Poesía panhispánica No. 14: Jorge Teillier

En nuestro tiempo postutópico, el tiempo de la poesía panhispánica, continuamos la revisión de la pluralidad de pasados desde la que escribimos y leemos poesía. Presentamos al poeta chileno Jorge Teillier. Nació en Lautaro, Chile, el 24 de junio de 1935 (el mismo día y año de la muerte de Carlos Gardel) y murió en Viña del Mar el 22 de abril de 1996. Estudió Pedagogía en Historia y Geografía en la Universidad de Chile, ejerció la docencia en el Liceo de Lautaro y fue director de las revistas Orfeo y Boletín de la Universidad de Chile. Recibió una serie de premios, entre los que destacan el concurso de poesía Gabriela Mistral (1962), el Premio Estimulo CRAV (1963) y el Premio Eduardo Anguita (1993). Algunos de sus libros son Para ángeles y gorriones, El cielo cae con las hojas, El árbol de la memoria, Los trenes de la noche y otros poemas, Poemas del País de Nunca Jamás, Poemas secretos, Crónica del forastero, Muertes y maravillas, Para un pueblo fantasma, La Isla del Tesoro, Cartas para reinas de otras primaveras, Los dominios perdidos, El molino y la higuera, Hotel Nube, En el mudo corazón del bosque, Lo soñé o fue verdad.

 

 

 

Otoño secreto

 

Cuando las amadas palabras cotidianas

pierden su sentido

y no se puede nombrar ni el pan,

ni el agua, ni la ventana,

y la tristeza ha sido un anillo perdido bajo nieve,

y el recuerdo una falsa esperanza de mendigo,

y ha sido falso todo diálogo que no sea

con nuestra desolada imagen,

aún se miran las destrozadas estampas

en el libro del hermano menor,

es bueno saludar los platos y el mantel puestos sobre la mesa,

y ver que en el viejo armario conservan su alegría

el licor de guindas que preparó la abuela

y las manzanas puestas a guardar.

 

Cuando la forma de los árboles

ya no es sino el leve recuerdo de su forma,

una mentira inventada por la turbia

memoria del otoño,

y los días tienen la confusión

del desván a donde nadie sube

y la cruel blancura de la eternidad

hace que la luz huya de sí misma,

algo nos recuerda la verdad

que amamos antes de conocer:

las ramas se quiebran levemente,

el palomar se llena de aleteos,

el granero sueña otra vez con el sol,

encendemos para la fiesta

los pálidos candelabros del salón polvoriento

y el silencio nos revela el secreto

que no queríamos escuchar.

 

 

 

Un jinete nocturno en el paisaje

 

Siento correr por las venas del campo

Un jinete nocturno enmascarado.

La noche. También galopan en caballos robados

Los cuatreros arreando los vacunos.

 

Surgen los trenes. Las reces dormidas se levantan

Allá en los grandes galpones de madera.

 

Una sombra va saltando los cercos.

Esta fue una mañana campesina:

Relinchos, validos, vacas de pródigas ubres,

Las ordeñadoras, curvadas con el peso de los baldes.

 

Es la noche de nuevo. Mi abuelo se levanta

Rehecha su manera antigua,

Y observa, como ayer, al trigo.

Debe andar mi abuelo por los campos recién abiertos

Hablando con los pinos, espantando gorriones.

El campo está solo, tembloroso. Y él lo mira.

 

El vino es un joven bonachón y alegre.

Sucede que quiere iluminar la noche

y baja a las aldeas, envuelto en una manta.

 

La mañana tiene olor a pan amasado.

La ropa recién lavada dice “adiós” en los patios.

 

Pero es de noche. Un fantasma penetra en la leñera.

Una casa se quiere esconder del cielo.

 

Un campesino mira hacia arriba:

Más allá de las nubes viene el granizo,

Bandolero blanco, asaltante de los huertos.

 

Y es la noche.

Va a penetrar al pueblo

Un jinete nocturno enmascarado.

 

 

 

Tarjeta postal

 

Me decías que no me enamorara de tu hermana menor,

aquella que aún temía a los duendes

que salen de los rincones a robar nueces.

Y yo te contestaba

que en el cielo podía leer tu nombre

escrito por los pájaros

y que las nubes flotaban como los gansos

en el patio dominical de tu casa

que me hablaba con su lenguaje de gorriones.

