Poesía panhispánica No. 13: María Mercedes Carranza

En nuestro tiempo postutópico, el tiempo de la poesía panhispánica, continuamos la revisión de la pluralidad de pasados desde la que escribimos y leemos poesía. Presentamos una muestra de la poeta colombiana María Mercedes Carranza. Nació en Bogotá en 1945, y murió en 2003. Licenciada en filosofía y letras por la Universidad de los Andes. Periodista cultural, dirigió las páginas literarias Vanguardia y Estravagario de El Siglo de Bogotá y El Pueblo de Cali. Fue también jefe de redacción del semanario Nueva Frontera. Fundó y dirigió la Casa de Poesía Silva. Publicó los libros de poesía: Vainas y otros poemas (1973), Tengo miedo (1983), Hola, soledad (1987), Maneras de desamor (1993), El canto de las moscas. Versión de los acontecimientos (1997), Poesía completa y cinco poemas inéditos (2003).

 

 

Sobran las palabras

 

Por traidora decidí hoy,

martes 24 de junio,

asesinar algunas palabras.

Amistad queda condenada

a la hoguera, por hereje;

la horca conviene

a Amor por ilegible;

no estaría mal el garrote vil,

por apóstata, para Solidaridad;

la guillotina como el rayo,

debe fulminar a Fraternidad;

Libertad morirá

lentamente y con dolor;

la tortura es su destino;

Igualdad merece la horca

por ser prostituta

del peor burdel;

Esperanza ha muerto ya;

Fe padecerá la cámara de gas;

el suplicio de Tántalo, por inhumana,

se lo dejo a la palabra Dios.

Fusilaré sin piedad a Civilización

por su barbarie;

cicuta beberá Felicidad.

Queda la palabra Yo. Para esa,

por triste, por su atroz soledad,

decreto la peor de las penas:

vivirá conmigo hasta

el final.

 

 

 

Patas arriba con la vida

 

Sé que voy a morir porque no amo ya nada.

Manuel Machado

 

Moriré mortal,

es decir habiendo pasado

por este mundo

sin romperlo ni mancharlo.

No inventé ningún vicio,

pero gocé de todas las virtudes:

arrendé mi alma

a la hipocresía: he traficado

con las palabras,

con los gestos, con el silencio;

cedí a la mentira:

he esperado la esperanza,

he amado el amor,

y hasta algún día pronuncié

la palabra Patria;

acepté el engaño:

he sido madre, ciudadana,

hija de familia, amiga,

compañera, amante.

Creí en la verdad:

dos y dos son cuatro,

María Mercedes debe nacer,

crecer, reproducirse y morir

y en esas estoy.

Soy un dechado del siglo XX.

Y cuando el miedo llega

me voy a ver televisión

para dialogar con mis mentiras.

 

 

 

Oda al amor

 

Una tarde que ya nunca olvidarás

llega a tu casa y se sienta a la mesa.

Poco a poco tendrá un lugar en cada habitación,

en las paredes y los muebles estarán sus huellas,

destenderá tu cama y ahuecará la almohada.

Los libros de la biblioteca, precioso tejido de años,

se acomodarán a su gusto y semejanza,

cambiarán de lugar las fotos

Otros ojos mirarán tus costumbres,

tu ir y venir entre paredes y abrazos

y serán distintos los ruidos cotidianos y los olores.

Cualquier tarde que ya nunca olvidarás

el que desbarató tu casa y habitó tus cosas

saldrá por la puerta sin decir adiós.

Deberás comenzar a hacer de nuevo la casa,

reacomodar los muebles, limpiar las paredes,

cambiar las cerraduras, romper los retratos,

barrerlo todo y seguir viviendo.

 

 

 

La patria

 

Esta casa de espesas paredes coloniales

y un patio de azaleas muy decimonónico

hace varios siglos que se viene abajo.

Como si nada las personas van y vienen

por las habitaciones en ruina,

hacen el amor, bailan, escriben cartas.

 

A menudo silban balas o es tal vez el viento

que silba a través del techo desfondado.

