento, 2008) por el que obtuvo el XI Premio Surcos de Poesía; y La casa a oscuras (Visor, 2009).
CARTA A UNA DESCONOCIDA
Pusiste tanto empeño en que cambiara,
que ni me reconozco ni recuerdo
a quién quise escribir estas palabras.
QUIEN LO PROBÓ LO SABE
De mis pasos nocturnos dará cuenta el olvido.
De la fugacidad de algunos cuerpos
apenas quedan huellas
que el agua desdibuja unas horas después.
De nombres susurrados en lo oscuro
sólo se oye un rumor
alfabéticamente derrotado
en las páginas tristes de una agenda.
De todo lo que fuimos
–tal vez sólo un instante
con vocación de eternidad–
son testigos ahora
unos cuantos relojes detenidos.
Del hombre que seré
aún no tiene recuerdos el futuro.
PRIMER CAFÉ
Descansan cada día
–en la mitad vacía de mi cama–
libros que ya leí,
versos de algún poema que será.
Al abrir la ventana se evaporan
recuerdos y esperanzas de la noche anterior.
Doblo con disciplina el pijama y los sueños.
En la calle me observa la ciudad
mientras un camarero
trae mi primer café de la mañana,
la primera mañana del resto de mi vida.
NYC
Escribo este poema en Nueva York,
donde apenas hay niños jugando por los parques
y las palomas huyen de los hombres con prisa.
Las ideas se escapan del asfalto caliente
y puedes atraparlas cuando suben,
tan alto que la lluvia
deja de serlo entre el cielo y el suelo:
We were born to touch the sky.
Trabajos que dejé sin terminar
y deudas contraídas con el tiempo
me obligarán mañana a abandonar Manhattan
igual que se abandona en la puerta del cine
a quien pudiera ser el amor de tu vida.
Unas veces un barco y otras un avión
confunden tu destino igual que en la maleta
se pelean las ganas de quedarte
y el billete de vuelta.
Hay ciudades que expulsan a quienes las visitan,
hay ciudades de pago como amores efímeros,
ciudad escaparate y hasta ciudades trampa,
hay ciudades serpiente y ciudades carnívoras,
ciudades monumento que aplastan con sus piedras,
hay ciudades refugio y ciudades Babel.
Ya sé cuál es la mía si alguna vez escapo
de los cuervos que antaño recibieron mi aplauso.
Tal vez llegue cantando
First we take Manhattan…
mientras suena un redoble y en formación saludan
las alegres ardillas que he visto en Central Park.
Arrastro en mi equipaje tantas contradicciones
que estoy acostumbrado a pagar sobrepeso
y a soportar preguntas que nadie nos haría
en un mundo improbable
en el que no existieran las fronteras.
¿Lleva algo que no le pertenezca?
Por supuesto que sí,
conmigo va también lo ajeno,
lo visto, lo aprendido, lo soñado,
lo que espero vivir en mi destino
y aquello que se queda para siempre
en una habitación de hotel.
¿Ha revisado usted el contenido?
Cualquier maleta esconde un doble fondo
en el que estás tú mismo desdoblado
y al abrirlo descubres, por ejemplo,
que sólo media hora de oír Gospel en Harlem
podría convertirte de por vida
y quisieras ser negro, bailar, llevar sombrero,
amar a todo el mundo, ¡Halleluja!
para salir huyendo al momento siguiente
antes de consumar un crimen múltiple
o quemar una iglesia, ¡Halleluja!
cuando el canto se vuelva insoportable
y el trance se parezca a una misa de doce.
Estabas avisado,
como avisan las nubes cerca de Hudson River
de que lo próximo será la lluvia
cuando en Bleecker Street persigas algún mito
mundano, pasajero, un mito inconsistente
que te engorda pero no te alimenta
como el cupcake que engulles con ansia adolescente
frente al escaparate de Magnolia Bakery.
¡Adiós papá, adiós mamá!
Si tratáis de encontrarme debéis estar atentos:
soy el equilibrista que camina
por el cable tendido entre dos torres,
soy el patinador de Rockefeller Center,
el ciclista que cruza Brooklyn Bridge,
soy yo quien toca el piano en tu club preferido,
conduzco limusinas y autobuses,
vivo en el Bronx y cuido a los ancianos
en sus apartamentos de Park Avenue,
limpio cristales en el Empire State,
vendo relojes falsos
en una esquina de Canal Street,
me hice rico en la Bolsa y acabé suicidándome
saltando desde el ferry que va hasta Staten Island.
Ahora soy una placa de homenaje
sujeta con tornillos al respaldo de un banco
a la sombra de un árbol en Washington Square:
In appreciation of many happy hours in the park
y veo a los turistas acercarse
a comer hamburguesas en Shake Shack,
hacer cola frente a la ventanilla
tal como si esperaran a las puertas del cielo
knock, knock, knocking on heaven´s door
mientras una cansada camarera latina
lucha contra el idioma y sueña en español
con abandonar Queens
de la mano de un príncipe moreno
libre de culpa y sin antecedentes.
Procuro no mirarme en sus ojazos negros.
Tan sólo soy un hombre. Tan sólo seré un nombre
cuando por fin me vaya y la ciudad me olvide
New York is a woman, she’ll make you cry
and to her you’re just another guy.
No intentes olvidar lo que has perdido.
If I can make it there,
I’ll make it anywhere.
It’s up to you
New York, New York…
Sabía de antemano que esto iba a pasar,
pero el sabor amargo de todos los finales
no siempre estuvo escrito.