Poemas inéditos de Marisa Martínez Pérsico

Presentamos una generosa muestra de poemas inéditos de Marisa Martínez Pérsico (Lomas de Zamora, Buenos Aires, 1978). Escritora y docente universitaria radicada en Italia. Ha publicado los poemarios Las voces de las hojas (1998), Poética ambulante (2003, recogido en volumen colectivo), Los pliegos obtusos (2004, recogido en volumen colectivo), La única puerta era la tuya (2015), El cielo entre paréntesis (2017) y la antología Después de la ceniza (2017). En 2018 publicó su primera novela, Las manos en la madre, por RIL Editores. En 2019 verá la luz en México, en una edición artística de tipos móviles, su poesía temprana escrita en Buenos Aires (1995-2008) así como las traducciones al inglés y al italiano de su poemario El cielo entre paréntesis (Valparaíso USA y Fili D’Aquilone, gracias a un subsidio a la traducción concedido por el gobierno argentino). Estos poemas pertenecen su último libro inédito, Como juncos y en amor partidos.

 

 

 

 

El origen del mar

 

A Giuseppe

 

No hubo monedas

que pudieran arrancarme el hambre

de los dientes, pero nunca

fui más feliz que en la inclemencia,

más torpemente feliz que por el aire

de mar y las campanas con su flauta de viento,

no recuerdas ahora, pero aquella

es tu primera canción.  

 

Calle Princesa. Via Laietana.

Las inglesas borrachas que rompían botellas en la puerta.

El Carrer d’Avinyó donde Picasso con sus putas cubistas.

Las sirenas aladas de Sant Pau.

La Rambla navideña de árboles vestidos.

Jaume I con sus mujeres pintadas de manzanas

celebrando el albedrío sexual.

 

Santa María del Mar.

El hombre que te dio su pelo.

 

Si hoy me piden motivos de tu nombre,

no sabría explicar esa ciudad.

Su espuma fugitiva,

la sucinta oración de unas campanas.

 

Nombrar, también, es despedirse.

 

 

 

 

Autoerotismo de los moluscos

 

Nuestro amor

no es amor de visitante

sino de un inquilino

intimado por orden judicial

a despedirse

de una casa

que ha sentido suya.

 

No hay peligro.

No te irás de mi piel

por desalojo.

 

También las caracolas

van tocando a solas su sonata profunda

en recuerdo del mar.

 

 

Exhortación a Shahriar, en otro tiempo

 

Voy a contarle historias a la luna

como la hija del visir

para aplazar la muerte que juraste.

No habrá arrepentimientos ni refugio:

cada noche

sabremos que la vida

es un cartucho de pólvora

o de tiempo.

 

Porque fuimos

arrojados a la luz sin consentirlo

y nos marchamos al alba sin piedad

bebe de mí,

de mis palabras rotas

en su esfuerzo por ver amanecer.

 

Concédeme la tregua que te pido.

 

Te hablaré de sultanes y faquires.

De la gruta del sol en Macedonia.

De la pampa esculpida en el galope

de un potrillo

que nunca acaricié.

 

Voy a agotar la tierra conocida.

 

Te ofrezco el amor y la palabra:

seré tu Sherezade,

pero no te suicides.

 

 

 

Visita a la casa de Petrarca

 

Un amigo me invita a la casa de Petrarca.

Es en Arquà, cerca de Padua, en una villa del Duecento

con frescos que celebran

las virtudes

de Safo y de Cleopatra.

 

Me aturden las clepsidras metódicas del tiempo,

la bóveda de arena

que me lleva

hasta la muerte de Laura.

 

Canciones con laureles y tiaras de diamantes.

Caminos espinosos y sinceros.

Chicas blancas

y frías como el mármol

de angélicos cabellos sin agua oxigenada.

Amores con un alma

en dos cuerpos repartida.

 

¿Qué puedo hacer en ese huerto?

¿Ir a poner mi flor en su ventana?

¿Acariciar los muros desde afuera?

¿Hacer una pulsera con todos mis fracasos?

 

Iré como quien busca fósiles de focas prehistóricas,

explora dinosaurios o ballenas,

saca fotos a esqueletos de tortugas. 

 

Qué habría hecho Petrarca de un amor como el mío.    

Cómo habría cantado

un amor como el nuestro.

