Ensayo mexicano actual: Krishna Avendaño

Presentamos un ensayo de Krishna Avendaño (Ciudad de México, 1989). Escritor. Es autor del libro de poemas Una ciudad transgénica (ÉPICA, 2009). Textos suyos han aparecido en las revistas Punto de partida, Punto en línea, Página Salmón, Campos de Plumas, Nocturnario, Bitácora de vuelos, entre otras.

Esta colaboración fue seleccionada en la Convocatoria 2020.

 

 

Dostoievski en el puesto de revistas

Me gusta imaginar el escritorio de Dostoievski: los manuscritos, el tintero, las veladoras, los libros que, apilados en una esquina, servían ya fuera de referencia o de amuleto, el reloj con su hora de muerte —las 8:38 p.m.—, la caja de cigarros de la que no podía separarse en sus momentos más febriles de creación y, sobre todo, los recortes de la nota roja que lo obsesionaban. Un pasatiempo, se diría, morboso y sin gloria, más emparentado con el vicio mundano de la ludopatía que con el oficio sublime de la indagación metafísica. Más amable y artístico es pensarlo en tertulias, yendo a la ópera y al teatro, contando cuentos a los niños, o a solas, en una habitación apenas iluminada, releyendo a sus mentores: Pushkin, Gógol, Lermontov. Las necrológicas y el reporte exagerado de los crímenes constituyen, junto al chisme de sociedad, el escalafón más bajo del periodismo precisamente porque ahí se ve reflejada, por dos frentes, la vileza del alma humana: en los actos de los criminales y en el uso que de ellos hacen los escribidores para entretenimiento del público.

Si en la época decimonónica la imaginación constituía el puente que conducía al horror, la posmodernidad se ahorra la gimnasia mental. Basta con llegar al puesto de revistas más cercano, alzar un poco la cabeza, evadir los titulares de coyuntura, las caras contritas del político de moda, las contorsiones de un futbolista en pleno festejo y los culos aceitados de modelos en cueros para toparse con el testimonio gráfico de un suicida que ha amanecido en un canal de aguas negras. A veces no se necesita ni siquiera del morbo; quedarse atorado en el tráfico, de preferencia cerca de un semáforo, atrae la presencia de hombres que se ganan la vida ondeando por lo alto páginas que exhiben fotografías de cuerpos desmembrados. Cuando no puedo evadir las visiones que me ofrece la ciudad, me pregunto si Dostoievski, en caso de que viviera en mi siglo, coleccionaría los periódicos. Una escena divertida, aunque insustancial, en Memorias de la casa muerta —la anécdota de un cadáver que viajó en un arcón por toda Rusia— me hace pensar que sí.

Mientras se dirime la cuestión de si los libros vienen de la vida o de otros libros, no estaría de más proponer que es posible rastrear el origen de la gran literatura en la podredumbre y el escándalo. Las páginas sin sustancia que sólo buscan exponer la miseria, el infortunio, lo decadente, en fin, la carne viva y supurante de una sociedad, podrían ser también el punto de partida de la universalidad. Habría que rendir un homenaje sin ironías pero silencioso —no vayan a entusiasmarse— a los escribidores y a los empresarios que integran la industria del morbo: difundiendo sin el menor sentido de responsabilidad imágenes brutales, y antes limitándose a escribir sobre ellas, han contribuido a la generación de obras sin las cuales la experiencia humana sería más aburrida. En el hombre que colecciona los recortes de la nota roja hay algo más que el regodeo de su curiosidad enfermiza. Observar la violencia, la desesperación y la muerte es útil a los fines de azuzar las llamas de la propia vida. ¿Quién, si no un gran escritor, está impelido a someter a escrutinio las ruinas de su civilización?

La fealdad es el precio que tiene que pagarse por la posibilidad, ni siquiera la certeza, de que alguien use los escombros para cimentar una obra universal. Al mismo tiempo, todas esas imágenes son una suerte de vacuna, difícil saber qué tan efectiva, contra la asepsia artificial de la modernidad, sobre todo para las clases medias y altas que han sabido construir vidas confortables donde se tiene más acceso a los rumores que a la certeza. Los cadáveres que hemos dejado de ver y oler aparecen frescos en las primeras planas de los periódicos para que se recuerde el inevitable trayecto hacia la decadencia. El tratamiento, sin embargo, no es siempre solemne. En la nota roja, a los decapitados, apuñalados y ahorcados se los suele adornar con ingeniosos giros lingüísticos, en mayúsculas rojas, como si la tragedia fuese en sí misma una invitación a la burla. ¿Y no es el humor una manifestación del empeño por sobrevivir? Se diría que sí, pero glorificar la comedia del desarraigo es un arma de doble filo toda vez que en la levedad con que se trata el tema, o bien en el engañoso sentido de la ligereza, se oculta el abismo. Ni la comedia ni el arte son garantía de salvación. Los cementerios que recorro con el pensamiento están sembrados de cadáveres anónimos que fueron fotografiados antes de que los llevaran a la sepultura o a la fosa común.