 

Este domingo me veo de nuevo en el salón

mirando revistas viejas y daguerrotipos

mientras tú tocas valses en la pianola.

 

Alguien me ha dicho en secreto que la primavera vuelve.

La primavera vuelve pero tú no vuelves.

Tu hermana ya no cree en los duendes.

Tú no sabrías escribir mi nombre

en los vidrios cubiertos de escarcha,

y yo sólo puedo contar mis recuerdos

como un mendigo sus monedas en el frío del otoño.

 

 

 

En la secreta casa de la noche

 

Cuando ella y yo nos ocultamos

en la secreta casa de la noche

a la hora en que los pescadores furtivos

reparan sus redes tras los matorrales,

aunque todas las estrellas cayeran

yo no tendría ningún deseo que pedirles.

 

Y no importa que el viento olvide mi nombre

y pase dando gritos burlones

como un campesino ebrio que vuelve de la feria,

porque ella y yo estamos ocultos

en la secreta casa de la noche.

 

Ella pasea por mi cuarto

como la sombra desnuda

de los manzanos en el muro,

y su cuerpo se enciende como un árbol de pascua

para una fiesta de ángeles perdidos.

 

El temporal del último tren

pasa remeciendo las casas de madera.

Las madres cierran todas las puertas

y los pescadores furtivos van a repletar sus redes

mientras ella y yo nos ocultamos

en la secreta casa de la noche.

 

 

 

Un desconocido silba en el bosque

 

Un desconocido silba en el bosque.

Los patios se llenan de niebla.

El padre lee un cuento de hadas

y el hermano muerto escucha tras la puerta.

 

Se apaga en la ventana

la bujía que nos señalaba el camino.

No hallábamos la hora de volver a casa,

pero nos detenemos sin saber donde ir

cuando un desconocido silba en el bosque.

 

Detrás de nuestros párpados surge el invierno

trayendo una nieve que no es de este mundo

y que borra nuestras huellas y las huellas del sol

cuando un desconocido silba en el bosque.

 

Debíamos decir que ya no nos esperen,

pero hemos cambiado de lenguaje

y nadie podrá comprender a los que oímos

a un desconocido silbar en el bosque.

 

 

 

Fin de mundo

 

El día del fin del mundo

será limpio y ordenado

como el cuaderno del mejor alumno.

El borracho del pueblo dormirá en una zanja,

el tren expreso pasará

sin detenerse en la estación,

y la banda del Regimiento

ensayará infinitamente

la marcha que toca hace veinte años en la plaza.

Sólo que algunos niños

dejarán sus volantines enredados

en los alambres telefónicos,

para volver llorando a sus casas

sin saber qué decir a sus madres

y yo grabaré mis iniciales

en la corteza de un tilo,

pensando que eso no sirve para nada.

 

Los evangélicos saldrán a las esquinas

a cantar sus himnos de costumbre.

La anciana loca paseará con su quitasol.

Y yo diré: “El mundo no puede terminar

porque las palomas y los gorriones

siguen peleando por la avena en el patio”.

 

 

 

Cuando todos se vayan

 

Cuando todos se vayan a otros planetas

yo quedaré en la ciudad abandonada

bebiendo un último vaso de cerveza,

y luego volveré al pueblo donde siempre regreso

como el borracho a la taberna

y el niño a cabalgar

en el balancín roto.

Y en el pueblo no tendré nada que hacer,

sino echarme luciérnagas a los bolsillos

o caminar a orillas de rieles oxidados

o sentarme en el roído mostrador de un almacén

para hablar con antiguos compañeros de escuela.

 

Como una araña que recorre

los mismos hilos de su red

caminaré sin prisa por las calles

invadidas de malezas

mirando los palomares

que se vienen abajo,

hasta llegar a mi casa

donde me encerraré a escuchar

discos de un cantante de 1930

sin cuidarme jamás de mirar

los caminos infinitos

trazados por los cohetes en el espacio.

 

 

 

Nadia

 

Nadia teme a los gatos y vive frente a una iglesia.

Nadia resuelve puzzles y va a mirar los trenes.

Nadia lleva el nombre de una muchacha muerta

El año que filmaron “Grandes Ilusiones”.

