En nuestro tiempo postutópico, el tiempo de la poesía panhispánica, continuamos la revisión de la pluralidad de pasados desde la que escribimos y leemos poesía. Presentamos a Luis García Montero (Granada, 1958). Es poeta, columnista y catedrático de literatura española en la Universidad de Granada. Es autor de once poemarios y varios libros de ensayo. Recibió el Premio Adonáis en 1982 por El jardín extranjero, el Premio Loewe en 1993, el Premio Nacional de Literatura en 1994 por Habitaciones separadas y en 2017 el Premio Internacional de Poesía Ramón López Velarde. En 2003, con La intimidad de la serpiente, fue merecedor del Premio Nacional de la Crítica. Círculo de Poesía junto a Valparaíso México y Visor Libros México han publicado Almudena (2014) y Lecciones de poesía para niños y niñas inquietos (2017), respectivamente. Es considerado como una de las voces más influyentes de la poesía española contemporánea.
Dedicatoria
Si alguna vez la vida te maltrata,
acuérdate de mí,
que no puede cansarse de esperar,
aquel que no se cansa de mirarte.
Poética
Hay momentos también en que dejamos
las palabras de amor y los silencios
para hablar de poesía.
Tú descansas la voz en el pasado
y recuerdas el título de un libro,
la historia de unos versos,
la noche juvenil de algunos cantautores,
la importancia que tienen
poetas y banderas en tu vida.
Yo te hablo de comas y mayúsculas,
de imágenes que sobran o que faltan,
de la necesidad de conseguir un ritmo
que sujete la historia,
igual que con las manos se sujetan
la humedad y los muros de un castillo de arena.
Y recuerdo también algunos versos
en noches donde comas y mayúsculas,
metáforas y ritmos,
calentaron mi casa,
me dieron compañía,
supieron convencerme
con tu mismo poder de seducción.
Ya sé que otros poetas
se visten de poeta,
van a las oficinas del silencio,
administran los bancos del fulgor,
calculan con esencias
los saldos de sus fondos interiores,
son antorcha de reyes y de dioses
o son lengua de infierno.
Será que tienen alma.
Yo me conformo con tenerte a ti
y con tener conciencia.
Figura sin paisaje
He vendido mi alma dos veces al diablo,
por monedas de niebla y curso clandestino
en países que nadie se ha atrevido a fundar.
Un realista que vive el mundo de los sueños,
un soñador que quiere vivir la realidad.
Mal destino es el tuyo.
Así te va.
Primer día de vacaciones
Nadaba yo en el mar y era muy tarde,
justo en ese momento
en que las luces flotan como brasas
de una hoguera rendida
y en el agua se queman las preguntas,
los silencios extraños.
Había decidido nadar hasta la boya
roja, la que se esconde como el sol
al otro lado de las barcas.
Muy lejos de la orilla,
solitario y perdido en el crepúsculo,
me adentraba en el mar
sintiendo la inquietud que me conmueve
al adentrarme en un poema
o en una noche larga de amor desconocido.
Y de pronto la vi sobre las aguas.
Una mujer mayor,
de cansada belleza
y el pelo blanco recogido,
se me acercó nadando
con brazadas serenas.
Parecía venir del horizonte.
Al cruzarse conmigo,
se detuvo un momento y me miró a los ojos:
no he venido a buscarte,
no eres tú todavía.
Me despertó el tumulto del mercado
y el ruido de una moto
que cruzaba la calle con desesperación.
Era media mañana,
el cielo estaba limpio y parecía
una bandera viva
en el mástil de agosto.
Bajé a desayunar a la terraza
del paseo marítimo
y contemplé el bullicio de la gente,
el mar como una balsa,
los cuerpos bajo el sol.
En el periódico
el nombre del ahogado no era el mío.
Defensa de la política
Y qué decir de ti,
amiga mía,
compañera de curso en la Universidad
y más tarde serpiente vigilada
en las conversaciones,
igual que una epidemia por las calles.
Y qué decir,
sino que te conozco desde hace muchos años
y vivo de tu parte.
Cuando me arrastro solitario
por los extremos de mi vida,
da gusto coincidir,
hablar contigo,
porque después de las preguntas
y las lamentaciones,
el recuerdo es también palabra nueva,
y cambiar, decidir o sentirme yo mismo
no llega a confundirse con las ascuas
de un asunto penoso.
Tú que sabes reír, guardar silencio
o retorcer canciones al final de una noche,
nunca me fallas si te necesito.
Yo sé que te preocupa tu futuro
y que debes ahorrar en tiempos de imprudencia.
Por eso te defiendo de los calumniadores.
Cuando somos corruptos te llamamos corrupta.
Nuestra pobre avaricia tarda poco
en acusarte de avarienta,
y nada es más obsceno
que mentir en tu nombre
para después llamarte mentirosa,
a ti, mujer de mala fama,
que sólo has intentado quedar bien,
abrazar a la gente
en una fiesta rota.
No se puede decir que con nosotros
las manos de la vida modelaran
una historia de amor.
Nos conocemos demasiado.