En esta casa los vivos duermen con los muertos,

imitan sus costumbres, repiten sus gestos

y cuando cantan, cantan sus fracasos.

 

Todo es ruina en esta casa,

están en ruina el abrazo y la música,

el destino, cada mañana, la risa son ruina;

las lágrimas, el silencio, los sueños.

Las ventanas muestran paisajes destruidos,

carne y ceniza se confunden en las caras,

en las bocas las palabras se revuelven con miedo.

En esta casa todos estamos enterrados vivos.

 

 

 

Una rosa para Dylan Thomas

 

“Murió tan extraña y trágicamente

como había vivido, preso de un caos

de palabras y pasiones sin freno… no

consiguió ser grande, pero fracasó

genialmente….”

D. T.

 

Se dice: “no quiero salvarme”

y sus palabras tienen la insolencia

del que decide que todo está perdido.

Como guiado por una certeza deslumbrante

camina sin eludir su abismo;

de nada le sirven ya los engaños

para sobrevivir una o dos mañana más:

conocer otro cuerpo entre las sábanas destendidas

y derretirse pálido sobre él

o reencontrarse con las palabras

y hacerlas decir para mentirse

o ser el otro por el tiempo que dura

la lucidez del alcohol en la sangre.

En la oscuridad apretada de su corazón

allí donde todo llega ya sin piel, voz, ni fecha

decide jugar a ser su propio héroe:

nada tocará sus pasiones y sus sueños;

no envejecerá entre cuatro paredes

dócil a las prohibiciones y a los ritos.

Ni el poder ni el dinero ni la gloria

merecen un instante de la inocencia que lo consume;

no cortará la cuerda que lleva atada al cuello.

Le bastó la dosis exacta de alcohol

para morir como mueren los grandes:

por un sueño que sólo ellos se atreven a soñar.

 

 

 

Canción de domingo

 

Es inútil escoger otro camino,

decidir entre esta palabra herida y el bostezo,

atravesar la puerta tras la cual te vas a perder

o seguir de largo como cualquier olvido.

Es inútil rociar raíces

que sean quimeras, árboles o cicatrices,

cambiar de papel y de escenario,

ser arco, cuerda, puta o sombra,

nombrar y no nombrar, decidirse por las estrellas.

Es inútil llevar prisa y adivinar

porque no hay tiempo para ver

o demorarse la vida entera

en conocer tu rostro en el espejo.

Los lirios, el cemento, esos ojos zarcos,

las nubes que pasan, el olor de un cuerpo,

la silla que recibe la luz oblicua de la tarde,

todo el aire que bebes, toda risa o domingo,

todo te lleva indiferente y fatal hacia tu muerte.

 

 

 

Maldición

 

Te perseguiré por los siglos de los siglos.

No dejaré piedra sin remover

Ni mis ojos horizonte sin mirar.

 

Dondequiera que mi voz hable

Llegará sin perdón a tu oído

Y mis pasos estarán siempre

Dentro del laberinto que tracen los tuyos.

 

Se sucederán millones de amaneceres y de ocasos,

Resucitarán los muertos y volverán a morir

Y allí donde tú estés:

Polvo, luna, nada, te he de encontrar

 

 

 

Poema del desamor

 

Ahora en la hora del desamor

Y sin la rosada levedad que da el deseo

Flotan sus pasos y sus gestos.

 

Las sonrisas sonámbulas, casi sin boca,

Aquellas palabras que no fueron posibles,

Las preguntas que sólo zumbaron como moscas

Y sus ojos, frío pedazo de carne azul.

Días perdidos en oficios de la imaginación,

Como las cartas mentales al amanecer

O el recuerdo preciso y casi cierto

De encuentros en duermevela que fueron con nadie.

Los sueños, siempre los sueños.

 

¡Qué sucia es la luz de esta hora,

Qué turbia la memoria de lo poco que queda

Y qué mezquino el inminente olvido!