 

Nadia es silenciosa como un cuaderno de croquis.

Nadia creció en el pueblo como el árbol más simple

Y con ella me entiendo sin decir palabra

Porque los árboles se entienden tocando sus raíces.

 

Nadia no tiene edad porque ella es la nube

Que siempre vuelve a mirarse en el río.

Nadia vivirá en mí sin que yo me dé cuenta

Como un guijarro blanco brilla al fondo de un pozo.

 

 

 

La llave

 

Dale la llave al otoño.

Háblale del río mudo en cuyo fondo

yace la sombra de los puentes de madera

desaparecidos hace muchos años.

 

No me has contado ninguno de tus secretos.

Pero tu mano es la llave que abre la puerta

del molino en ruinas donde duerme mi vida

entre polvo y más polvo,

y espectros de inviernos,

y los jinetes enlutados del viento

que huyen tras robar campanas

en las pobres aldeas.

Pero mis días serán nubes

para viajar por la primavera de tu cielo.

 

Saldremos en silencio,

sin despertar al tiempo.

 

Te diré que podremos ser felices.

 

 

 

Sentados frente al fuego que envejece

 

Sentados frente al fuego que envejece

miro su rostro sin decir palabra.

Miro el jarro de greda donde aún queda vino,

miro nuestras sombras movidas por las llamas.

 

Ésta es la misma estación que descubrimos juntos,

a pesar de su rostro frente al fuego,

y de nuestras sombras movidas por la llamas.

Quizás si yo pudiera encontrar una palabra.

 

Ésta es la misma estación que descubrimos juntos:

aún cae una gotera, brilla el cerezo tras la lluvia.

Pero nuestras sombras movidas por las llamas

viven más que nosotros.

 

Sí, ésta es la misma estación que descubrimos juntos:

—Yo llenaba esas manos de cerezas, esas

manos llenaban mi vaso de vino—.

Ella mira el fuego que envejece.

 

 

 

Edad de oro

 

Un día u otro

todos seremos felices.

Yo estaré libre

de mi sombra y mi nombre.

El que tuvo temor

escuchará junto a los suyos

los pasos de su madre,

el rostro de la amada será siempre joven

al reflejo de la luz antigua en la ventana,

y el padre hallará en la despensa la linterna

para buscar en el patio

la navaja extraviada.

 

No sabremos

si la caja de música

suena durante horas o un minuto;

tú hallarás —sin sorpresa—

el atlas sobre el cual soñaste con extraños países,

tendrás en tus manos

un pez venido del río de tu pueblo,

y Ella alzará sus párpados

y será de nuevo pura y grave

como las piedras lavadas por la lluvia.

 

Todos nos reuniremos

bajo la solemne y aburrida mirada

de personas que nunca han existido,

y nos saludaremos sonriendo apenas

pues todavía creeremos estar vivos.

 

 

 

Daría todo el oro del mundo

 

Daría todo el oro del mundo

por sentir de nuevo en mi camisa

las frías monedas de la lluvia.

 

Por oír rodar el aro de alambre

en que un niño descalzo

lleva el sol a un puente.

 

Por ver aparecer

caballos y cometas

en los sitios vacíos de mi juventud.

 

Por oler otra vez

los buenos hijos de la harina

que oculta bajo su delantal la mesa.

 

Para gustar

la leche del alba

que va llenando los pozos olvidados.

 

Daría no sé cuánto

por descansar en la tierra

con las frías monedas de plata de la lluvia

cerrándome los ojos.

 

 

 

No fue el helado viento

 

No fue el helado viento

quien marchitó las ramas.

Quien marchitó las ramas fui yo

que les conté mis sueños.

 

Conozco los senderos de hojas holladas por las brujas

que vienen con husos de lana

y sé donde relumbran los pies de las hadas

en la pálida espuma.

 

Conozco el país dormido

donde vuelan en círculo las garzas

donde vuelan graznando

sin librarse de sus cadenas de plata.

Por allí erran un padre y una madre

ciegos y sordos a cuanto no sea

el graznido de las garzas.

Errarán hasta el fin de los tiempos.

Ya lo sé. Y lo saben también las garzas.

 

No fue el helado viento

quien marchitó las ramas.

