Hugo Mujica (Buenos Aires, 1942) es uno de los referentes de la poesía argentina contemporánea. En los años sesenta, como artista plástico, participó del ambiente del Greenwich Village de Nueva York y guardó siete años de silencio dentro de la Orden trapense. En 2005 Seix Barral la publicó en “Poesía completa. 1983-2004”, en 2011 se editó su último libro de poesía: “Y siempre después el viento”. En 2016 publicó Barro desnudo y en 2019, A las estrellas lo inmenso, ambos bajo el sello de Visor.
QUEMAR LA OBRA
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Así como Orfeo, cuando se vuelve hacia Eurídice, deja de cantar, rompe el poder del canto, traiciona el rito y olvida la regla, asimismo es necesario que en cierto momento el escritor traicione, reniegue de todo, del arte, de la obra y de la literatura, que ya no representan nada, en comparación con la vislumbrada verdad de lo desconocido que desea captar, de Eurídice, a quien desea ver y no cantar. Solamente al precio de ser renegada la obra puede adquirir su mayor dimensión, la que la convierte en algo más que una obra.
Maurice Blanchot
La renuncia a sí mismo es el inicio de toda obra, de todo arte, la renuncia a la obra, también ella, es otro inicio.
Casi con un pie sobre el umbral que inauguraría la cuenta de los años con la sigla d. C., en Brindisi, a orillas del mar Adriático, moría Publius Vergilius Maro, llegado hasta nosotros como Virgilio, el autor de la Eneida, ese deslumbrante intento de cantar las virtudes del pueblo romano, de fundar la mitología de otro de los tantos imperios que se creyó tan eterno como invencible, otro de los tantos imperios que otro imperio derrotó, otra de esas eternidades que el tiempo desmintió.
De la luz de su gloria, que fue grande en su tiempo, nos queda lo que la encendió, la que la refleja: su obra. Ella y, como veremos, su no tan singular leyenda: la del moribundo escritor, más huesos que carne, que con sus últimos estertores suplicaba inútilmente a su protector, el César Augusto, que le permitiera hacer cenizas los rollos de su Eneida, transfigurar en fuego la obsesión de los últimos quince años de su corta vida.
En otra tierra, Egipto, y en otro registro y paisaje, el de los desiertos de la Tebaida en el naciente siglo IV, tras la paz constantiniana, cuando el Imperio Romano abraza al cristianismo o el cristianismo se traiciona imperio, unos extraños hombres, de espaldas al poder, inclinados sobre sí, tejen canastos de mimbre; algunos murmuran un algo incomprensible, inseparable del murmullo, del aliento, otros nada, callan; todos, cabeza baja, sin prisa alguna tejen.
Ni cuentan ni sacan cuentas, en el silencio y la soledad, no hay nada que contar. Callan, tejen, buscan el estado más elevado al que la mente humana puede llegar, buscan, o más bien dejan llegar, la serenidad: el recogimiento de sí en el olvido de sí mismos. Allí, en el desierto, donde todo es interior, donde la lejanía es la propia hondura; allí mismo donde en verdad se está más allá de lo interior o lo exterior, del allá o del aquí, de la poesía o de la plegaria.
Cae el sol, el ardiente sol de un desierto, y el trabajo cesa. Dejan de tejer, dejan de entrelazar el silencio de sus vidas. Uno a uno y uno sobre otro apilan los canastos… No los acumulan, no lucran: los queman, los sacrifican. Eran solo un medio de concentración, un medio para rezar, un medio para nada, una liberación de todo.
Distante pero no distinto, en el siglo que nos precede, Franz Grillparzer le confió a su tan eterna como virginal novia, Katharina Frölich, los manuscritos de sus últimos dramas con el encargo de destruirlos cuando el cerrase los ojos. Etienne Mallarmé, ya clásico padre de vanguardias, el que vivió buscando “la gran Obra”, le pide a su hija y a su hasta entonces fiel asistente, lo mismo que el insondable Frank Kafka ―quien se consideraba a sí mismo, y a todo escritor, “el chivo expiatorio de la humanidad”― a su más cercano amigo, a Max Brod- el mismo pedido, la misma incineración de su obra, para recibir al fin la misma traición: ni la hija de uno ni el amigo del otro quemaron cuando ellos murieron los libros que nosotros conocemos, esas obras que hubiéramos querido firmar. “No hay herencia literaria allí…”, decía el poeta como justificación. No sabemos qué decía exactamente Kafka ni sus kafkianos porqués, salvo lo que nos dijo en su obra, ese inmenso testimonio de la imposibilidad de decir aquello que diciendo se busca saber, lo que al fin, como el silencio, solo se dice en la renuncia a nombrarlo.
“Sufro a veces por haber arrebatado esta obra a la oscuridad de la destrucción donde su autor hubiera querido verla hundirse”, lamento de Max Brod aparte, lo cierto es que Kafka no pudo transitar ―ni él ni sus hermanos en talento y deseo― el camino que señaló a su personaje póstumo, a Josefina, la cantora: “se aleja casi jubilosamente en medio de la multitud innumerable de héroes de nuestro pueblo, para entrar muy pronto, como todos sus hermanos, ya que desdeñamos la historia, en la exaltada redención del olvido”.
Un hombre, un imaginario hombre en Tapalqué o en Sabah, una mujer sin nombre en Lille o en Gliwice, ahora, antes o después, no pide ni difiere, lo hace: quema su obra, la que nadie leyó, la que jamás leeremos; otros lo piden y el leal amigo, la devota compañera o el esposo fiel, cumplen el legado, el del silencio de tantas y tantas páginas que terminan ardiendo, amarilleándose en cajones, apagadas en computadoras arrumbadas… Ellos sí, tal vez, redimidos por el olvido.
Polvo, cenizas, anchos desiertos de cenizas anónimas, de las que, quizá, haya nacido una y otra vez el ave Fénix de la literatura.
Lo común a todo esto, podría seguir imaginando, es la inferida sospecha de que no es la obra sino su crearla aquello por lo que cada ejemplo que fui dando apostó su vida. La sospecha de que fue, es y será, ese instante fulgente, esa modesta grieta que la creación abre en el espesor de la vida sustantivada, en la estéril repetición de lo ya dicho y sabido, en la gris existencia sin salto ni creación, lo buscado y encontrado al crear. Que es ese relámpago que se enciende en su mismo apagarse, ese instante único que lo vale todo, que es todo, pero todo allí y por siempre cada vez, lo que cada creador busca vivir. O ya no la sospecha sino la certeza de que es, en definitiva, el crear y no lo creado, el acontecer y no lo acontecido, el relámpago y no el trueno, lo que justifica la creación, la creación y la vida, esa creación que dio sentido a sus vidas.