Cuento de la India: Mulk Raj Anand

Comenzamos un breve portafolio de narrativa de la India. Hacia Odette Rojas Barreda nos acerca a un cuento de Mulk Raj Anand (1905-2004), “El niño perdido”. Es considerado el fundador de la novela moderna en la India. Describió la vida de las castas más pobres. Mulk Raj Anand también escribió crítica literario y se desempeñó como editor. Se educó en Inglaterra. Ahí fue amigo cercado de Eliot y Orwell. Esta versión se trabajó en el taller de traducción de Gustavo Osorio de Ita.

 

 

 

 

 

 

 

“El niño perdido”

Era el festival de la primavera. De las sombras invernales de las calles y callejones emergió una humanidad vestida alegremente. Unos a pie, unos a caballo, otros sentados, llevados en carretas de bambú y tiradas por novillos astados. Un pequeño niño corrió entre las piernas de su padre, rebosando de vida y risa. Ven, niño, ven”, le llamaron sus padres, mientras se quedaba atrás, fascinado por los juguetes de las tiendas que delineaban el camino.

Corrió hacia sus padres, sus pies obedientes a su llamado, sus ojos aún fijos en los juguetes que se van esfumando. Al llegar al lugar donde habían parado a esperarlo, no pudo contener el deseo en su corazón, aunque él reconoció esa mirada fija, fría de negación en sus ojos. Quiero ese juguete,” suplicaba. Su padre lo miró seriamente, en su manera tiránica y familiar. Su madre, inundada por el espíritu libre del día fue cariñosa, dándole su dedo para que se sostuviera, le dijo, “¡Mira, niño, lo que está frente a ti!”.

Era un campo de flor de mostaza, pálido como oro fundido expandiéndose a través de millas y millas de tierra plana. Un grupo de libélulas bulliciosas, con sus llamativas alas moradas, interceptando el vuelo de una abeja negra solitaria o una mariposa buscando el dulce de las flores. El niño las siguió con su mirada al aire, esperando que una detuviera sus alas y descansara, para entonces intentar atraparla. Pero cuando casi la atrapaba con sus manos salía volando, aleteando al aire. Luego su madre le llamó la atención: “Ven, niño, ven, sigue el camino”.

El niño corrió alegremente hacia sus padres y caminó a su lado por un momento, sin embargo, pronto se quedó atrás, atraído por los pequeños insectos y gusanos a lo largo del camino que estaban saliendo de sus escondites para disfrutar del sol.

“¡Ven, niño, ven!” sus padres lo llamaron desde la orilla de un pozo, bajo la sombra de un huerto donde se habían sentado. Corrió hacia ellos. Una lluvia de flores recién brotadas cayeron sobre el niño en cuanto entró a la huerta, y olvidando a sus padres, empezó a recoger las flores que caían en su mano. ¡Contemplad! Escuchó el arrullo de las palomas y corrió hacia sus padres, gritando, “¡La paloma! ¡La paloma!”. Los pétalos cayeron de sus manos olvidadas.

“¡Ven, niño, ven!” lo llamaron, ahora se fue corriendo inquieto alrededor de la higuera de Bengala, y al pasar por él tomaron el camino estrecho y sinuoso que llegaba a la fiesta a través de los campos de flor de mostaza. En cuanto se acercaban al pueblo, el niño pudo ver muchos otros caminos llenos de gente, convergiendo en el caos de la fiesta, e inmediatamente sintió a la vez repugnancia y fascinación por la confusión del mundo al que estaba entrando.

Un vendedor de dulces anunciaba, gulab-jaman, rasagulla, burfi, jalebi”, en la esquina de la entrada y una multitud llenó su mostrador al pie de una arquitectura de muchos dulces coloridos, decorados con hojas de plata y oro. El niño se quedó con la mirada fija y su boca saboreando el burfique era su dulce favorito. Quiero ese burfi”, lentamente murmuró. Pero ya sabía que su petición no iba a ser escuchada porque sus padres le dirían goloso. Así que, sin esperar la respuesta siguió adelante.

Un florista anunciaba, “¡Una guirnalda de gulmohur, una guirnalda de gulmohur!”. El niño parecía irresistiblemente atraído. Fue hacia la canasta donde las flores estaban apiladas y murmuró, Quiero esa guirnalda”. Pero sabía que sus padres negarían comprarle aquellas flores porque dirían que eran de mal gusto. Así que, sin esperar la respuesta, siguió adelante.