Quien marchitó las ramas

 

fui yo, que les conté mis sueños.

 

 

 

Carta a un cura rural

 

(Paráfrasis de René-Guy Cadou)

 

Querido amigo, sin duda está usted en un pueblo

encerrado por los barrotes de la lluvia

invitando a cenar a inquietantes personajes

como Apollinaire, Cendrars o Braulio Arenas.

 

El jardín parroquial no ha perdido su encanto

ni el huerto su frescor.

Siempre se huele a retamos,

siempre se oye el silbido de un tren.

 

Mientras yo le escribo

creo que usted mira la casa del ahorcado

y sus viejos libros reposan

hasta que lleguen a leerlos sus vecinos.

 

(Dios mío, déjame admirar a este cura rural

él sabe más que yo de los misterios que nos acompañan

y lo que escribe en verso en su blanca habitación

no es sino un susurro tuyo que yo amaría recoger)

 

Querido amigo, permítame pues que me una

al huérfano, al caballo golpeado, a sus abejas

y que me sea posible oír sus cantos

en el momento justo del Juicio Final.

 

 

 

Días de ocio en la ciudad que fue

 

Nadie me entiende sino el Gato Pedro

Le daré una botas para que llegue a la Ciudad que Fue

Y deje de dormir frente a la chimenea

 

Que en el Molino encienden en pleno verano

En el Sur Profundo tendrá que cazar ratones

Y vivir con colores propios

Mientras yo voy al cementerio

Del brazo de la hija del capitán del Puerto

Donde hace cuarenta años que no pasa ninguna nave

El tontito del pueblo me pregunta si yo soy poeta

Y yo le recito “Asteroides” de Pedro Antonio González

Todos creen que yo lo escribí

Y firmo autógrafos para los hijos de los parroquianos

Ya no hay barcos

Ya no hay trenes

Los diarios de la Capital llegan al día siguiente de su aparición

Le regalé al Cura Párroco

“La Mente Drogada. Cómo Librarse de las Dependencias”

De los doctores Hudgson y Miller

Mientras un niño echa anilina a la pila del agua bendita

Que Nuestro Señor me libre del trabajo

Sólo quiero que se abran para mí las puertas de marfil del ocio

Y yo quiero que esto no sea un poema

Sino una página en blanco.

 

 

 

Retrato de mi padre, militante comunista

 

En las tardes de invierno

cuando un sol equivocado busca a tientas

los aromos de primaveras perdidas

va mi padre en su Dodge 30

por los caminos ripiados de la Frontera

hacia aldeas que parecen guijarros o perdices echadas.

 

O llega a través de barriales

a las reducciones de sus amigos mapuches

cuyas tierras se achican día a día,

para hablarles del tiempo en que la tierra

se multiplicará como los panes y los peces

y será de verdad para todos.

 

Desde hace treinta años

grita “Viva la Reforma Agraria”

o canta “La Internacional”

con su voz desafinada

en planicies barridas por el puelche,

en sindicatos o locales clandestinos,

rodeado de campesinos y obreros,

maestros primarios y estudiantes,

apenas un puñado de semillas

para que crezcan los árboles de mundos nuevos.

 

Honrado como una manta de Castilla

lo recuerdo defendiendo al Partido y a la Revolución

sin esperar ninguna recompensa

así como Eddie Polo —su héroe de infancia—

luchaba por Perla White.

 

Porque su esperanza ha sido hermosa

como ciruelos florecidos para siempre

a orillas de un camino,

pido que llegue a vivir en el tiempo

que siempre ha esperado,

cuando las calles cambien de nombre

y se llamen Luis Emilio Recabarren o Elías Lafferte

(a quien conoció una lluviosa mañana de 1931 en Temuco,

cuando al Partido sólo entraban los héroes).

 

Que pueda cuidar siempre

los patos y las gallinas,

y vea crecer los manzanos

que ha destinado a sus nietos.

 

Que siga por muchos años

cantando la Marsellesa el 14 de julio

en homenaje a sus padres que llegaron de Burdeos.

 

Que sus días lleguen a ser tranquilos

como una laguna cuando no hay viento,

y se pueda reunir siempre con sus amigos

de cuyas bromas se ríe más que nadie,

a jugar tejo, y comer asado al palo

en el silencio interminable de los campos.