 

 

 

Bogotá, 1982

 

Nadie mira a nadie de frente,

de norte a sur la desconfianza, el recelo

entre sonrisas y cuidadas cortesías.

Turbios el aire y el miedo

en todos los zaguanes y ascensores, en las camas.

Una lluvia floja cae

como diluvio: ciudad de mundo

que no conocerá la alegría.

Olores blandos que recuerdos parecen

tras tantos años que en el aire están.

Ciudad a medio hacer, siempre a punto de parecerse a algo

como una muchacha que comienza a menstruar,

precaria, sin belleza alguna.

Patios decimonónicos con geranios

donde ancianas señoras todavía sirven chocolate;

patios de inquilinato

en los que habitan calcinados la mugre y el dolor.

En las calles empinadas y siempre crepusculares,

luz opaca como filtrada por sementinas láminas de alabastro,

ocurren escenas tan familiares como la muerte y el amor;

estas calles son el laberinto donde he de andar y desandar

todos los pasos que al final serán mi vida.

Grises las paredes, los árboles

y de los habitantes el aire de la frente a los pies.

A lo lejos el verde existe, un verde metálico y sereno,

un verde Patinir de laguna o río,

y tras los cerros tal vez puede verse el sol.

La ciudad que amo se parece demasiado a mi vida;

nos unen el cansancio y el tedio de la convivencia

pero también la costumbre irremplazable y el viento.

 

 

 

Solo ante el peligro

 

Para hablar de ti no sirve un poema.

Tal vez una vieja canción del Oeste,

Una canción que diga de aquel hombre solo

Que va por el mundo

Jugando a los vaqueros. Una canción

Que recuerde las ciudades

Que el hombre lleva en la memoria,

Donde siempre hubo un duelo,

Un bar y una mujer. Una canción

Que hable de los largos caminos

Que nunca acaban

Y el hombre en su caballo

Hacia cualquier parte.

Nadie sabe su nombre porque así

Lo quiso él, aunque, con frecuencia,

En las noches luminosas

El hombre eche de menos una palabra

Tierna y tal vez llore.

Una canción que diga de la mujer

Que en cada pueblo deja,

Sentada en la barra de una cantina,

Recordando al hombre

Y sus borracheras de matón

Y sus agresivos momentos de soledad

Y sus monólogos agrios con fantasmas

Y su tierna intimidad al amanecer

Y su incontenible ansiedad

Por sentir el pie en el estribo, nuevamente.

Una canción que hable de ti, Juan

 

 

 

18 de agosto de 1989

“Vi estallar en los cielos el relámpago, el nombre

que divide la tarde, las frescas airadas,

el alba como un pueblo de palomas borradas

y acaso vi en todo esto lo que cree ver el hombre”.

Arthur Rimbaud

 

Este hombre va a morir

hoy es el último día de sus años.

Amanece tras los cerros un sol frío:

el amanecer nunca más alumbrará su carne.

Como siempre, entre sus cuatro paredes

desayuna, conversa, viste su traje;

no piensa en el pasado, aún liviano y todo víspera,

en los gestos, hechos y palabras de su vida

que mañana serán distintos en el bronce y en los himnos,

porque este hombre no sabe que hoy va a morir.

 

En su corazón de piedra

el asesino afila los cuchillos.

 

Este hombre va a morir,

hoy es la última mañana de sus horas.

Por sus ojos de fría carne azul

solo pasan idiomas y horizontes

para ciertas cosas que los otros sueñan:

la urgencia del pan y de la sal,

la flor abierta del abrazo, la sangre

invisible y contenida en su caracol de venas.

Ahora conversa por teléfono, escribe un discurso.

En el libro de apuntes lo atropellan

con letra afanada y resbalosa

los nombres y las citas de ese día,

porque este hombre no sabe que hoy va a morir.

 

El asesino esconde la cara siempre

para que el sol no le escupa sus gargajos de fuego.

 

Este hombre va a morir,

hoy es el último mediodía de sus años.

Con la frente en el abismo sin saberlo

estrecha manos, almuerza, pregunta la hora.

