En Panamá, Magdalena Camargo Lemieszek (Polonia, 1987) recibió el premio Gustavo Batista Cedeño por el libro El preciso camino hacia la nada. Esta poeta polaco-panameña ha sido reconocida con el Premio Gustavo Batista Cedeño en tres ocasiones por Malos hábitos, 2008; El espejo sin imagen, 2012 y El preciso camino hacia la nada, 2018. En el año 2015, obtuvo un accésit en el prestigioso Premio Adonáis, en España, con su libro La doncella sin manos. Sus poemas han sido traducidos a varios idiomas, han sido publicados en diversos medios impresos y digitales, y han formado parte de varias antologías. Además, ha representado a Panamá en festivales y encuentros de poesía en el continente americano y en Europa.
En la contraportada del libro se lee:
Dueña de una voz tan singular y envolvente como la bruma que arrastra consigo, Magdalena Camargo Lemieszek culmina en El preciso camino hacia la nada, merecedor del premio Gustavo Batista Cedeño en su convocatoria de 2018, un viaje poético donde la exploración de la intimidad y el buceo en las raíces de la alienación contemporánea (siguiendo los pasos de Vallejo, Onetti o Pizarnik) se manifiesta a través de un estilo que encierra la misma sabiduría ancestral que rastreamos en los mitos originarios, las parábolas y las leyendas escuchadas junto al fuego.
Con clara voluntad unitaria y un poderoso aliento narrativo, El preciso camino hacia la nada se bifurca hasta alcanzar un doble propósito: sus veintidós poemas no se conforman con levantar acta de una progresiva (auto)disolución, sino que, al hacerlo, edifican una épica del dolor que transforma la biografía individual en una experiencia colectiva. Merced a una conciencia que se desdobla en múltiples símbolos – peces que se ahogan buscando, bajo el agua, su propio destino; cerrajeros que custodian las puertas de la vida; cerezas rojas como la sangre que brota de una herida abierta; flores que alzan sus pétalos en medio de la podredumbre; autómatas que rigen la existencia como una cruel partida de ajedrez – y a esa peculiar manera de nombrarnos a todos, la poesía de Magdalena Camargo Lemieszek se adentra en la realidad con la persistencia suave, delicada de la nieve al caer sobre un paisaje.
Y sin embargo, sus palabras no se desvanecen en el aire: antes al contrario, en su firme afán de transparencia aciertan a iluminar una senda por la que atisbamos, como el título de un hermoso libro de Jaroslav Seifert, «toda la belleza del mundo». La misma que sostiene cada página de El preciso camino hacia la nada.
EL ORIGEN
Hay días en los que estamos tan solos
contra un dolor extraño que se nos hunde en los huesos,
acaso como el de las espinas de un pez de jaspe
que nadó en lo profundo hasta agotarse
o las espinas de una rara flor que brilla
y que pesa más combada por la lluvia.
Ahora los pájaros enjuagan sus plumas en el agua,
sumergen sus frágiles picos en el lodo
abren sus ojos al relámpago
y llevan algo de ese resplandor en el curso de su vuelo.
Entonces sabremos que su trino será el último
y que el musgo crecerá en la rama más delgada
y los cipreses fundirán sus hojas con la niebla
hasta ser una acuarela triste e imprecisa.
El animal beberá los venenos de un estanque
en los márgenes del bosque,
ya no recordará el sabor del pasto que recién germina
y en adelante vagará con extravío en la fatiga del pantano.
La luna permanecerá oculta
en el cenit durante una larga temporada.
En esta época ya no habrá símbolo
que entre ambos pueda pronunciarse
ni gesto que alivie
lo que desde hace mucho ya está predicho.
Hay un día en el que le daremos un nombre perenne a la distancia,
cuando entendamos el comienzo, la gravedad,
y en la extensión del código toda su dinámica.
Oiremos el fluir de una turbia brisa
que proviene de un país cuya tierra cayó en el olvido,
porque el canto de una sangre espesa
se coaguló en los labios de sus habitantes
y los nidos permanecieron vacíos de estaciones
hasta que el propio sol abandonó la cara purísima del prado
y pronto los caudales de los arroyos se desviaron
y dejaron de llevar al mar
la voz de la montaña.
