Presentamos un ensayo de Obed Noriega sobre el compositor, musicólogo y poeta Óscar Chávez, recientemente fallecido a la edad de 85 años. Figura fundamental para comprender la tradición de la canción popular mexicana pues a lo largo de su trayectoria hizo un importante rescate diversas composiciones musicales y poéticas. Obed Noriega ha publicado en la revista Fricciones y en Círculo de Poesía. En 2014 fue incluido en la antología Todos los nombres cuentan. En 2016 ganó el PECDAS con un proyecto de escritura de ensayos sobre compositores contemporáneos sinaloenses. Desde 2017 ha impartido talleres sobre composición en espacios culturales como Lugar D y el Centro Sinaloa de las Artes, en Culiacán, y en la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil, en CDMX.
Una canción por Óscar Chávez
Óscar Chávez. El del canto grave, como si su voz infantil se hubiera robustecido con otras voces que fue recolectando en el camino. Primero, de boca de su padre y luego, a través de la extensa investigación sobre canciones antiguas que su apetito de conocimiento le permitió en una vida. El del canto sabio, aunque no parecía interesado en querer evidenciarlo en entrevistas y, más bien, se mostraba franco frente a la finitud del hombre y a lo osado de sus ambiciones: “Son tantos los proyectos, a ver cuántos puedo terminar, la vida es la vida”, admitió en una entrevista en sus últimos años.
Desde su disco inaugural de 1963 se asoma el espíritu crítico de un artista que, en los primeros años de su carrera, en lugar de dedicarse a la grabación de canciones propias, optó por reinterpretar la tradición cancionista. Fue hasta 1970 que Chávez (ya con 35 años de edad y 5 LPs publicados) sacó por primera vez un material con canciones de su autoría llamado De la Película “La Generala”. Óscar Chávez canta sus propias canciones (1970). Antes de éste, su labor en el oficio de la canción se dirigió hacia la grabación de temas que no eran suyos; desde romances del periodo novohispano (Román Castillo), pasando por canciones del siglo XIX (“Mariana”, “Marihuana”) hasta las de procedencia latinoamericana (como “Hasta siempre comandante” de Carlos Puebla).
El llamado Caifán mayor, junto a exponentes del Canto Nuevo tales como Amparo Ochoa y Los Folkroristas, fueron en la década de los sesenta representantes rentables de un modelo hasta ese momento inédito dentro de la industria musical (y que opera hasta hoy en día): el del intelectual nacionalista. Aunque en décadas precedentes, ya habían alcanzado fama figuras vinculadas a la mexicanidad como José Alfredo Jiménez y Pedro Infante, su área de trabajo se restringía a lo que el ensayista Carlos Monsivais llamó, en su clásico Amor Perdido, “una canción urbana con memoria agraria”; un tipo de canción que por sus temáticas y sus recursos líricos y musicales, brindaba al público radial de los años treinta (en su mayoría constituido por migrantes rurales recién llegados a las urbes) una sensación de familiaridad y de restitución simbólica de lo perdido. En contrapartida, el nacionalismo de la generación de Chávez y, particularmente, el concerniente al propio artista, no se tradujo en la mera nostalgia del rancho ni recurrió a los símbolos estereotípicos de lo nacional (como el sombrero o las botas). Su discografía, por el contrario, representó una puerta de entrada para el público de masas a documentos históricos y culturales que contienen parte de nuestra identidad colectiva.
Bajo el amparo del sello de música popular Polydor, al cual entró por mediación de la musicóloga y radiodifusora Lilian Mendelssohn, ese joven apuesto, de patillas virreinales, se presentó desde los albores de su carrera como el facilitador de una herencia lírica que permanecía (y permanece, aún hoy) en buena parte inadvertida. Al llevar el cancionero popular hacia el mercado discográfico, Chávez logró colocar en el gusto del público composiciones que de otra manera difícilmente hubieran sido recordadas. En este sentido, su oficio como cancionista trasciende al de su labor compositiva, alcanzando también áreas como la difusión cultural y la investigación musicológica.
