Cuento mexicano actual: Marianela Fiesco

Presentamos un cuento de Marianela Fiesco (1995). Escribe cuento y poesía. Comienza su formación por medio del taller Red de Letras Acapulco 2019 y presenta algunos textos en el II Festival del Libro Acapulco Paralibros Papagayo 2019 y La Semana de las Mariposas en el Instituto Internacional de Estudios Políticos Avanzados. Es parte de la antología Urdimbre, compilado del taller Red de Letras Acapulco 2019, del Periódico Poético edición N. 7 y del portal ADN Cultura, donde también colabora en la difusión cultural del estado de Guerrero.

 

 

Altagracia en el río

Cómo me dan envidia esos niños flacos chapoteando en el río. Y yo aquí agarrando la silla para que atoren los adornos. Si fuera alguna de las otras fiestas yo misma me treparía y amarraría las guías de flores de papel en las ramas más altas. Hasta le daría su pasadita con la escoba a la enramada, iría temprano por los manteles blancos y las bolsas de hielo y regresaría corriendo para que me diera tiempo de darme un baño. Después usaría uno de mis vestidos floreados y cortaría un ramito de buganvilias para ponérmelo en el cabello. Y como los adornos de colores que cuelgan del árbol de nanche, bailaría toda la noche con mis amigas. Pero es noche de Altagracia. Y todo debe estar listo para su llegada. Lo bueno es que ya no tardan en venir por sus hijos chimuelos, el cielo va perdiendo calor y cuando eso pasa los niños comienzan a ser llamados en sus casas. Cada año nos guardan más tarde según vamos creciendo; a mí este año ya me toca ver cuando bajen las mujeres.  

Qué bonito quedó el puente con los listones que amarramos. Ya quiero ver a todos bajando por las escaleras, seguro van a sacar los ojotes cuando vean lo bonito que quedó. Mientras terminamos de alisar los manteles, se escucha el rumor de voces gruesas, son los hombres que vienen bajando. No muestran tanta emoción como me hubiera gustado; sólo cruzan el puente con sus caras serias, pero de miradas amables y toman asiento. Sus camisas de manta huelen a hierbabuena con tabaco. Nosotras, las que aún no somos mujeres, pero ya no somos niñas; servimos el mezcal y le damos tragos a escondidas mientras ellos juegan dominó. No hay música, sólo el sonido del río acariciando las rocas incita a la celebración de los hombres que desaparecen su mezcal cada que abren el juego. Los puntos en las fichas me recuerdan los lunares de mamá y la imagino soltando su cabello frente al espejo. Imagino a todas las mujeres del pueblo viéndose a los ojos mientras el cabello les acaricia la espalda. Después de un rato sabemos que han dejado sus casas porque el río trae consigo olor a mujer de costa perfumada con vainilla.

Aparecen juntas, tomadas de la mano. Todas las épocas se dibujan en la orilla de la pendiente y descubro que el tiempo tiene silueta de mujer. Ellos detienen su trago cuando las ven en el borde y sus mujeres comienzan a bajar por la vereda, es de noche y con cada escalón que bajan comienzan a perder su figura humana y parecen más una hilera de mariposas blancas. Al llegar al puente ellas se desnudan para cruzar. 

La visión es tan irreal, que hasta el silencio se detiene sobre nuestras cabezas para contemplarlas y termina derramándose sobre nosotros. El aire sigue su camino, deseoso por revolverles el cabello y los papeles de colores bailan nerviosos tratando de escapar del nudo que los obliga a presenciar la magia que no comprenden.  

Mamá llega hasta mí, desliza una mano sobre mi cara y con la otra me quita el peso de la jarra con mezcal. Mamá huele a vainilla, sonríe y me calienta el pecho. Salgo corriendo igual que el resto de las casi mujeres y nos encerramos en los cuartos que están entre las palmeras. De nuestro cuarto no se ve nada, o nunca hemos intentado ver.

Tomadas de la mano cantan a la orilla del río hasta que el movimiento deja de existir. Los papeles, las ramas del nanche, los listones, la corriente, el canto de los grillos y el vapor de la tierra se suspende. Altagracia emerge del río y los caminos de agua que la recorren brillan por la leve caricia de luna. Se levanta como iglesia en medio del agua y los hombres bajan la cara sin poder soportar la divinidad de su presencia que los reúne con cierto temor para adorarla.

Altagracia se abre para sus hermanas y ellas al entrar reciben múltiples regalos. Las dota de pasión, les da de beber ansia de vida, besa sus labios para enseñarles canciones y pone en sus manos fertilidad para ser empleada como ellas deseen. Y ellas, con los ojos cerrados se dejan hacer, con las mejillas coloradas por todas las bondades entregadas terminan flotando sobre el agua y debajo de sus cuerpos los peces color arena comen las marcas de tristeza que les encuentran en la espalda. Afuera los hombres juntan y encienden la leña, ponen té limón al fuego, recogen los mantos que las mujeres han dejado al pie del puente y cantan en un lenguaje muerto, motivados por las miradas de Altagracia que se sienten como caricias en la nuca.

Cuando salen del río las mujeres beben el té limón mientras sus hombres les secan los cabellos. Toman mezcal todos juntos y bailan sin música en el momento diferido. Altagracia se vuelve borrosa entre las pestañas de quienes caen en el sueño arrullados por la danza de los adornos que se vuelve cada vez más sonora.

El cielo se aclara y de a poco regresa el movimiento. Con el vuelo de las aves salimos del cuarto y los encontramos sobre la arena, abrazados, felices, agotados y desnudos. Ellos duermen todo el día y nosotras nos bañamos en el río bajo la mirada de nuestra señora.

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