Presentamos un ensayo de Casandra Gómez (Xalapa, 1996). Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas. Primer lugar en la categoría de Ensayo y tercer lugar en la categoría de Relato del Premio Nacional al Estudiante Universitario (2020), organizado por la UV. Becada en 2018 por la FLM, en el Curso de Creación Literaria para Jóvenes. Algunos de sus textos pueden leerse en Revista Literaria Taller Ígitur y Revista Literaria Tintero Blanco. En 2017, realizó una estancia en la Universidad Nacional de La Plata, Argentina.
Esta colaboración fue seleccionada en la Convocatoria 2020.
¿A qué huelen los muertos?
I
Visitar Servicios Periciales es como adentrarse en la Francia del siglo XVIII que habitó Jean-Baptiste Grenouillela en El perfume de Patrick Süskind. Una Francia donde el “calor se abatía como plomo derretido sobre el cementerio y se extendía hacia las calles adyacentes como un vaho putrefacto que olía a una mezcla de melones podridos y cuerno quemado”. O es como extraviarse en la Rusia de Ukleievo que Antón Chejov nos describe “En el barranco”, con su aire contaminado de ácido acético, emitido por las fábricas clandestinas. Pero en los alrededores de los Servicios Periciales mexicanos es mucho peor porque el aire se vicia por el olor de los cuerpos en descomposición y el cloroformo.
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Son olores difíciles de imaginar. Recuerdo con esto una escena de Ensayo sobre la ceguera: la esposa del médico regresa a la bodega del supermercado a buscar comida y, al abrir la puerta, el hedor de los cuerpos putrefactos nos abate como a ella. Es hasta que estamos parados en un lugar como Servicios Periciales cuando comprendemos el quebranto que sufre la esposa de ese médico, la misma repugnancia que siente ese personaje.
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La Dirección General de Servicios Periciales se encuentra en la periferia de la ciudad, en lo más alto de un cerro. Para llegar debes subir una cantidad exagerada de escalones. Una vez arriba, el olor y la soledad se potencian tanto que, como en una novela gótica, el lugar pareciera estar habitado por monstruos terroríficos.
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Me pregunto si los vecinos de las inmediaciones aún perciben este olor. Pienso, por ejemplo, en aquella escena de No hay cielo sobre Berlín de Helga Schneider: todos escondidos en un sótano mientras el cuerpo de una joven comienza a pudrirse a unos metros de ellos. Al principio les cuesta respirar pero es probable que el sentido de supervivencia nuble el olfato.
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Uno pensaría que el olor de un muerto es intolerable. Pero jamás me cuestioné sobre ello. Todas estas historias literarias regresaron de golpe cuando pude descubrir a qué olía un cuerpo sin vida. Estamos tan acostumbrados a ver cadáveres en la televisión y redes sociales que parece que olvidamos –o ignoramos– que son reales.
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Después de varias visitas a Servicios Periciales entendí cómo es que la gente puede habituarse a ese lugar porque yo también comencé a acostumbrarme al hedor. Pronto pude conversar como si nada con el policía de la puerta y comer tranquila en los establecimientos de la entrada.
II
Ser mujer, en un país como México, te recuerda a diario que por mucho que sueñes con salir de forma libre no es posible. Ni siquiera se puede confiar en tus compañeros o colegas. Claro que eso lo aprendes mucho después. De niña te enseñan a desconfiar de los hombres mal vestidos y con tatuajes, del que está en la banqueta con su mona de tíner. Nadie te explica que los violadores pueden tener posgrados, vestir bien y tratarte como una dama. Eso es puro conocimiento empírico.
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Durante mi paso por Servicios Periciales vi a muchas madres llorar. Esto me hizo pensar que, después de todo, lo mío no era tan malo. Agradezco que mi madre no tuviera que reconocer mi cuerpo, como tantas otras que sí lo hicieron con sus hijas. Sólo que después de una violación me parece injusto tener que resignarme con estar viva.
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Cuando conocí la historia de 1953/2018 comprendí la necesidad de hablar sobre esto. Estos ochos números, separados por una diagonal, son el nombre con el que bautizan a las personas que intentan denunciar. Pero 1953/2018 no tuvo oportunidad de contar a los peritos su versión. 1953/2018 salió un día rumbo a la escuela, sin que su madre y su hermana supieran que ésa era la última mañana que compartirían con ella. No se sabe exactamente si fue a su regreso, o más tarde, cuando su vecino la acorraló y se metió con ella a su casa. El hombre la violó en repetidas ocasiones mientras la grababa con su celular. 1953/2018 murió luchando. Su cuerpo apareció diez días después enterrado bajo un montículo de piedras, en un lote baldío. Fueron los vecinos quienes reportaron un olor extraño. Nadie se imaginaba que ese olor era el de 1953/2018.
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La madre de 1953/2018 me cuenta que todas las noches se da un largo baño, quizá con la intención de borrar el olor profundo que deja Servicios Periciales. Pero nada lo quita. El asesino de su hija sigue prófugo. La policía hace su mejor esfuerzo: aunque los peritos de informática tienen como prueba el celular del hombre, no hay forma de seguir su rastro. Le piden que sea paciente, una vez arrestado podrán iniciar un juicio en su contra. Como si eso fuera a borrar el olor de 1953/2018 de la casa y de toda la colonia.