 

 

 

Cartas de Nasim

 

I. La espera

 

No suele diluviar en mi desierto.

Si sucede,

tan violenta es el agua
que o te escapas

debajo de una piedra como una

lagartija, o te conviertes 

en boca

de la lluvia.

 

La gente dice “qué mal tiempo”

aquí,

cuando llovizna. 

Yo guardo luto, elevo 

plegarias y canciones 

de tormenta.

Pero tú eres 

una gota de color tan densa

que volcándote en un lago pintarías 

su cauce

por completo.

 

No me cansa esperar.

 

Yo siempre fui una boca de la lluvia,

también en el desierto.

 

 

II. Canción gramínea

 

No me gusta escribir mientras te miro

porque entonces 

te hablaría de mí.

Lo que busco es mancharme con tu tiempo. 

Lo que quiero contigo

es partir este vidrio de las horas:

para hablar del bambú

es indispensable 

convertirse en bambú.

 

Hay una edad

en que si dices una frase de amor a una muchacha

y ella no es la primera

te avergüenzas, te sientes un hipócrita.

Pero han pasado años,

has gastado palabras quién sabe en cuánta gente

y aquí estamos, usándolas. Te pido

que perdones mis frases abatidas.

Bendito el colibrí 

que hace piruetas en el aire

y nunca se parecen.

 

–¿Qué es una revolucionaria? –te pregunto.

Aquella cuyo ser es radical.

–¿Y qué hice yo, además de ser yo misma? –te preguntas.

 

Nada.

Esa autenticidad es subversiva.

Es la canción de las muchachas del presente.

Para hablar del bambú

te convertiste en bambú.

 

 

 

Marina Tsvataeva pide trabajar de lavaplatos

 

La poeta acaricia las costuras

de sus versos antiguos.

Parábolas, signos, planetas, campanarios.

Las estrellas violeta de su casa en Tarusa.

Recuerda que supo ser feliz

allí donde ahora toca

follajes mutilados de luz,

endechas mariposas que traspasan

el aire con muletas.

 

“Pido empleo en el comedor de Litfond que va a abrirse”

 

Aprendió que el apego

es un asunto de tiempo:

hace falta invertir tanta vida con alguien,

corroerse despacio en el reposo,

en la obtusa tubería de los años,

y ya no tiene días

ni ganas

ni fuerzas suficientes.

 

Una hermana.    En un campo.    De Siberia.

Una hija.     Que aborta.    En una plaza.

 

Se acostumbró a esperar el alba entre los dedos

contando fuselajes desde el techo para medir el hambre.

A canjear pertenencias por comida.

A ser invierno

en medio del verano.

 

“Que no me entierren viva”

“Que mi hijo, el aviador de cometas, no me piense”

 

Ya le es indiferente

dónde sentirse sola.

 

 

 

Duelo de peritos

 

No hay nada que un hombre no le haría a otro

Carolyn Forché

 

La mató la fractura de una piedra en la boca.

Más tarde fue violada viva en una fiesta.

“Murió de sobredosis”

dijeron los peritos, finalmente. 

En la puna los astros aullaban por la niña

como perlas rasgadas.

 

El soldado habría muerto

después

de tropezarse:

¿Qué insensato le habló de libertad?

Le bordaron a golpes las costillas.

Para algunos fue “un mártir necesario”.

 

La modelo resbaló de la azotea

en la finca alquilada por el novio.

“Su amor era tan puro”, contaban los vecinos.

“Al caer al vacío estaba muerta”, dijeron en la morgue.

 

Se suicidó el fiscal. Pero más tarde

se habló

de un asesino.

La autopsia mostró que le pegaron.

Y un cuchillo de orquídeas oxidadas.

Y el disparo en la sien.

 

Los filósofos acusan a los dioses:

¿cómo permite, un demiurgo, tanto sufrimiento?

“Si quiso eliminar el mal pero no pudo, es impotente”

“Si no quiso, es malvado”

“Si no pudo y no quiso, es malo y débil”

Descartes habló de un genio sucio que busca confundirnos.

Otros crearon historias con deidades que pactan con el fuego. 

 

La modelo, el soldado, el fiscal y la niña

han mirado la cara de los lobos

y no ajustan sus cuentas con fantasmas. 

 

Desde arriba,

Dios observa la masacre de sus títeres

con los hilos cortados.

 

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