Poesía mexicana: Blanca Álvarez Caballero

Leemos poemas de Blanca Álvarez Caballero (Zinacantepec, Estado de México, 1975). Es Maestra en Humanidades por la UAEMEX. Poeta y ensayista. Tiene publicados el libro de ensayos Sísifo amoroso. Poética simbólica de Félix Suárez (Secretaría de Cultura del Estado de México, 2018), los poemarios Amanecer incierto y solitario (Instituto Mexiquense de Cultura, 2001),  Ausencia del marino (IMC, 2004) y Odiseo regresa (IMC, 2008). Fue becaria por el  Fondo Estatal para la Cultura y las Artes del Estado de México (FOCAEM) en 2004, 2007 y 2011. Jurado en concursos nacionales e internacionales. Presea Zinacantepetl, en  Artes y Letras “Matilde Zúñiga Valdés”, en 2015. Presea Ignacio Manuel Altamirano Basilio, en 2005.

 

 

 

 

 

Pozo

 

I

 

Hay un hombre

con blanquísima piel

y ojos oscuros.

Pozo antiguo,

grisáceo primero;

después, profundo.

 

Un hombre ojos de túnel

entre árboles y cielos,

en miradas que cruzan videncias

por ambos conocidos.

 

Un hombre en cuerpo frágil,

con espíritu fuerte,

que eleva su intelecto

y urde un sitio mental.

 

Hay un hombre que busca

–venido de muy lejos–

impedir que yo mire

la hondura de su pozo

–tan semejante al mío–,

velado por los dos.

 

Y no alcanza el cabello,

la blanquísima piel,

cubierta hasta su sombra,

para saber que hemos venido

a recorrer veredas,

a lidiar con la senda

de lo que varios llaman

por siempre el más allá.

 

 

 

II

El pozo muestra el reloj en la varada hora,

enajenado entre muros y granizo sin descanso a la pobreza.

Su universo es una laptop desinflada –no ella–,

la máquina del tiempo que vio Chaplin en The modern times.

 

Él ha llorado solo en dormitorios de casas y hospitales.

Él está muerto en manicomios de oficinas resistentes

a los naufragios  del progreso, el éxito infrahumano,

la más infame de todas las murallas: generalizar.

 

Su batalla está aquí y en otras dimensiones,

etérea, como somos, aunque él lo esconde siempre.

Marinero de blanquísima piel, cabellos ondulados:

hilos de seda y filos de metal.

 

Me dueles más que siempre, con tus ojos oscuros –el túnel sin final–.

Mira bien tu reloj en la casa de locos, oculto entre los libros.

Aquí yo estoy, por si algún día contestas desde ése tu resquicio,

tan místico y cercano. Marinero de entonces, siempre nos conocimos.

Quien espera respuesta no son tus ojos sabios,

ni tu mirada a veces turbia; sino los míos, tan llanos.

Tal vez soy nada más, soy ésta, aquélla a quien logras persuadir.

 

 

 

III

La clave está en la piel de tu blancura

con que existes entre árboles que guían

el transitar de un mundo a otro

que no se llama tierra, asfalto, hierro;

sino espesura en ojos, abismo de tus muertes,

el regreso constante a inevitables horas,

éstas, las del temible-amado, ajeno y sabio

pozo de tus cabellos; el túnel sin  final.

 

Dime dónde naciste,

antiquísimo pozo de furia y de bondad. 

En tus  ojos  oblicuos ancla mi  piel su arena.

Tus manos con firmeza reposan en  las mías.

Tu voz es  sólida y pausada.

Tus brazos, sutiles y a la espera.

Tus cabellos, la llama que me enciende.

Tu blanquísima piel, el mar en que mi cuerpo adentra.  

 

 

 

Insomnio

I

 

Templo, pozo, túnel

en que descansa

mi cuerpo dolorido.

Sigilosa abandono

mis dedos sobre tu pecho.

Urgan  mis labios

tus rozados pezones

que poco a poco bebo.

 

Y lenta bajo.

Liviano eres

hasta engullirme

en tus entrañas

y saborear tu grito

dentro de mí,

como el insomnio

que no cede.

 

Allí, donde el clonazepam

no cumple sus efectos.

Me hiendes,  marinero.

Tu agua en calma acecha

en cada imagen tuya

dispuesta a revolcarse

en mi marea.

 

 

 

Insomnio

II

 

El insomnio es el lecho

de poemas para tu oído.

Es oración, murmullo

el roce de mis manos

que místicas te tocan.

 

Pozo que busca a tientas

mi mente quebradiza,

amanecer que irrumpe

con cuatro o cinco horas

de sueño  y regocijo.

 

La noche ya no es noche,

sino templo que encuentran

mis ojos en tu espalda

–más diáfana que siempre–

al soltar tus cabellos

rizados en mi pecho,

mientras bajas despacio,

te hundes en mi vientre 

al tacto, sí, al tacto

de tu camisa negra.

Túnel donde se olvidan

ojeras y neuralgias.

 

 

 

Voy a dormir ahora,

como Alfonsina Storni.

Te aguardo entre mis letras

para que seas tan mío

–rizado marinero–,

tanto que un día me  quieras

–lo decidas–

en versos describir.

 

 

 

 

Insomnio

III

 

Guardemos los relojes 

–los guardaremos siempre–

para un trozo de luna,

un sol entero donde su luz

en nuestras sienes se evapore,

entre dedos ansiosos

de agua acidulada

del mar que ahora es nuestro.

 

Y diré que tú tienes

la forma de mis manos,

el color de mis ojos,

o que yo me sumerjo

en tu incesante pozo,

como el ave en el cielo

habita mi latir.

 

 

 

 

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