Hay días en los que estamos tan solos
contra un dolor que se hunde hasta el fondo de los huesos,
mientras el frío se cuece lento en los calderos,
y los rescoldos y las cenizas se elevan con el viento
y nosotros cincelamos los rostros de los dioses en el aire
porque únicamente aprendimos
a tallar figuras
con el humo
CRUZANDO EL RÍO LETEO
Para ascender desde el último peldaño en la penumbra,
dicen que ocupamos el talento de los artesanos
que forjan sus herraduras sobre el polvo,
martillando sin detenerse
hasta alcanzar la música del hierro,
maleando junto a la huella
también la forma del camino.
Ahí invocaremos la fortaleza
de aquellas manos que sumergieron los metales en el agua
para apagar la furia
que nació en el centro
de todo lo que arde.
Algunos reconocerán las señales de la calma
en el vapor que se deshace encima del paisaje
mientras un manojo de grullas migra hacia lo ignoto.
Al agitarse la sombra del abeto en la corriente,
el yo que somos irá mutando
en el antifaz que cubre el rostro del vacío.
Un turbio alfabeto se revelará ante nosotros
y dejaremos atrás las antiguas pertenencias
junto al mismo miedo que hace siglos
tuvimos la osadía
de dejar abandonado
frente al fuego
ESA, TU MANERA DE NOMBRARME
Mi nombre era una ciudad atravesada por la guerra,
un pájaro que ha abandonado en el vuelo el equilibrio
y se desploma,
una caracola que las olas pulverizan,
una yegua enferma que ha perdido todas las carreras,
un minarete que fue erigido para nadie.
Pero qué manera tuya de reconstruir mi nombre,
de hallarlo a pesar del lodo y de la bruma,
de levantarlo en su terrible peso,
de ennoblecerlo como a un estandarte
que se agita dignamente.
Tiemblan las sílabas sostenidas por tu acento,
tu voz fecunda en él otra melodía,
es un sol que hace madurar su carne.
Luego de tu boca su significado se renueva,
en el orbe redefines su propósito,
cualquiera que sea su permanencia
si acaso es todavía posible alguna permanencia.
Esa, tu manera de llamarme,
de derramar sobre mi frente las aguas de mi nombre,
de tallarlo en las maderas
de un bosque imaginario de cerezos,
decidiendo su lugar preciso en la alta lumbre,
en la mitad del orden que en las constelaciones rige.
Yo te he visto arrojarlo al fuego,
fraguarlo con un brío delicado,
revivirlo,
para colocarlo encima de mi mano
cada vez que vuelves a nombrarme
TALITA CUMI
«A quién le debo
esta herida sangrante
que llevo en el corazón
y que me pertenece todavía».
Tobías Díaz Blaitry
Sobre mi regazo han madurado las cerezas,
pero son amargas incluso en el centro de su hueso
y su carne es un mineral rojo
de donde una savia incierta se desprende.
¿Qué debo hacer con un puñado de cerezas?
Arrojarlas es una ilusión estéril,
pues no hay vientre bueno para ellas en el curso de la tierra,
solo un polvo que ha aprendido a dividirse
y juega a ser serpiente con el viento.
Quizás debo dejarlas ir con la corriente
y aprendan a ser eternas en el agua
y vuelvan a inventar sus raíces en el fondo
y crezcan en la corriente líquidos cerezos
y sus hojas se apoderen del movimiento de las olas
y dancen transparentes y en misterio
y vuelvan sus frutos a ser dulces.
En el cielo se vislumbrará el volátil latido y la bandada,
y sabré que pende en la rama una única crisálida
jugando tal vez a la esperanza
de convertirse un día en mariposa
FRAGILIDAD
Muchacha, cuentan que un tulipán es una promesa
entre lo etéreo y la hojarasca.
Míralo brotar como una caracola en el prado
y deshacerse con la primera brisa de julio
como si fuera tan ligero como tu sonrisa tocada por la luz
y tan suave como el abrigo que te cubre los hombros.