Qué hago con ellos, me pregunto. Qué haría Dostoievski con las víctimas y con los desesperados. Escribiría, desde luego. ¿Es que hay otra respuesta? Siberia, un capítulo amargo, un episodio bendito, en vez de deformarle espíritu y quebrarle la voluntad desató su fiebre creadora, hizo madurar su pluma. Con la libertad y el recordatorio de una Rusia abatida, sitiada por sus demonios internos y los de Occidente —resabios de un imperio en decadencia ante el influjo de las expresiones liberales, socialistas e inmanentes—, la obra de Dostoievski se vería cercada por temas que habrían de recibir un tratamiento obsesivo: el asesinato y el suicidio en tanto acciones ligadas al dilema metafísico del hombre moderno.

Si se tratara simplemente de un hacha enterrada en las carnes de la usurera, el disparo a quemarropa que abate a un nihilista reformado o el parricidio que ensombrece a una triada de hermanos, el autor podría conformarse con la confección de un libro correcto, de intrigas policiacas y claves detectivescas, o bien con la escritura de un panfleto moralizador. Dostoievski se preocupa por la conciencia, el vacío y lo trascendente. Matar no es ya un asunto de instinto, sino de reflexión. El asesino de Dostoievski resuelve el dilema sobre la base de que «todo está permitido» o porque es un derecho que se han ganado a ejercer los hombres extraordinarios. Con el suicidio sucede algo similar y no es por capricho que las páginas de sus grandes novelas estén plagadas de individuos que acaban con sus vidas menos por simple arrepentimiento, desesperación o vergüenza que por responder a un mandato de su conciencia.

Son personajes llevados al extremo. La duda es si, aun en su genialidad literaria, pueden decir algo sobre el auténtico drama de la carne. ¿Cuántos de los suicidas que adornan los puestos de revistas y las avenidas congestionadas sucumbieron a su propia razón, cuántos, como diría StepánVerjovenski, murieron desesperados porque se los privó de lo inmenso? Cuando se trata de buscar respuestas, pareciera que el mundo corriente, dentro de su escándalo, es un teatro donde la sordera instala su tiranía: obnubilados por el ruido y deslumbrados por sus signos, dejamos de ver, oír y percibir la sustancia, y sólo podemos reconocernos como viajeros extraviados. Pero es un totalitarismo fallido. En la inquietud que provoca lo inasible, los personajes, no sólo los de Dostoievski, lo dicen todo.

Tal vez la admiración me lleve a exagerar. Por más grande que sea una obra siempre quedará algo por decir. Un personaje no es el universo entero, un proyecto literario es apenas un fragmento del alma de un sólo hombre. Pero qué es el hombre si no una habitación común, como postulaba Tomas Tranströmer en su poema El cielo a medio hacer [1]. Enfrentarse a una novela implica tener acceso a una mente que duda, a una mano que tiembla, a una voluntad que se desgarra, lo cual es un mérito inmenso toda vez que el sentir de un hombre es siempre una variante de un desgarro común.

Una novela no será su autor pero sí su angustia. Lo vemos en el Dostoievski febril que hace aparecer al mismo diablo frente a Iván Karmázov y en el que, en Los demonios, hace decir a Kiríllov: “Yo solo busco el motivo de que las gentes no se atrevan a suicidarse” [2], para después explicarnos que es posible dividir a los suicidas en dos tipos: los que se matan de improviso —por congoja, despecho o locura— y quienes lo hacen por raciocinio. En la pluma del ruso, el suicidio es una forma de deicidio y también una forma de divinización del ser humano. Existe una leyenda, imprecisa pero de gran fuerza alegórica, sobre el fin de Empédocles: según algunos relatos de la época, el filósofo se habría arrojado al cráter del monte Sena para después ser reverenciado no ya como un simple pensador, sino como un dios. Más de un siglo después, Kiríllov declaraba que “la libertad completa existirá cuando dé lo mismo vivir que no vivir” [3] y que esa, y no otra, es la meta que todo hombre persigue. En su opinión, si la gente no se suicida no es tanto por amor a la vida como por miedo a la idea de Dios.

