Presentamos una reseña de Jorge Issa G. sobre Escombros de J. Turpy que recientemente se publicó en Círculo de Poesía Ediciones. Jorge Issa G es profesor de filosofía, también ha sido editor y traductor. Nacido en la Ciudad de México, ha publicado poesía y filosofía, principalmente. Escombros puede conseguirse en nuestra librería en línea dando click en la portada del libro.
De ronda por los Escombros de Jean Turpy
En una nota a propósito de sus ejercicios de traducción, apunta Octavio Paz que a la poesía china la caracterizan su universalidad y su intemporalidad, pero asimismo su impersonalidad y una muy habitual ausencia de sujeto. Y aclara que, en cierto poema de Wang Wei, “la soledad del monte es tan grande que ni el mismo poeta está presente”… a pesar —añado yo— de que dé testimonio de ella en su poema. Plenamente objetiva y, bien que viva, también inerte, la poesía oriental en general tiende a reflejar la autosuficiencia pasiva de la naturaleza, como si en su reluctancia a verse humanizada salvaguardara su pureza y cual si apenas en un calculado descuido se dejara una rendija que consiente la mirada etérea, casi imperceptible del poeta.
La poesía que Jean Turpy persigue, asecha y acaba por atrapar en Escombros, quizá sobra decirlo, no es de este género. Porque en ella el poeta rara vez se limita a ser testigo. Antes bien, levanta la voz, escribe notas (incluso cotidianamente), ora con cierta frecuencia y hasta puede interactuar con ángeles; ruega, conjura y se lamenta; pide auxilio, evoca lejanías e inquiere por el silencio y, cuando es necesario, por algún ilustre muerto; luego ensaya quasi-silogismos, padece vértigos o inventa neologismos; tiembla, brinda, ríe y derrama lágrimas, caminando siempre por su vida, pero avanzando con puño terco y sin permitir que lo venza la fatiga; a ratos se derrumba, y mientras vaga en la penumbra, acaso un tanto perplejo, se mantiene atento a la vida, la identifica, la acoge, la deja sorprenderlo; también huye y tropieza consigo mismo; por supuesto, delira, recuerda, sueña, despierta, sueña una vez más, duda y se conmueve; de tanto en tanto se vuelve sombra o siente ganas de incendiar el cielo; en fin, tampoco omite medir sus fuerzas y ya, tratándose de morir, muere y reincide en compañía de otra soledad en un extraño morir transitivo que se perpetra, por cierto, en un domicilio que desconoce. Menudo ajetreo, se diría; en especial por la recurrencia de este último pensamiento, el de la muerte.
En vano habrá de buscarse, sin embargo, algún signo de desfallecimiento. Inclusive el poeta sabe que, aun traspasada la frontera de la vida, esta sed de hacerse presente le seguirá infundiendo aliento, ya fuera apenas para resistir la lluvia, o también para esperar y acompañar, pero sobre todo sencillamente para persistir, pues “los muertos no se fatigan”.
Ahora bien, tampoco elude el dictamen implacable sobre su propia existencia (y, así, declara: “mis padres / […] tuvieron la desdicha / de ver a este hijo suyo una madrugada del 57”). No sorprende, contra este trasfondo, que la escritura de Turpy se halle salpicada de vacíos y desventuras, a ratos circundada por abismos, marcada de tonos oscuros y hasta de presencias patibularias; y todo ello deja como herencia un fuerte sentimiento de desolación. Repárese nomás, para constatarlo, en los títulos de sus ya múltiples libros de poemas (al menos, considerándolos tal como aparecen en su más reciente antología personal). Todos ellos hablan de huecos y máculas, casi de defectos; de realidades que decaen o se empobrecen pero, en ese venir a menos, en su estar fuera de regla, no dejan de hablar de una cierta plenitud y una consistencia perdidas, de aquello que se hace notar por tener una fluidez dispareja en la que se echa en falta su modo de ser original (“Grumos”) o que anuncia lo que antes —y solamente antes— fue pero ya dejó de tener vida (“Rescoldos”); de lo que, cuando llega a subsistir, lo hace en calidad de residuo, por cierto inútil (“Colillas”) o difícilmente utilizable (“Bachas”); en fin, de ese género de cosas que delatan una carencia (“Bosque sin cerezas”, “Puerta sin campo”) o que, ya en el extremo, ahora existen como ruinas (es el caso, precisamente, de “Escombros”). Abundando en esta coloración de las cosas, a la batalla del vivir nunca le falta una buena dosis de sombra: amén de distanciamientos y discontinuidades, hay puertas que se cierran, olvidos y penas, ausencias que calan. En un pasaje —dice el poeta—, los cuerpos, las voces, los tiempos y casi todo lo entrañable “no termina de alejarse”; y se siente, entonces, algo más hondo todavía, algo que, para esfumarse, parece demandar la intervención de una ingeniería existencial improbable. Ahí es cuando los versos de Escombros hacen resonar a tantos cantores y poetas, de Jorge Manrique a Fernando Pessoa, de John Dowland a Miguel Hernández. Anticipándome a las muy diversas evocaciones que aquí seguramente asaltarán a la audiencia, me gustaría citar, sólo para aderezar la idea, al Álvaro de Campos de “Tabaquería”: “Me acerco a la ventana y veo la calle con una nitidez absoluta. / Veo las tiendas, la acera, veo los coches que pasan, / Veo los entes vivos vestidos que pasan, / Veo los perros que también existen, / Y todo esto me parece una condena a la degradación.” Y tres versos adelante: “En cada uno veo el andrajo, la llaga y la mentira.” Es evidente que Turpy también ha caminado entre estos escombros del poeta portugués.