Muchacha, parece que de pronto fueras a ponerte de pie
y a nacer de nuevo en el bosque
como una criatura que nadie ha creado,
que solo bebe la escarcha avivada por la aurora
y asoma sus ojos entre la fragilidad de los arbustos,
incapaz de distinguir la figura del cazador en el acecho
y el estruendo de su fusil que penetra el cerco de los pinos
o el sereno que resbala en los dientes del acero
o el pánico del incendio que se eleva y que consume,
inmisericorde, las primeras hierbas del año
junto a los símbolos que con sus cuernos
los venados fueron dejando en el alba.
Pequeña muchacha, diminuto animal,
que no reconoce al hambre aullar
ni a la horda de fieras deambulando en mitad de lo terrible
ni el sabor de las bayas más tristemente dulces
ni la cruel ley de los elementos que rigen en el monte.
Tu sombrero voló hace tanto junto a los tulipanes,
tu abrigo quedó hecho jirones en medio de los cardos.
Te has puesto de pie
y ya solo queda tu gesto como un delicado trazo
que alguna vez alguien dejó puesto
encima de la hierba
EL JARDÍN IMAGINARIO
«El serafín
quería
las llaves
del suelo».
Diana Morán
El cocuyo se posa sobre una mimosa sensitiva
y su esencia sigue siendo tan ligera
que no se cierra al tacto el tímido reflejo de las hojas
y sus corazones son más verdes todavía
que la ternura de la hierba que nace luego de la lluvia,
aunque los cactus no resistieron la húmeda neblina ni el sereno
porque el trópico no perdona el dolor de las espinas.
Y ahí está: la flor que dicen que no es una flor
sino una paloma que se alza en vuelo
cuando no hay nadie que la mira,
cuando el rocío sigue siendo un racimo transparente
y el musgo es la calma que brota
y que crece encima de las horas.
En medio del sendero hay un hombre que deambula
atrapado en la geometría que poseen las begonias
o midiendo la blancura en el pétalo del lirio
o la precisión del idioma que inventaron las cigarras.
Su única posesión es el polen que lleva entre las manos,
carece de voz y no posee nombre alguno,
pues las raíces fueron tomando su memoria
y la llevaron hasta su reino subterráneo.
Bien podría ser un ángel, un lejano compañero de los dioses,
que ha olvidado dónde queda el cielo
y que ahora es solo un prisionero,
cautivo para siempre de las flores
El MERCADER
Hubo un mercader de Samarcanda
que juraba llevar una montaña dentro de un cántaro de barro
y que poco existe tan claro y tan genuinamente puro
como el gesto de un niño; quien, acabado de nacer,
busca en el regazo de su madre encontrar sus propios ojos
para poder mirar al mundo.
Ese primer acto, decía, nos revela
que algo ha dictado que somos como los carriles de las vías,
paralelos, sosteniendo aquella maquinaria
que avanza hacia un destino
que poco sentido tiene que sepamos.
Y aun así tiemblan los guijarros
y el metal vibra con la medida del tránsito y el anuncio.
Cierto es, si no van solas las ruedas
tampoco pueden ir solos
los objetos luminosos en los mapas celestiales.
Aquel que contempló a los astros surgir
y alcanzó a verlos llorar frente a la agitación del infinito,
en el preludio de un llanto sin dudas primigenio
- donde acaso fueron las lágrimas de níquel o de hidrógeno –
percibió la primera angustia de saberse solo:
para ellos la única posibilidad de amarse
es el estallido de una colisión en el silencio.
Pero, ¿quién no ha visto en la inmensidad el ágape de las galaxias?
El tiempo, que es materia, las fue labrando una a una,
lustrando sus perfiles como un orfebre minucioso:
el orden y el caos en una misma filigrana,
unida por hilos y eslabones invisibles,
un mural que se sigue tejiendo todavía.
Ahora me pregunto,
qué pasaría si el cántaro cayera un día y se rompiese.
¿Veríamos acaso que el cántaro nunca dejó de estar vacío?
O quizás de sus trozos crecerá una montaña nueva:
una montaña alta y digna
para acompañar a otras montañas