Sus canciones (su selección, su interpretación) no podrían ser fácilmente reducidas a lo que Monsiváis denomina “manufactura de lo típico”, es decir, ensayos, fabricaciones, tecnificaciones de una industria interesada en enfrascar el concepto de lo nacional, pegarle una etiqueta exótica y ponerlo a la venta. Su actuación en el panorama de los sesentas, más bien, viene a validar un tipo canción nacionalista diferente; una de índole intelectual, comprometida con la tradición popular y sin motivaciones tan explícitamente mercadotécnicas. A través de este canto nuevo, Óscar Chávez combatió el arraigado servilismo hacia la industria que, históricamente, ha aquejado a la canción mediatizada y trató de evitar (aunque finalmente no lo haya logrado ¿quién podría?) que su oficio fuera transformado por los mecanismos comerciales en un agente de producción más del capitalismo.
Si bien Óscar Chávez no consiguió escapar de la vorágine comercial (tornándose emblema de un público con pretensiones intelectuales, ávido por consumir productos “hechos en méxico” y con una carga ideológica de izquierda) al menos fueron fructíferas sus tentativas de darle nueva vida a diferentes tradiciones literarias, orales y escritas, de México y Latinoamérica, enriqueciendo y retroalimentando el repertorio lírico de nuestro presente con el de nuestro pasado y nutriéndolo, a su vez, con el de otras latitudes. El éxito de esta empresa radicó, en parte, en la capacidad que tuvo de reaprovechar, con nuevas intenciones, la riqueza estilística presente en la tradición. Fue, en palabras del rockero Jaime López, un “folclorista en sentido estricto”; trabajó a partir de la tradición, la recicló, le otorgó un nuevo aliento y, sobre todo, supo cómo contradecirla. Tengamos presente que, como comenta López al recordar una frase de T. S. Eliot: “la mejor manera de preservar la tradición es contradecirla”. La frase cobra significado al cotejarla con los recursos de reapropiación presentes en grandes éxitos del repertorio de Chávez, como La Casita (cuya versión original la escribieron Felipe Lara y Manuel José Othón). En su interpretación, el cantautor capitalino contradijo el sentido primigenio de la canción (que describe las bondades de la casita de la infancia) pero reutilizó su melodía y parte de su letra con el fin de hacer una crítica, en tono irónico, a la acumulación ilícita de riqueza por parte de la clase política. De esta manera, otorgó nueva vigencia a pasajes de la tradición que poco decían ya a las nuevas generaciones.
Así como éste, otros ejercicios de reapropiación de nuestra tradición literaria abundan en la discografía del Caifán Mayor. Tristemente, en el México contemporáneo, son pocos los cantautores interesados en reclamar esa herencia lírica y musical que Óscar Chávez tanto difundió —claro que los hay; está Maria Inés Ochoa, la Rumorosa, que con su portentosa voz nos ha traído temas clásicos que su madre, Amparo Ochoa, cantaba (como “El Barzón” y “Malagueña Salerosa”), así como versiones más atrevidas como aquella en la que traslada del género rock al mariachi la canción de “Antes de que nos olviden” de Caifanes. Está también el poecantor David Aguilar, quien, además de un proyecto de reamornización de clásicos populares que se trae entre manos, inventó en su disco El Ventarrón letras para dos temas instrumentales del repertorio popular (“La Cuichi” y “El niño perdido”). Están, inclusive, los astrales Ampersan que han musicalizado poemas como “Falsa canción de baquiné” del puertorriqueño Luis Palés Matos y “El apolo” del nicaragüense Leonel Rugama. Sin duda existen muchísimos músicos más, pero, con todo y eso, aún faltan muchos más.
Faltan proyectos que reinterpreten canciones antiguas, desconocidas para tantos. Falta interés por la experimentación entre géneros, por llevar un ámbito al otro (un poema hacerlo canción, ponerle música a una melodía [des]conocida). Falta perder un poquito la obsesión por la composición de canciones propias y voltear a ver un momento nuestra historia, o por lo menos, nuestra contemporaneidad. Considero, pues, que más allá de los consabidos homenajes y la repetición incansable de sus grandes éxitos, un gesto apropiado por parte de la comunidad de músicos en homenaje luctuoso a un artista como Chávez sería que cada uno hiciera su propio ejercicio de reapropiación del repertorio popular o literario de su predilección. Una canción por Óscar Chávez.