Apenas entra en escena, Kiríllov anuncia su intención de suicidarse. Con la muerte pretende demostrar la relevancia intrínseca de la existencia en el marco de una realidad que, de cara a la modernidad, ha quedado vacía. Pero que el lector no se confunda: aunque Kiríllov niega a Dios, no renuncia a la trascendencia. Hay que contrastar su muerte con la de Stavrogin, que se da más por hartazgo vital que por consideraciones filosóficas. Si Stavrogin es la figura nihilista por antonomasia, un hombre a quien, por situarse al margen del bien o el mal, tanto más le da cometer crímenes que ahorcarse, Kiríllov se erige en un mesías caído en desgracia. Sacrificando su vida pretende, más que validar una tesis, redimir a la humanidad del temor a la finitud. También es un optimista con fe retorcida en el futuro: “Habrá un hombre nuevo, feliz y orgulloso. A ese hombre le dará lo mismo vivir que no vivir; ése será el hombre nuevo. El que conquiste el dolor y el terror será por ello mismo Dios. Y el otro Dios dejará de serlo” [4]. Y Stavrogin es ese hombre.

Como a Kiríllov, si bien desde un ángulo distinto, me obsesionan los motivos por los cuales la gente no se suicida. Para ello debo verme y ver otros al filo del acantilado. En las historias que leo, persigo el momento cumbre en que ha de darse la elección. Bebo de otras angustias porque también son las mías. Me fascinan los desplomes porque me interesa la supervivencia. Una literatura lograda es aquella que lo hace padecer a uno. Son libros que colorean el chispazo sitiado en sus dos extremos por la nada: la vida. Me conmueve el Dostoievski que delira de inquietud, no tanto el de los arrebatos religiosos. Quizá sea por el recordatorio de que la recompensa prometida por el cristianismo es la antítesis de la vida: una eternidad en contemplación. Sólo en los temblores y en las fracturas se manifiesta la carne. Una carne que puede caer y, también, aspirar a grandes cosas. Por eso es que en el mural de la literatura dostoievskiana, Shátov y el stárets Zosima, junto a los ideales que encarnan —los del propio autor—, son notas al pie de Stavrogin, Kiríllov e Iván Karamázov, nombres que encapsulan las incertidumbres y los miedos de un hombre empeñado en vivir y hacer resurgir a su patria. A la luz del fervor que exuda su escritura, he llegado a pensar que no sería un exceso afirmar que Dostoievski fue el primer creyente en ganarse el derecho divino a profesar el ateísmo. Pero si fuera por un simple asunto de pasión literaria y si fuese congruente, tampoco estaría muy lejos de decir que, además, se le había concedido el privilegio del asesinato y la gracia el suicidio. Un despropósito. Lo que Dostoievski hace es demoler la fantasía de la ingenuidad para erigir en su lugar un monumento que, apenas ser contemplado, nos recuerda que sólo desde el conocimiento puede gestarse un rechazo auténtico a la maldad y la desesperación. Dostoievski conmina a sus lectores y también a él mismo a combatir a Iván, no a ignorarlo alegremente. El precio puede ser el abandono de una vida alegre y en calma. La recompensa, momentos de fervor.

Una persona común y corriente no necesita indagar en la mente de Raskólnikov para repudiar tanto sus actos como su lógica. Basta con una buena educación, y a veces ni eso, para conducirse por el sendero correcto. ¿Por qué preocuparse por las fuentes del mal y la desesperación cuando se vive de buena fe, qué mérito tiene obsesionarse con la sombra? La madrugada responde con un eco a los clamores que se le hacen. ¿Tendremos el valor de oírlo, conscientes de que la voz que llega del fondo bien puede arrastrar noticias ominosas? Al darse cuenta de que la desesperación es un fenómeno que, como los virus, se replica a sí mismo, el individuo se pierde. Aspirar al entendimiento, adentrarse en el núcleo de lo que preferiríamos que no existiese perfila los pasos no sólo hacia el rechazo sino también a la tentación. Una vez en el fondo del precipicio, se despliegan dos opciones al viajero: ser un explorador de simas o vagar a ciegas con la frente en alto, en busca de firmamentos. No idealicemos. El arte, en este periplo, es apenas una herramienta. Escribo sobre suicidas porque es lo que sé hacer. Otra persona verá los mismos cuerpos, leerá a los mismos autores y quizá prefiera limitarse a pensar. La tensión, no obstante, será en esencia la misma en dos individuos sitiados por una angustia que marca la pauta de sus vidas. Se tenga a la mano una pluma, un pincel o sólo la inquietud tatuada en la corteza cerebral, la fijación con un tema puede redundar en la idolatría. La persona que investiga un tópico, cualquiera que sea su intención, corre el riesgo de hacer de sí un satélite, de basar sus días en la rotación obsesiva en torno a un único eje. La consecuencia podría ser fatal. El devoto es la criatura trágica que otorga el horizonte a cambio de grano de arena.

