Poesía mexicana: Audomaro Hidalgo

Leemos tres poemas en prosa de Audomaro Hidalgo (Villahermosa, 1983). Es poeta, ensayista y traductor. Acaba de aparecer su libro Madre saturno. Estudió en Argentina. Vive en Francia. 

 

 

 

 

 

Figurilla mexicana

 

Te ofrezco las mazorcas solares de mi mano izquierda. Siembra los granos o muélelos como sesos de gorrión o dientes. Bajo la luna, mis mazorcas son una almohada de brasas donde puedes reclinar tu sueño. Pero no esperes de mí días de guardar, porque yo pertenezco a la intemperie. Mis collares y ajorcas no brillan, son talismanes para convocar las corrientes nocturnas, o apaciguarlas. Como las sonajas y cascabeles del viento en el follaje, como la cascada que desde el fondo de la selva rompe sus huesos de espuma contra las rocas, como los chillidos del ave que estrían la noche, así se escuchan, así suenan mis alhajas sin resplandor. Mi linaje es una genealogía de raíces. Estoy desnuda de nombres. Nací hace mil años pero soy más joven que tú. Mi mano derecha conoce la humedad anterior al tiempo. Con ella podría cubrir mi sexo, arrasado y limpio como un pastizal después del incendio. Mi sexo fue abierto por la más fina hoja de obsidiana hallada en las montañas. Introduce tus dedos en mi riachuelo de sangre, moja tu ser con la substancia de mi ser. Los cristales rotos que flotan en mi sangre también son tuyos. Ven a mi patria de sombra, ven a mis aguas boreales, húndete, sin remos piérdete. Vuelve a caer a la tierra de mis entrañas vacías, de donde naciste y adonde todos habrán de volver. Mira tu vértigo multiplicado en mis espejos más profundos. Yo te ofrezco las imágenes más remotas de ti, el don de vislumbrarlas un instante y acaso poder nombrarlas, para que recobres tus cuerpos que arden como mazorcas en mi patria sin límites. Como una ostra aislada y expuesta, en mi centro palpita tu núcleo salvaje.

 

 

 

 

Agua quemada

En mis venas escucho el lenguaje de la tierra, herencia de sílabas que mi abuelo sembró en mi sangre, cada tarde sin saberlo. Yo nombro el mundo con esas letras, canto la semilla, ese instante en que se abre y es raíz umbría y certera flor al alba. Yo no tengo méritos, tampoco rasgos físicos ni argumentos. Mi biografía es el testimonio de mis sentidos, la substancia de mis sueños.

En mí disputan el agua y el fuego, espadas que se reconocen, se odian y se desean. Quieren poseer a su turno el tridente de llamas hundido, la hoguera de agua insaciable. Me llevan en andas como a un ídolo por las calles de un pueblo, adelante me dejan caer con más fuerza para comprobar la materia de la que está hecho mi ser. Como el campesino que trabaja una jornada bajo el sol, me dejan exhausto, hacen que muerda el fango, me muestran lo que desconozco de mí, el lado oculto de mi rostro humillado. 

Es un diálogo de pólvoras enemigas, el incendio que esconden dos piedras que se acarician, los vínculos que el viento establece en su peregrinación en busca de formas que apenas conquistadas, se disgregan como arquitecturas de arena. ¡Oh la vocación de cambio del viento, imantado su oleaje por el sol de la intemperie, en la cúspide de sí mismo! 

Soy la voz y los oídos del agua que arde.

 

 

 

 

Barcas sumergidas

De pronto, ingreso a las brumas que ascienden por los acantilados de mis sueños. Crece el agua y en ella no escucho mis pasos torpes sobre un camino de guijarros. No sé si son brotes de luz o algas vestidas de espinas lo que se agita. Vagamente escucho chillidos de pájaros cuyo ámbito es el mar y ese otro mar de los mares, el océano.

Es pesado mi andar y bajo el agua algo me golpea, algo que no sé nombrar pisan mis pies y me daña, abre cicatrices dormidas. Detrás de las rocas, cuyos lomos el sol de las estaciones no acaricia, ascienden voces terriblemente tiernas, un canto extrañamente casi humano. No sé dónde estoy, en qué país de soledad me encuentro. Busco mi principio, el manantial que irriga como otra sangre mi ser. Esa fuente que me pertenece, su brotar incesante que obedezco, entre muros de cobardía que he alzado, entre diques hundidos, comidos por el moho de los años y el olvido. Pero no hay olvido, porque los que amé vienen a mí como una dormida procesión de barcas que nadie conduce. Rozan y golpean mi cuerpo. Por el fuego azul de un tatuaje, por la joven corriente de cabellos desatada, por la dura memoria del trabajo en una mano que toma un instante mi mano, por la frente que a tientas acaricio, y es mi padre, los reconozco, nuevamente puedo vivirlos. Hablo con ellos, les digo adiós mientras a mis espaldas se hunden, troncos que viajan ligeros, en una masa de líquida oscuridad sin fondo. 

 

 

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