Pero es verdad que alguna noche,
con las excusas de la soledad,
subimos juntos a tu habitación
y nos necesitamos.
Siempre me excita descubrir
la luz de mi inocencia en tu inocencia,
esa luz que apagamos
para buscar el resplandor,
lo que hay de entrega tímida
y de primera vez
en nuestro abrazo.
Y cuando los domingos santifican
la mañana orgullosa de este país de súbditos,
me gusta pasear
entre el rumor de las miradas.
Los que viven tranquilos pueden ver en tus ojos
la primavera de mi oscuridad,
y el color conmovido
de un mundo que no duerme.
Canción sin nadie
En el décimo B
no amanecen los días y las noches
ya no tienen un sueño para el amor o el miedo.
Tras las ventanas sucias,
de la mujer ausente nadie sabe.
Sus paredes la dan por desaparecida.
Una mujer ausente
y el cisne negro de la soledad
que se posa en un lago de luz desalquilada.
Ya nadie sabe nunca.
Pero alguien que pasa sin saber
piensa que el viento flota con olor a cerrado.
Sol de los vertederos, animal sin orgullo
que lames las montañas
de papeles heridos y de palabras secas,
con tu docilidad de botella vacía,
eres el dueño del amanecer.
Viejo sol humillado
entre las vigas del crepúsculo
para que giren a tu alrededor
la ley de lo podrido, la memoria y el fango,
eres el dueño del amanecer.
Sol de las vías muertas,
tan hostil a las ruinas con infancia
como un caballo de cartón inmóvil
bajo los utensilios que buscaban el óxido,
eres el dueño del amanecer.
Y por el caos de tus aguas
navega el cisne oscuro
que no conoce la melancolía.
Los hijos
Por favor, no hagan ruido
en la tranquilidad de este poema
escrito con la mano
del que cierra la puerta al apagar la luz.
Mis tres hijos acaban de dormirse.
Necesito el silencio para pensar en ellos.
Colores indelebles en un lápiz
de trazado infantil,
vuelven a dibujar
– pero esta vez en serio –
un árbol, una casa, la memoria
de una luz encendida
con sabor a diciembre,
los cristales del miedo
y la ilusión del porvenir
bajo el sol de los días laborables.
Un hijo es el segundo país donde nacemos.
Con su falta de edad nos hace cumplir años
y nos devuelve
al mundo del reloj,
a las llamadas telefónicas
que son una raíz
en la orilla del tiempo.
Un hijo nos enseña a preguntar
con voz de agua
la verdad decisiva de la tierra.
Ser como juncos, y en amor flexibles,
no asegura respuestas
ni confirma el reposo.
Elisa, Irene, Mauro,
cada cual con su puerto y con su lluvia,
luces cambiantes en el mismo río.
Nadie comente, por favor,
que acabo de escribirles un poema.
Los hijos crecen con espinas.
Nunca sé imaginar
lo que pueden decir de lo que digo,
lo que pueden pensar de lo que pienso,
lo que pueden hacer con lo que hago.
Rafael Alberti
Así
como pasabas
en el amanecer
de la mitología a los teléfonos
para llamar de pronto,
o de las multitudes al desorden
solitario y esquivo de tu cuarto
en la calle Princesa,
pasas también ahora
de la muerte a la vida,
de los recuerdos al estar aquí,
habitando la mesa donde escribo.
En su rincón más nuestro,
ese que no depende del pasado,
la memoria es azul, y callejera,
y pura realidad, como los versos
que convierten el mar en la nevada
y los ríos de tinta en un amanecer
para que cante el gallo sobre el reino
de la metamorfosis.
Hablamos del amor y la poesía,
tal vez porque este cielo ha decretado
un violeta de Bécquer sobre el mundo,
que guardas en tu voz
como en las páginas de un libro.
Orgulloso de ti,
prefiero los aciertos a la mediocridad
del que cuenta los días y las sílabas
para evitar errores.
Los que han amado mucho
no desmienten su amor
con una mala boda.
Los que escriben poemas necesarios
continúan ardiendo
sobre la leña seca de los libros.
Da igual la perfección,
la irregularidad o la abundancia.
Orgulloso de mí,
vuelvo a ser el muchacho
que te ha visto llegar desde la historia,
con tu mitología
de poetas, república y exilios.
Y llamas por teléfono,
y preguntas la hora,
y sugieres la cita,
conmigo mano a mano,
busquemos otros montes y otros ríos,
para comer al sol de las afueras.
En aquel restaurante del pinar
han subido los precios.
Ahora no puedes invitarme.
Pago la cuenta solo,
pero volvemos juntos en el coche,
y te quedas dormido
sobre el último verso de algún clásico,
o quizás en la cumbre de una rama.
Una vez más me siento el elegido,
mientras el día se disuelve
en el retrovisor
como la inspiración en un poema.
Morelia
A Marco Antonio Campos
Soy cobarde.
Pero también mantengo la dignidad. Procuro
no vender la sonrisa
que los fuertes esperan.
Por eso corro hasta mis versos
como el niño que huye hacia su cuarto
cuando empiezan los gritos de la casa.