III
1566/2018 me mira con miedo. Tiene apenas unos diez u once años. Quiero decirle que todo saldrá bien, que ya no pueden lastimarla allá dentro. Pero de nada sirve mentir. Contar la historia de 1566/2018 no tiene sentido, no porque no duela, sino porque hay historias que no me parecen oportunas relatar. El médico legista nos llama a cada una por nuestro número de carpeta. En los casos de abuso sexual, ese número se convierte en tu nombre. También yo tengo miedo.
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Adentro te piden que te desvistas. Que te acuestes en una camilla tapizada de vinipiel negra, con una sábana blanca llena de manchitas cafés, que es mejor no cuestionarse de dónde vienen. Me pregunto cuántas mujeres, cuántas niñas, han pasado por esta misma camilla; si sintieron la misma vergüenza que yo. Cierro los ojos y abro las piernas. Pienso en 1566/2018. Me pregunto si el médico fue más amable con ella. Aprieto con más fuerza los ojos. Que acabe pronto. Pienso en Scherezade contándole historias al Rey para prolongar su vida. Intento recordar mi favorita, no para contársela al médico —que se mantiene impávido y se limita a darme instrucciones—, sino para escapar como tantas veces lo hice de niña, imaginándome en cuentos de hadas o en el mundo lleno de magia de Harry Potter. Porque es probable que 1566/2018 hiciera lo mismo.
IV
La madre de 1513/2017 le dice a la de 1953/2018 que quisiera por lo menos encontrar el cuerpo de su hija. 1513/2017 desapareció después de una fiesta con sus amigos. Prometió llegar a las 3:00 de la mañana, pero a las 12:00 dejó de contestar el celular. Sus amigos no recuerdan en qué momento se fue de la reunión. La madre de 1513/2017 regresa cada semana a Servicios Periciales. Nunca hay nada nuevo; no hay un cuerpo por reconocer. Le piden que tenga paciencia. Así es esto. Ella no pierde la esperanza. Yo, en cambio, ya la perdí.
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Después de días yendo y viniendo a Servicios Periciales comienzo a olvidarme de por qué estoy aquí, de mi olor. Yo denuncié porque creí hacer lo correcto, porque me presionaron para sentir que tenía la responsabilidad de que no le sucediera a otra chica. Si mis agresores abusaban de alguien más, eso decían, ya habría un antecedente y sería más fácil armar un caso en su contra. No sucedió. Hubo cuatro carpetas más, pero todas quedaron archivadas entre el montón de denuncias que mujeres como yo hicieron. Muchas creímos que contando nuestra historia, una y otra vez, en una Fiscalía Especializada para la Atención a Delitos Contra la Mujer, alguien entendería nuestro dolor y nos ayudaría a hacer justicia. Pero un Sistema que no está hecho para protegernos sólo hace que sientas lástima por ti misma. Te convencen de que debes sentirte mal todo el tiempo. Cuidas de que no te vean usar un escote de nuevo porque entonces no te dolió lo suficiente.
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Hace semanas que las personas que me alentaron a denunciar ni siquiera me escriben. Las más feministas fueron las primeras en darme la espalda. No las culpo. Twitter no se parece a la realidad. Enfrentar a los agresores es mucho más difícil que hacer un post en Facebook. En alguna ocasión, las vi a todas ellas con playeras de la cara de 1953/2018 en una marcha feminista. Protestamos juntas. Gritamos porque se hiciera justicia. Al día siguiente estaban desayunando con mis agresores.
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“Yo habría preferido, aquella noche, ser capaz de dejar atrás lo que habían enseñado a mi sexo y degollarlos a todos, uno por uno. En lugar de vivir como una persona que no se atreve a defenderse”, escribe Virginie Despentes, en Teoría King Kong, tras narrar su violación.
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Después de dar muchas vueltas, te cansas de esperar a que se haga justicia. Lo más cansado es cuando nos dicen que seamos pacientes, que no pasa nada, dios los hará pagar por todo el mal que hicieron. Nosotras debemos el perdón.
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Como Despentes, yo “no estoy furiosa contra mí por no haberme atrevido a matar a uno de ellos. Estoy furiosa contra una sociedad que me ha educado sin enseñarme nunca a golpear un hombre si me abre las piernas a la fuerza, mientras que esa misma sociedad me ha inculcado la idea de que la violación es un crimen horrible del que no debes reponerte”.
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La última vez que fui a Servicios Periciales me enteré que extraviaron las únicas pruebas que tenía. Descubrí que los muertos, o por lo menos todos los que terminaban en Servicios Periciales, olían a injusticia. Yo, después de todo, sí dejé de distinguir el olor de los muertos, quizá porque yo también me siento un poco muerta.
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En alguna conferencia, un escritor dijo que escribir es coleccionar las historias de los demás. En cualquier caso “contar historias no sirve de nada, no arregla vidas rotas. Pero es una forma de entender lo impensable” (Valeria Luiselli). Esta etapa de mi vida me hizo reconocerme como 1980/2018, un nombre roto, sin pruebas y sin soluciones.