 

En las tardes de invierno

cuando un sol convaleciente

se asoma entre el humo de la ciudad

veo a mi padre que va por los caminos ripiados de la Frontera

a hablar de la Revolución y el paraíso sobre la tierra

en pueblos que parecen guijarros o perdices echadas.

 

 

 

El poeta es de este mundo

 

Poeta de nombre claro como un guijarro en medio de la corriente

reunías palabras que eran pedernales

de donde nace un fuego que no es olvidado.

René-Guy Cadou, amigo del tonelero, el cartero, el aduanero y el contrabandista,

vivías en una aldea de seiscientos habitantes.

Allí eras profesor rural,

el peso del olor del jardín vecino sofocaba la sala de clases

como a la sala de clases donde tu padre había sido maestro.

Te gustaba hablar con la gente de cara parecida a ollas de greda,

caminar descalzo,

ver jugar a las cartas en la taberna.

En la noche a la luz de un fuego de espino

abrías un libro mientras Helena cosía

(“Helena como una gota de rocío en tu vaso”).

Tenías un poeta preferido para cada estación:

en otoño era Verlaine, la primavera te traía todas las rosas de Ronsard,

el invierno llegaba con el chirriar del carruaje del Grand Meaulnes y la estación violenta

el ruido de espadas entrechocándose en una posada de Alejandro Dumas.

Tú nunca estabas solo,

te iluminaba el recuerdo de tu padre volviendo de caza en el invierno

Y mientras tus amigos iban al Café,

a la Brasserie Lipp o al Deux Magots,

tú subías a tu cuarto

y te enfrentabas al Rostro radiante.

 

En la proa de tu barco

te asomabas a ver los caminos de tu país de hadas y pantanos,

caminos trazados como las líneas de un cuaderno de copia.

Tus palabras llegaban

como pájaros que saben que siempre hay una ventana abierta al fin del mundo.

Y los poemas se encendían como girasoles

nacidos de tu corazón profundo y secreto,

rescatados de la nostalgia,

la única realidad.

 

Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo que nos desborda,

que no significa nada si no permite a los hombres acercarse y conocerse.

La poesía debe ser una moneda cotidiana

y debe estar sobre todas las mesas

como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos del domingo.

Sabías que las ciudades son accidentes que no prevalecerán frente a los árboles,

que la poesía no se pregona en las plazas ni se va a vender a los mercados a la moda,

que no se escribe con saliva, con bencina, con muecas,

ni el pobre humor de los que quieren llamar la atención

con bromas de payasos pretenciosos

y que de nada sirven

los grandes discursos tartamudos de los que no tienen nada que decir.

La poesía

es un respirar en paz

para que los demás respiren,

un poema es un pan fresco,

un cesto de mimbre.

Un poema

debe ser leído por amigos desconocidos

en trenes que siempre se atrasan,

o bajo los castaños de las plazas aldeanas.

 

Pocos saben aquí lo que es un poema,

pocos han puesto su cara al viento en medio de un trigal;

pocos saben lo que es un poeta

y cómo debe morir un poeta.

Tú moriste en un cuarto en donde se congregaba toda la primavera

mirando un cesto con manzanas.

“He visto morir a un príncipe”

dijo uno de tus amigos.

 

Y este Primero de Noviembre

cuando me rodean los muertos que siempre están conmigo

pienso en tu serena y ruda fe

que se puede comprender

como a una pequeña iglesia azul de pueblo

donde hay un párroco que no pide sino compartir su pan.

Tú hablabas con tu Dios

como al pobre hijo de un carpintero,

pues también sabías que se crucifica todos los días a un poeta

(Jesús tenía treinta y tres años,

Jean Arthur también era Cristo

crucificado a los treinta y siete).

Pero a ti no te importaba que te escupieran la cara o te olvidaran

porque como tú lo decías, nadie puede impedir a un pájaro que

cante en la más alta cima,

y el poeta derribado

es sólo el árbol rojo que señala el comienzo del bosque.

 

 

 

Bajo un viejo techo

 

Esta noche duermo bajo un viejo techo,

los ratones corren sobre él, como hace mucho tiempo,

y el niño que hay en mí renace en mi sueño,

aspira de nuevo el olor de los muebles de roble,

y mira lleno de miedo hacia la ventana,

pues sabe que ninguna estrella resucita.