Un hombre estaba sosteniendo un palo con globos amarillos, rojos, verdes y morados que ondeaban en el aire. El niño se exaltó fácilmente por el ramo de arco iris con sus finos colores y le llegó un deseo abrumador de tenerlos todos. Pero sabía que sus padres nunca le comprarían los globos porque dirían que ya era muy grande para jugar con esas cosas. Así que siguió caminando.

Un encantador de serpientes estaba tocando una flauta a una serpiente que estaba enroscada en una canasta, su cabeza se elevó en una curva elegante como el cuello de un cisne, mientras la música entraba a sus oídos invisibles como la suave ondulación de una invisible cascada. El niño fue hacia el encantador de serpientes. Pero sabiendo que sus padres le habían prohibido escuchar música corriente como la que tocaba el encantador de serpientes, siguió adelante.

Había un carrusel que iba a toda velocidad. Hombres, mujeres y niños iban girando, gritando y llorando de risa. El niño los miraba atentamente y se atrevió a pedir: Quiero subirme al carrusel, por favor, padre, madre”. No hubo respuesta. Volteó a ver a sus padres. No estaban ahí, frente a él. Miró a sus lados. No estaban. Miró hacia atrás. No había señales de ellos.

Un grito profundo surgió de su garganta reseca y con un tirón en su cuerpo salió corriendo de donde estaba parado, llorando con pavor, Madre, Padre”. Las lágrimas salían de sus ojos, enrojecidos y desorbitados; su rostro ruborizado dominado por el miedo. Afligido por el pánico, primero corrió a un lado, luego al otro, aquí y allá en todas direcciones, sin saber a dónde ir. Madre, Padre”, gritaba. Su turbante amarillo se desató, ensuciando sus ropas.

Después de haber corrido exaltado e intermitentemente por aquí y allá, se detuvo vencido, sus gritos fueron reprimidos por sollozos. A una poca distancia en el verde pasto pudo ver, a través de sus ojos húmedos, hombres y mujeres conversando. Trató de mirar con atención entre grupos vestidos de amarillo brillante, pero no había señales de su padre y su madre entre la gente, quien parecía reír y hablar solo por el hecho de reír y hablar.

Nuevamente corrió a un santuario que parecía estar lleno de gente. Cada centímetro del espacio estaba congestionado por hombres, corrió a través de las piernas de la gente, sus sollozos persistían: “¡Madre, Padre!”. Cerca de la entrada del templo, la multitud se volvió densa: hombres empujándose, hombres corpulentos con ojos crueles, sanguinarios con hombros anchos. El pobre niño luchabapara avanzar entre sus pies, pero era golpeado por los pasos bruscos de los hombres, pudo haber sido atropellado si no fuera por su grito agudo, “¡Padre, Madre!”.

Un hombre entre la multitud escuchó su grito, agachándose con dificultad, lo recogió en sus brazos. Niño, ¿cómo llegaste aquí? ¿De quién eres hijo?” preguntó el hombre mientras se alejaba de la masa. El niño lloró con más amargura y solo exclamó, “¡Quiero a mi madre, quiero a mi padre!”.

El hombre trató de calmarlo llevándolo al carrusel. “¿Quieres pasearte en el caballo?” le preguntó delicadamente mientras se acercaban. El niño pronto gritó con agudos sollozos: “¡Quiero a mi madre, quiero a mi padre!”.

El hombre fue hacia el encantador de serpientes donde la cobra se movía al vaivén de la flauta. “¡Escucha esa bella música, niño!” le suplicó. Pero el niño tapó sus oídos con sus dedos y gritó con más desesperación: “¡Quiero a mi madre, quiero a mi padre!”. El hombre lo llevó cerca de los globos, pensando que sus colores brillantes lo distraerían y calmarían. “¿Te gustaría un globo con los colores del arco iris?” le preguntó persuasivo. El niño rechazó los globos y lloró, “¡Quiero a mi madre, quiero a mi padre!”.

El hombre, todavía tratando de hacer feliz al niño, lo llevó al portal donde estaba el florista. “¡Mira, niño! ¿Puedes oler esas hermosas flores? ¿Te gustaría una guirnalda para ponerla alrededor de tu cuello?”. El niño rechazó la canasta y siguió llorando: “¡Quiero a mi madre, quiero a mi padre!”.

Pensando en complacer su inconsolable llanto con dulces, el hombre lo llevó al mostrador de la dulcería. Niño, ¿cuáles dulces te gustarían?” le preguntó. El niño le dio la espalda al ofrecimiento y solo lloró, Quiero a mi madre, quiero a mi padre!”.

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