Me duermo y amanezco.
Ya da el sol en las piedras de Morelia.
Me levanté muy de mañana
a caminar las calles
de una ciudad que ha sido
ese recuerdo en el que nunca estuve.
Tampoco estuve nunca en el Madrid bombardeado,
pero crecí mientras buscaba
una verdad en la memoria.
Más que la tierra limpia,
me emociona el paisaje de cultivos,
la piedra que las manos edifican,
paredes que comprenden
un relevo de vidas cotidianas,
de cuerpos, de murmullos, de tacones
que bajan la escalera,
de peldaños que corren hasta el sótano
antes del bombardeo.
1939,
tal vez, o 2005,
es la historia del agua,
la lluvia repetida en el invierno
como una condición de la miseria.
El sol abre los ojos
y puede ver la infancia de un país
que huye de la guerra,
que cruza el mar,
que desciende del barco,
como la historia, en fila,
muy peinada la historia
con su maleta de cartón,
con sus recuerdos
sin estatura y para siempre,
mientras ordena el equipaje
en la ciudad que la recibe.
Valladolid. Morelia.
Suave patria.
Miro la catedral, el internado,
los edificios nobles,
y en la imaginación,
donde se viven los recuerdos
para que las historias generales
puedan gozar de intimidad,
agradezco la luz al descubrir
una nobleza humana
más alta que las piedras y los bosques.
Poco a poco la gente ha invadido las calles.
Estoy acompañado y solo
en una plaza de Morelia.
Pero siento que corro hasta mi habitación,
siento que me refugio
de los años, del agua, de la muerte,
de todo aquello, frío y desarticulado
como un juguete roto,
que me fue separando de la infancia.
Oración
A vosotros,
que cortáis la manzana de la muerte
con el anonimato de una guerra,
os pido caridad.
Por un Dios
en el que jamás he creído.
Por una Justicia
de la que desconfío.
Por el orden de un Mundo
que no respeto.
Para que renunciéis a vuestra guerra,
yo renuncio a mis dudas,
que son parte de mí
como la luz amarga
es parte del otoño.
Y escribo Dios, Justicia, Mundo,
y os pido caridad,
y os los suplico.
Yo sé
Yo sé
que el tierno amor escoge sus ciudades
y cada pasión tiene un domicilio,
un modo diferente de andar por los pasillos
o de apagar las luces.
Y sé
que hay un portal dormido en cada labio,
un ascensor sin números,
una escalera llena de pequeños paréntesis.
Sé que cada ilusión
tiene formas distintas
de inventar corazones o pronunciar los nombres
al coger el teléfono.
Sé que cada esperanza
busca siempre un camino
para tapar su sombra desnuda con las sábanas
cuando va a despertarse.
Y sé
que hay una fecha, un día, detrás de cada calle,
un rencor deseable,
una arrepentimiento, a medias, en el cuerpo.
Yo sé
que el amor tiene letras diferentes
para escribir: me voy, para decir:
regreso de improviso. Cada tiempo de dudas
necesita un paisaje.
Canción fría
Bajo una lluvia fría de polígono,
con un cielo drogado de tormenta
y nubes de extrarradio.
Porque este amor de llaves prestadas nos envuelve
en una intimidad provisional,
paredes que no hacen compañía
y objetos como búhos en la sombra.
Son
las sábanas más tristes de la tierra.
Mira
cómo vive la gente.
Merece la pena (un jueves telefónico)
“Trist el qui mai no ha perdut
per amor una casa”
Joan Margarit
Sobre las diez te llamo
para decir que tengo diez llamadas,
otra reunión, seis cartas,
una mañana espesa, varias citas
y nostalgia de ti.
El teléfono tiene rumor de barco hundido,
burbujas y silencios.
Sobre las doce y media
llamas para contarme tus llamadas,
cómo va tu trabajo,
me explicas por encima los negocios
que llevas en común con tu exmarido,
debes sin más remedio hacer la compra
y me echas de menos.
El teléfono quiere espuma de cerveza,
aunque no, la mañana no es hermosa ni rubia.
Sobre las cuatro y media
comunica tu siesta. Me llamas a la seis para decirme
que sales disparada,
que se queda tu hijo en casa de un amigo,
que te aburre esta vida, pero a las siete debes
estar en no sé dónde,
y a las ocho te esperan
en la presentación de no se quién
y luego sufres restaurante y copas
con algunos amigos.
Si no se te hace tarde
me llamarás a casa cuando llegues.
Y no se te hace tarde.
Sobre las dos y media te aseguro
que no me has despertado.
El teléfono busca ventanas encendidas
en las calles desiertas
y me alegra escuchar noticias de la noche,
cotilleos del mundo literario,
que se te nota lo feliz que eres,
que no haces otra cosa que hablar mucho de mí
con todos los que hablas.
Nada sabe de amor quien no ha perdido
por amor una casa, una hija tal vez
y más de medio sueldo,
empeñado en el arte de ser feliz y justo,
al otro lado de tu voz,
al sur de las fronteras telefónicas.