Se ve por qué el antídoto de Dostoievski es el correcto pero también el más peligroso. Idealizar el suicidio, tras haberlo indagado, no es particularmente complejo. Cuando menos resulta más sencillo que abandonarse a un mal puro y razonado —resuenan los patronímicos Smerdiakov y Svidrigailov como trasuntos de esos seres que, ocultos en nuestros pueblos y ciudades, parecieran predestinados al mal—, porque ejercer la perversidad con conocimiento de causa produce una suerte de repugnancia instintiva para quienes no ha nacido con una alteración psíquica o no han tenido el tiempo suficiente para acumular la carga necesaria de rencor. El suicidio, aunque trastoca emociones ajenas, es un acto benévolo en tanto que sólo afecta el cuerpo de quien toma la decisión. Podría incluso afirmarse que, en una situación límite, la de un hombre que se ve acorralado por la tentación del crimen, acelerar la muerte propia puede ser el único freno a la maldad. Si la idea resulta excesiva, cuando menos puede dar origen a un cuento, tal vez a una novela: la lucha psicológica de alguien que elige matarse antes de matar.  

Dostoievski representa una guía de supervivencia en lo que ha sido una inmersión al suicidio. Debo dejarlo en su escritorio o, mejor aún, en el puesto de revistas. Me llega la hora de perseguir a mis propios muertos, a los que tienen un nombre y a los que permanecen anónimos. Cuando veo sus caras ignotas, cuando leo los titulares, cuando pienso en el hombre que en su escritorio guardaba recortes con las noticias más atroces de su tiempo, cuando me veo a mí mismo contemplando el precipicio de otros y mi propio abismo, recuerdo que a contra cara de la muerte existen dos maneras de sobrevivir: la instintiva y la razonada. La pregunta de Kiríllov deja de ser “¿por qué la gente no se suicida?” para volverse “¿por qué la gente insiste en vivir?”. Pero antes de que alguien responda, podría añadirse una duda, si cabe, de mayor peso: ¿Qué sentido intrínseco tiene la vida cuando se la goza y se la padece por mera oposición a la muerte? No pretendo zanjar el debate, tan solo quisiera señalar lo fascinante que resulta comprobar que, en líneas generales, la humanidad se divide entre quienes precisan desesperadamente de una razón y los que encuentran vano el intento por dilucidar los mecanismos que ponen en marcha sus fuerzas vitales. A esos afortunados les basta con que la vida se exprese por cuenta propia, mediante el trabajo, el sufrimiento y las gracias fortuitas que convergen hacia el flujo constante, a veces gentil, a veces terrible, que es la muerte. Son viajeros que, habiéndose dejado arrastrar por los vientos arbitrarios del existir, al finalizar el camino se miran al espejo y constatan, con cierta melancolía, las llagas que la infamia y la gloria han dejado en sus cuerpos; las admiran por un tiempo y después, sin más, cierran los ojos, pensando: aquella fue su fortuna y su desgracia, la guerra que no planearon luchar. Los otros, si tienen el talento y están dispuestos a ceder su ocio y tal vez la cordura, devendrán filósofos, poetas o escritores de ficción. Los últimos verán salir de sus plumas las palabras que darán forma a una escritura sitiada por la angustia de saberse atrapados en el sinsabor del para qué.

La novela de la resignación y la novela de la resistencia emergen como los dos pilares que, en la prosa de largo aliento, ofrecen una respuesta a las cuestiones del mal, la existencia y el suicidio. Vale insistir en lo que ya se había manifestado: los libros no son sus autores pero sí su angustia. De modo que aún en la prosa de quienes se suicidaron, en los libros donde los personajes se postran impotentes ante el río de su época, en las historias que narran la derrota, en aquellas donde la batalla se revela inútil y en las que se burlan con irreverencia de lo banal que es estar vivos, aún en esos libros, los afortunados que viven por instinto y los que han encontrado su motivo tienen una ventanal por el cual asomarse para ver un trozo de sí mismos.

Comprender el suicido es una pretensión parecida a la de entender el infinito desde una mente finita. Mi escritura es, por lo tanto, un intento más bien austero de observar un fenómeno en el que no puedo dejar de pensar, ya sea porque en mi escritorio se apilan volúmenes de libros escritos por suicidas o porque cuando ando por mis rutas cotidianas no puedo reprimir el impulso de echar un vistazo a los periódicos que con flagrancia exhiben y se ríen de sus muertos. ¿Podré dar vueltas alrededor de mi obsesión sin volverme un idólatra, hallaré mi propia respuesta, me salvará mi propio instinto? No tengo idea. Por lo pronto, sólo sé que el riesgo de contemplar lo indecible vale la pena. Cuando leo no busco una respuesta, persigo un sendero de dudas.

 

 

 

[1] “Todo comienza a verse alrededor./ Caminamos al sol por centenares// Cada hombre: una puerta entre abierta/ que conduce a una habitación común”. La traducción es mía a partir de Tomas Tranströmer, Den halvfärdiga himlen (1962)

[2]Fiódor Dostoievski, Los demonios, p. 155

[3]Ibid. p. 157

[4]Ibid, p. 157

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