 

Esa noche oí caer las nueces desde el nogal,

escuché los consejos del reloj de péndulo,

supe que el viento vuelca una copa del cielo,

que las sombras se extienden

y la tierra las bebe sin amarlas,

pero el árbol de mi sueño sólo daba hojas verdes

que maduraban en la mañana con el canto del gallo.

 

Esta noche duermo bajo un viejo techo,

los ratones corren sobre él, como hace mucho tiempo,

pero sé que no hay mañanas y no hay cantos de gallos,

abro los ojos, para no ver reseco el árbol de mis sueños,

y bajo él, la muerte que me tiende la mano.

 

 

 

Andenes

 

Te gusta llegar a la estación

cuando el reloj de pared tictaquea,

tictaquea en la oficina del jefe-estación.

Cuando la tarde cierra sus párpados

de viajera fatigada

y los rieles ya se pierden

bajo el hollín de la oscuridad.

 

Te gusta quedarte en la estación desierta

cuando no puedes abolir la memoria,

como las nubes de vapor

los contornos de las locomotoras,

y te gusta ver pasar el viento

que silba como un vagabundo

aburrido de caminar sobre los rieles.

 

Tictaqueo del reloj. Ves de nuevo

los pueblos cuyos nombres nunca aprendiste,

el pueblo donde querías llegar

como el niño el día de su cumpleaños

y los viajes de vuelta de vacaciones

cuando eras -para los parientes que te esperaban-

sólo un alumno fracasado con olor a cerveza.

 

Tictaqueo del reloj. El jefe-estación

juega un solitario. El reloj sigue diciendo

que la noche es el único tren

que puede llegar a este pueblo,

y a ti te gusta estar inmóvil escuchándolo

mientras el hollín de la oscuridad

hace desaparecer los durmientes de la vía.

 

 

 

Blue

 

Veré nuevos rostros

Veré nuevos días

Seré olvidado

Tendré recuerdos

Veré salir el sol cuando sale el sol

Veré caer la lluvia cuando llueve

Me pasearé sin asunto

De un lado a otro

Aburriré a medio mundo

Contando la misma historia

Me sentaré a escribir una carta

Que no me interesa enviar

O a mirar a los niños

En los parques de juego.

Siempre llegaré al mismo puente

A mirar el mismo río

Iré a ver películas tontas

Abriré los brazos para abrazar el vacío

Tomaré vino sí me ofrecen vino

Tomaré agua si me ofrecen agua

Y me engañaré diciendo:

“Vendrán nuevos rostros

Vendrán nuevos días”.

 

 

 

Un hombre solo en una casa sola

 

Un hombre solo en una casa sola

No tiene deseos de encender el fuego

No tiene deseos de dormir o estar despierto

Un hombre solo en una casa enferma.

 

No tiene deseos de encender el fuego

Y no quiere oír más la palabra Futuro

El vaso de vino se ha marchitado como un magnolio

Y a él no le importa estar dormido o despierto.

 

La escarcha ha empañado las ventanas

Pero a él sólo le importa mirar la apagada chimenea

Sólo le gustaría tener una copa que le contara una vieja historia

A ese hombre solo en una casa sola.

 

Una historia como las que oía en su casa natal

Historias que no recuerda como no recuerda que aún está vivo

Ve sólo una copa vacía y una magnolia marchita

Un hombre solo en una casa enferma.

 

 

 

Hoy soy un miembro del club de los corazones solitarios

 

Hoy soy un miembro del Club de los Corazones Solitarios.

En la clínica espero, aburrido, el desayuno,

Mientras mi compañero de mesa mira el muro recién blanqueado

y comenta, riendo, una película de gangsters.

 

Nunca te envié ni siquiera una postal, y no sé por qué me acuerdo de ti.

Debes estarle dando desayuno a tus hijos

¿Cuántos son? ¿Se parece alguno a mí?

Debes haberte casado con un profesor primario o un jefe de Correos.

 

Vas a la huerta y hablas con tu madre

sobre tu padre y sus amigos muertos

que hoy deben estar en el cielo jugando brisca rematada,

tras dejar como herencia casas a medio morir saltando.