Ahora bien, aun dejando asentado lo anterior, es preciso advertir que la introspección del poeta tiende a abandonar este puerto para proyectarse allende los lindes de la sola herida autoinfligida. Y desde la tímida apertura a recibir señales más prósperas, más favorables, su viaje desemboca —no, por cierto, ocasionalmente— en momentos de auténtica plenitud:
“La luz desciende / con la serenidad de un Dios recién nacido / Las cosas se iluminan / las sombras titubean / El viento borra las huellas de la noche / El agua canta / Soy un testigo más de otro milagro”
Las líneas que siguen traslucen una genuina epifanía:
“La eterna sonrisa del instante: su gracia / El nacimiento de todos los animales / La serenidad de las cosas / ¡Esa luz!”
Y, en fin, el mundo también puede poblarse de buenos augurios, como al descubrir tras el eclipse de “el silencioso cuello de Aleida” que, en realidad, “Aleida es el nombre de la luna nueva”, es decir, de una renovación, de un nuevo comienzo.
Esta inédita conformidad con el entorno desencadena un cortejo —y, encareciendo la idea, podría añadirse también que hasta un acoso— a la vida así percibida, lo cual naturalmente se resuelve en múltiples intentos de enfrentarla, de capturarla y aun de definirla:
“La vida es ese río que acaba de pasar / la vida enfrente / Desde esta mínima orilla la veo ir y venir / (no sé si ella me mira)”
Si bien tal merodeo sólo desemboca en certezas negativas:
“Vivir no es cruzar la puerta de la vida / o preguntar por ella”
Y más adelante:
“Es algo más / —hay que cerrar todas las puertas / Vivir no basta para vivir”
Se diría que hay, sí, una afirmación de la vida —ese “rincón de tiempo, [ese] espacio simultáneo que vacila”—, pero una afirmación que no acaba de ser rotunda, que no quiere deponer sus reservas. Quizá por ello, en el territorio del amor —vida pura, digo yo, vida a secas— sólo se dan breves incursiones, como pinceladas dispersas que permiten barruntar cierta ternura que no se confiesa abiertamente:
“Tu mano […] / la dulce tregua que une dos palabras / […] Como cuando cantabas en el bosque lo alto de la tarde / […] Como saberte tibia entre mis brazos”
Pero luego viene la frase que matiza la escena porque apacigua el sentimiento:
“Y era la vida la que nos dejaba mudos”
Se comprende, en suma, la cautela hacia el amor, dado que a éste lo acompaña “un ejército de penas” o bien se revela como “una cama vacía”, cuando es Dios mismo el que auspicia “el llanto en los ojos grises de una muchacha” y una mujer, que en un momento se afana en reunir espuma para “embriagar a las gaviotas”, acaba aplicando “los blanquísimos dientes” para cortarse “las venas de las manos”.
Estas visiones tienen, naturalmente, el efecto de ponernos “tristes delante de la vida” y suscitan la pregunta de si este “Apocalipsis” no será más bien “una pesadilla / una mala jugada del insomnio”. Descartada definitivamente esta posibilidad, el poeta tiene que cerrar los ojos y lo asalta entonces una certidumbre que lo obliga a confesar: “Vivo buscándome entre los muertos”.