Sus pasos que ha dirigido otras veces al amor

y a asuntos más rutinarios como el olvido

o la toalla azul después del baño,

que lo han llevado a conocer la gloria

en la algarabía elemental de las multitudes,

sus pasos pueden ser contados ya

porque este hombre camina hacia la muerte.

 

El asesino: humores de momia, hiel de alacrán,

heces de ahorcado, sangre de Satán.

 

Este hombre va a morir,

hoy es la última tarde de sus días.

Se prepara sin saberlo para el ritual:

con la voz fingida en la memoria,

que casi oye ya entre las caras como olas,

repasa las palabras de la arenga:

pan verde, lagos de luz, verde y labios.

Frente al espejo rehace el nudo de la corbata,

cepilla otra vez sus dientes

y con los dedos recorre las alas amarillas del bigote.

Entonces las banderas y las manos y las voces,

la lluvia roja de papel picado,

la hora y el minuto y el segundo.

 

El asesino danza la Danza de la Muerte:

un paso adelante, una bala al corazón,

un paso atrás, una bala en el estómago.

 

Cae el cuerpo, cae la sangre, caen los sueños.

Acaso este hombre entrevé como en duermevela

que se ha desviado el curso de sus días,

los azares, las batallas, las páginas que no fueron,

acaso en un horizonte imposible recuerda

una cara o voz o música.

 

Todas las lenguas de la tierra maldicen al asesino.

 

 

 

Maldición

 

Te perseguiré por los siglos de los siglos.

No dejaré piedra sin remover

Ni mis ojos horizonte sin mirar.

 

Dondequiera que mi voz hable

Llegará sin perdón a tu oído

Y mis pasos estarán siempre

Dentro del laberinto que tracen los tuyos.

 

Se sucederán millones de amaneceres y de ocasos,

Resucitarán los muertos y volverán a morir

Y allí donde tú estés:

Polvo, luna, nada, te he de encontrar

 

 

 

El oficio de vivir

 

He aquí que llego a la vejez

y nadie ni nada

me podido decir

para qué sirvo.

Sume usted

oficios, vocaciones, misiones y predestinaciones:

la cosa no es conmigo.

No es que me aburra,

es que no sirvo para nada.

Ensayo profesiones,

que van desde cocinera, madre y poeta

hasta contabilista de estrellas.

De repente quisiera ser cebolla

para olvidar obligaciones

o árbol para cumplir con todas ellas.

Sin embargo lo más fácil

es que confiese la verdad.

Sirvo para oficios desuetos:

Espíritu Santo, dama de compañía, Estatua

de la Libertad, Arcipreste de Hita.

No sirvo para nada.

 

 

 

Oda al amor

 

Una tarde que ya nunca olvidarás

llega a tu casa y se sienta a la mesa.

Poco a poco tendrá un lugar en cada habitación,

en las paredes y los muebles estarán sus huellas,

destenderá tu cama y ahuecará la almohada.

Los libros de la biblioteca, precioso tejido de años,

se acomodarán a su gusto y semejanza,

cambiarán de lugar las fotos

Otros ojos mirarán tus costumbres,

tu ir y venir entre paredes y abrazos

y serán distintos los ruidos cotidianos y los olores.

Cualquier tarde que ya nunca olvidarás

el que desbarató tu casa y habitó tus cosas

saldrá por la puerta sin decir adiós.

Deberás comenzar a hacer de nuevo la casa,

reacomodar los muebles, limpiar las paredes,

cambiar las cerraduras, romper los retratos,

barrerlo todo y seguir viviendo.

 

 

 

Oración

 

No más amaneceres ni costumbres,

No más luz, no más oficios, no más instantes.

Sólo tierra, tierra en los ojos,

entre la boca y los oídos;

tierra sobre los pechos aplastados;

tierra entre el vientre seco;

tierra apretada a la espalda;

a lo largo de las piernas entreabiertas, tierra;

tierra entre las manos ahí dejadas.

Tierra y olvido.

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