 

Yo, antes de ir al Liceo, te hablaría bien del peor alumno del curso

y del partido de fútbol que ayer ganó el “Águilas del Barrio Norte”

Yo no sabía que iba a viajar bajo tantos cielos agonizantes,

y que en ningún país hallaría a alguien que compartiera el silencio.

 

Yo no sabía que iba a cumplir cincuenta años sin nadie

y por eso te veo mientras espero el desayuno.

Sonreías en el puente cuando te decía que no moriríamos en Nápoles

y que en el Sena te obligaría a subir a un bateau-mouche.

 

Tú vuelves a hacer hablar a la cocina a leña

y tus días pasan como si no pasaran:

Son el tropel de bueyes que tu hermano lleva a la Feria

y yo sigo escribiendo versos tontos que debería echar al fuego.

Hoy soy un miembro del Club de los Corazones Solitarios.

 

 

 

Pequeña confesión

 

A Sergei Esennin

 

Sí, es cierto, gasté mis codos en todos los mesones.

Me amaron las doncellas y preferí a las putas.

Tal vez nunca debiera haber dejado

El país de techos de zinc y cercos de madera.

 

En medio del camino de la vida

Vago por las afueras del pueblo

Y ni siquiera aquí se oyen las carretas

Cuya música he amado desde niño.

 

Desperté con ganas de hacer un testamento

—ese deseo que le viene a todo el mundo—

pero preferí mirar una pistola

la única amiga que no nos abandona.

 

Todo lo que se diga de mí es verdadero

Y la verdad es que no me importa mucho.

Me importa soñar con caminos de barro

Y gastar mis codos en todos los mesones.

 

“Es mejor morir de vino que de tedio”

Sin pensar que pueda haber nuevas cosechas.

Da lo mismo que las amadas vayan de mano en mano

Cuando se gastan los codos en los mesones.

 

Tal vez nunca debí salir del pueblo

Donde cualquiera puede ser mi amigo.

Donde crecen mis iniciales grabadas

En el árbol de la tumba de mi hermana.

 

El aire de la mañana es siempre nuevo

Y lo saludo como un viejo conocido,

Pero aunque sea un boxeador golpeado

Voy a dar mis últimas peleas.

 

Y con el orgullo de siempre

Digo que las amadas pueden ir de mano en mano

Pues siempre fue mío el primer vino que ofrecieron

Y yo gasto mis codos en todos los mesones.

 

Como de costumbre volveré a la ciudad

Escuchando un perdido rechinar de carretas

Y soñaré techos de zinc y cercos de madera

Mientras gasto mis codos en todos los mesones.

 

 

 

Despedida

 

…el caso no ofrece

ningún adorno para la diadema de las Musas.

Ezra Pound

 

Me despido de mi mano

que pudo mostrar el paso del rayo

o la quietud de las piedras

bajo las nieves de antaño.

 

Para que vuelvan a ser bosques y arenas

me despido del papel blanco y de la tinta azul

de donde surgían ríos perezosos,

cerdos en las calles, molinos vacíos.

 

Me despido de los amigos

en quienes más he confiado:

los conejos y las polillas,

las nubes harapientas del verano,

mi sombra que solía hablarme en voz baja.

 

Me despido de las virtudes y de las gracias del planeta:

los fracasados, las cajas de música,

los murciélagos que al atardecer se deshojan

de los bosques de casas de madera.

 

Me despido de los amigos silenciosos

a los que sólo les importa saber

dónde se puede beber algo de vino

y para los cuales todos los días

no son sino un pretexto

para entonar canciones pasadas de moda.

 

Me despido de una muchacha

que sin preguntarme si la amaba o no la amaba

camino conmigo y se acostó conmigo

cualquiera tarde de esas en que las calles se llenan

de humaredas de hojas quemándose en las acequias.

Me despido de una muchacha

cuya cara suelo ver en sueños

iluminada por la triste mirada de trenes

que parten bajo la lluvia.

 

Me despido de la memoria

y me despido de la nostalgia

—la sal y el agua

de mis días sin objeto—

y me despido de estos poemas:

palabras, palabras —un poco de aire

movido por los labios— palabras

para ocultar quizás lo único verdadero:

que respiramos y dejamos de respirar.

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