Cuánto hay de cierto en tal frase se revela en los poemas que le siguen inmediatamente. Porque se inicia enseguida una suerte de peregrinar por libros necrológicos, un registrar óbitos que luego lo hace demandar explicaciones, escribir fragmentos y oraciones que dedica a quienes siente como sus muertos; los cuales son mayormente suicidas, poetas todos ellos que, en cuanto tales, se muestran capaces de seguir cantando, aun ya inertes y “con la garganta rota”. Las frases dedicadas a tales sucesos no solamente hablan de ceniza, aves de rapiña y flores silvestres, sino que logran alcanzar el tono elevado de una jaculatoria. Un zapato polvoriento a mitad del camino consigue transmitir el inmenso abandono que entonces siente el poeta; y después la desesperación ante la ausencia, ya inapelable, de Celan, Maiakovski… y, quizá también, por todos los demás suicidios literarios de los que jamás podrá dar cuenta ningún sesudo académico, por más que mil poetas lo increpen con violencia.
Quisiera, por último, referirme a una poderosa presencia que recorre transversalmente casi todas las composiciones de este libro. Se trata del paisaje. Acaso con la sola excepción de la tierra, todos los elementos del ambiente reclaman un lugar en la atención del poeta, se filtran, se imbrican con sucesos y emociones y con frecuencia devienen protagonistas o son lo auténticamente trascendente. Así, por ejemplo:
“Las nubes acechan mariposas / detrás de un árbol de azufre / ¡Oh templanza de colibríes! / (La espuma se sonroja)”
O un haikú (escrito, por lo demás, con total apego a la regla):
“Cantan los gallos / baja por los caminos / la madrugada”
Y, en fin, el que a mí más me gusta por su inventiva verbal y su fuerza analógica y sugestiva:
“Lunecen los bosques / Cascadas: laberintos / sueño que duermo”
El hecho es que el entorno se hace sentir (“El sol bosteza cada vez más cerca”) y hasta es capaz de adueñarse de la escena: “La noche duerme / junto al gato de peluche”.
Entre los poemas que merecen una atención especial hay que enlistar “Sueño en Culiacán” —de acusado influjo paciano (por Octavio Paz)—, donde casi se dota de carnalidad a la palabra y se persigue a fondo su interacción dialéctica con el sueño. Pero quizá se deba destacar aún más “Amapola de papel”, que en sus poco más de 200 versos organizados en tres largas partes contiene y condensa de manera muy transparente prácticamente todos los temas y también todos los recursos estilísticos que Turpy despliega en general en sus versos. Este poema exhibe imaginación, ensaya cadencias, alcanza más de un clímax y en varios pasajes habla con elocuencia. Propicia, además, descargas emotivas que no desprecian el valor del desahogo y la invectiva. Es sinuoso, multiforme y completo.
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Visto en un plano general, Escombros se nos presenta como un estudio acucioso de una personalidad y su entorno. El poeta es un investigador en cuyo afán a veces parece campear el presentimiento de que, cavando más hondo, se podrá arribar a algún saber subterráneo o, quizás, primigenio. Si luego cerramos la toma, en algunos poemas lo vemos afanado en descubrir su propio revés, sus precondiciones, tal vez otra de sus caras posibles. Casi siempre es una voz que se busca en sus múltiples ecos, lo que produce un impulso expansivo a devorar la experiencia, a exprimirla aun si en ocasiones tiene un gusto amargo. Es verdad que declara de modo explícito que nada le es indispensable (“no encuentro una sola cosa que más tarde habrá de hacerme falta”), pero habría que hacer una excepción importante: justo esa búsqueda obsesiva del sí mismo que incluso termina por cobrar la forma de la ultrapresencia. Atenazado por este prurito, aun en la estrechez de los poemas breves se hace patente la personalidad del poeta. Y aquí hay que preguntar: ¿cuál es la figura o la silueta que, en definitiva, emerge de esta casi cincuentena de poemas, de este montón de “escombros”? Pues bien, lo que yo encontré fue un personaje que, así se deje rondar de tanto en tanto por un cierto fatalismo, no desdeña los suaves aromas de la existencia, y se desdobla por momentos en un muy curioso observador de su fuero interno, que, empero, se esfuerza por no perder de vista lo que pueda ofrecerle el mundo alrededor. Y cosecha, por supuesto, hallazgos en los dos ámbitos, a los cuales reacciona con estallidos poéticos, en un lenguaje agridulce, manejando con habilidad pausas e intermitencias, dejándose llevar por la intuición de lo instantáneo pero sin renunciar a perseguir lo duradero; en fin, consciente de que, por encima de todo, ha de alinearse del lado de las palabras, porque en la esfera principal de sus pesquisas —que es el hermético territorio de las emociones— “decir […] siempre hace falta”.
Jorge Issa G.