Leemos poesía colombiana. Hugo Oquendo nos acerca al trabajo de Gerardo Rivera (Medellín, Colombia, 1942). Se trata de una breve selección de poesía del libro inédito Paloma sepultada. Dice Oquendo: “En su obra, el acto de acariciar con la mirada las sombras del mundo se torna en una forma de despedida o quizá de eternidad. De esa eternidad de un dios de sueños vencidos, que ante la inminencia de la muerte rechaza la idea de sólo esperar, pues como un fantasma refugiado en la noche se sienta a escribir en la cama acompañado de sus gatos dormidos. De su poesía, dice William Ospina, que “el mundo en sus palabras es milagroso, pero lo es de una manera reposada, como saben serlo el agua, las hojas”. Esta manera de sentir el mundo también queda reflejada en la forma como estructura sus poemas, apelando a un simbolismo, distinguiéndose por versos concretos, cuya espacialidad entre las estrofas develan el ritmo sosegado de un viejo dios, que como piedra sumergida ve pasar el vuelo de los pájaros”.
Gerardo Rivera, Medellín estudió Derecho pero, “por amor a la justicia”, nunca ejerció. Como viajero excomulgado, deambuló por Europa y el Norte de África durante dos décadas, al regresar a Colombia trabajó como publicista. Se radicó a las afueras de Cali, donde vive en una casa de madera, en un bosque de una montaña, solo y sin plata, cual ermitaño. Dentro de sus obras se encuentran: El viajero de los pies de oro (Medellín, 2003), A lo largo de las estatuas de Octubre (Cali, 2004), Una nada cubierta de hojas (Cali, Premio Jorge Isaacs 2005), Los vinos del desterrado(Bogotá, VII Premio Nacional de Poesía José Manuel Arango 2012), El lugar de la espera (Premio XVI del Concurso Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus, Cúcuta 2015) y su más reciente antología El libro de los senderos olvidados (Bogotá, 2018).
Hugo Oquendo
Donde cabalgan tus caballos
¿A quién miras
fría humedad marchita
callada en el espejo?
¿Por qué ya muerta
a todos nos amenazas
con tu espada muerta?
Volaste, volaste desde muy lejos y ahora por fin has llegado
y en tus negros jardines derrotados sacudes tu atardecer final,
previo a la noche con todas tus lágrimas.
Y desde tu mano augusta arrojas al infinito tus ciegos
pájaros de polvo.
Fuiste mi hija, madre mía,
fuiste la locura que llegó
con el lobo.
Y ahora eres como una cisterna muy honda
donde ninguna luna se asoma.
Después de ti
sólo queda un silencio de almena,
una bocanada de humo
que borra a todas las aldeas
y añade un huracán nefasto a toda flor raída,
a toda lámpara.
Ya estás aquí tus pasos te trajeron,
te trajeron tus pájaros, tus terribles caballos,
la raza coloreada de todas tus lágrimas.
Brilla y pule con tu brisa el oro que sobrevuela
todo tu negro territorio.
El túnel amargo que conduce
al laberinto
donde arden tus espejos,
donde cabalgan tus caballos.
Negra maestra de los pájaros
Ángel diamante
dejaste sobre mí una soledad alada
la noche de las rocas se asomó a mi ventana.
Siempre soñé que me obligabas a ir detrás de ti
a la parte triste y olvidada de tu sombra,
desde tu sed embalsamadora maestra,
solitario demonio de la estrella.
Cruza, cruza esa puerta, abastéceme con tu cielo gris,
con tu holocausto nevado de reina loca.
Dame a beber tu leche,
alcánzame el cuenco prodigioso.
Que yo pueda ser el devoto de tu naufragio,
tu hijo perro, tu huérfano póstumo.
Que pueda yo tenderme a tu costado, a tu leyenda,
blanca madre prohibida, negra maestra de los pájaros.
Tu alquimia maternal me llevó sin yo querer
a ser tu víctima, a la trampa que habías puesto para mí,
a tu blanca muerte luminosa.
Oscura eternidad
A veces se escuchan,
duro se escuchan,
vienen, llegan desde la noche
como un fuego mutilado hacia el perpetuo abismo.
El bosque los reconoce, sabe quiénes son y por eso calla.
¿Y después de haberlos escuchado,
ahora dónde estás tú,
indeciso, sin amor,
sin nada ni nadie que sueñe?
Nada ni nadie, sólo un ferroso recuerdo
de aldabas infantiles que se abrían, trayendo hasta tu cama
una tibieza, una respiración tranquila
como un jardín inesperado.
Todo lo que después llegaría
con sus ecos para ser recordado.
Ahora ya eres tu propio refugiado,
escribes en la noche sentado en tu cama acompañado
por tus gatos dormidos.
Ya los escuchas, llegan para ofrecerte
sus temibles aguas, su oscura eternidad.
Paloma sepultada
Entra te digo,
no tengas ningún temor esta es mi casa,
mi casa vacía, mi casa muerta,
una casa para el viento.
Escúchame, soy yo,
estoy hablando solo, muchas cosas debo decirle
al silencio.
Entra, yo te haré mi hija predilecta,
la voz que clama en el desierto,
soy casi el anochecer, casi el relámpago,
yo anuncio la tormenta.
Déjame mirarte, qué hermosa eres
mendiga infinita,
desolada maestra de los pájaros.
Entra, iluminadora de mi viejo amor,
forjadora de mis viejas cadenas,
bendice mis desechas sonrisas.
Ven a tenderte aquí a mi lado,
duerme conmigo junto a este muro sangriento,
coloca tu señal sobre mi frente.
Madre silenciosa, caminante ciega,
paloma sepultada.
Abrazado al misterio
A cada instante nos vamos de aquí
marcados por el oleaje
y aunque parece que algunas veces regresamos,
siempre nos quedamos allá, náufragos perdidos.
Después de la vejez con dedos principescos
esculcamos en viejos cajones donde a veces encontramos
los restos de otras vidas, alas caídas, mariposas muertas,
el vuelo de pájaros inciertos que alguna vez
estuvieron con nosotros.
Y ahora resplandecen en un eclipse de olvido.
Eres ya el fantasma que recorre una casa vacía,
buscas otras huellas,
Tal vez te agachas para recoger las monedas de oro
que dejó caer alguna primavera.
Sólo el viento pasa, el viento que no se ocupa de ti
ni de los escombros de tu alma.
Perteneces al lugar callado, al lugar del naufragio,
a la espera que te amenaza con el brillo de su espada.
Ya te lo han dicho,
eres una hoja caída que giras y te vas
abrazado al misterio.