Volvemos a la poesía de Marco Martos (Piura, 1942). Ha sido Presidente de la Academia Peruana de la Lengua. Estudió en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Obtuvo en 1960 el Premio Nacional de Poesía del Perú y fue ganador de los Juegos Florales de San Marcos, Jurado de la Casa de las Américas (1984). Sobre su trabajo, dije José Miguel Oviedo: “Lo dominante es el tono sereno y reflexivo, levemente irónico, que mantiene su voz para conjugar el desamparo ante un mundo indiferente y aun hostil”. Entre sus poemarios se encuentran Casa nuestra (1965), Cuaderno de quejas y contentamientos (1969), El mar de las tinieblas (1999) o Aunque es de noche (2006), entre muchos otros.
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Hafitz compara el amor con la Vía Láctea
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Quédate con tu bombasí de encajes,
para iniciar el rito del amor, la locura, el nacimiento y la muerte,
quédate con tu bombasí de encajes.
Déjame palparte con los ojos
en esa transparencia que muestra
y esconde la tersura de tu piel
en esta noche de estrellas encendidas tan distantes.
Bajo el incierto resplandor lunar
guía mi mano al nudo de tu cintura
y desata conmigo nuestras respectivas tranquilidades,
y quédate, ahora sí, desnuda para que te vea
antes de extraviarme en el laberinto eterno
donde seré Nadie y todos los hombres.
Escucha el respirar animal que me habita,
siente mi galope en tu corazón,
el latir del mar, la marejada,
el camino luminoso de las estrellas,
la Vía Láctea en el oscuro oleaje
de millones de años.
Hafitz compara el amor con la Vía Láctea
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Quítate pronto tus hermosos trajes,
quítate los adornados sostenes,
las amarillas sortijas que tienes,
quédate con tu bombasí de encajes.
Quiero palparte con mis lentos ojos
o desatar el nudo de tu calma,
ingresar cuidadoso en tu propia alma,
satisfacer, prudente, tus antojos.
Deseo ser Nadie y todos los hombres,
galopar sobre ti por las estrellas
y soldarnos felices sin querellas,
lo que tú quieras para que te asombres,
siendo contigo en lejanos parajes
Vía Láctea, blancos oleajes.
El mar de las tinieblas
Carta Moral a Lucilio
Escribe Séneca (40 d.C.)
Solitario y débil,
el buey viejo
quiere pasto tierno
y los hombres,
no muy diferentes,
somos alimento
diario de la muerte.
Nuestros cocineros
circulando entre los fuegos
preparan manjares para muchos
y los labriegos en Sicilia
y en África, y acaso más allá
del mar de las tinieblas, siembran
hierbas aromáticas, hortalizas y frutales
para alimentar a Roma y a las ciudades
de los cuatro confines
en cada uno de los imperios.
Cada quien defiende con los dientes
su verdad en el foro.
Con discursos y denuestos
los antagonistas se acompañan.
La mujer discute con el marido.
Ambos escuchan el eco
de dos voces y como eso no les basta
engendran al hijo entre sollozos.
Condición del hombre es estar solo,
vivir lo breve en la incertidumbre.
En cualquier cosa que hagas, Lucilio,
pon tus ojos en la muerte.
Consérvate bueno.
Zarza
Aquí cabrillea el oro.
Con las olas del estío
va y retrocede.
Esta es la zarza,
la espada que corta
las aguas
aguzando su filo
cuando llega
a la playa.
Una bola de olvido,
un olvido de fuego,
un fuego de fuego
nace del agua.
Última hora de Abderramán III
(Córdoba, año 961)
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Muere el sol en la mezquita de Córdoba
y nace la noche en mi corazón. Y nunca más.
Mañana el astro volverá a su rito
y no habrá corazón en la oscuridad definitiva.
Astrolabios, relojes de arena, arrugas de mi rostro,
calendarios del Nilo, memoria de los creyentes,
soldados de mi espada, todos saben
y comentan cómo han goteado
cincuenta años de emirato y califato.
Tesoros, honores, placeres,
todo lo he tenido, todo
lo he desperdigado.
Mis rivales, los más grandes,
me estiman, me temen, me envidian,
besan protocolariamente el suelo sagrado
y suben arrastrándose hasta mi trono.
Todo aquello que los hombres desean
me ha sido donado por el cielo.
La noche viene. Cantan los pájaros.
En este tiempo largo de aparente
contentamiento he guerreado en Toledo,
en Mérida, en Zaragoza, he vencido
en todas las batallas, todas
las perfidias del reino las he dominado.
Las más hermosas mujeres de al-Andalus
me han sonreído en mi lecho, cada alborada.
La noche viene. Ya callan los pájaros.
Antes de irme quiero contar
los días en que fui feliz. Mi memoria
escudriña el pasado: sólo son catorce.
Creyentes, mortales, aprecien conmigo
la grandeza del mundo y de la vida.
La noche llega. Me llamaba Abderramán III.
Ésta es mi última palabra.
En el puente de las vacilaciones al borde de una mañana eterna
Yasunari Kawabata conoce a la danzarina de Izu. (1923)
A lo lejos, es conmovedor el puente de madera,
suspendido sobre la curva del río.
Parece un adorno inextricable
entre las dos riberas. Algo amarillo hecho
como un lazo entre lo verde de los árboles.
Sólo llegando a pisar sus tablones
se percibe el deterioro como marca de guerra
y oscuro sello del tiempo:
diminutas incisiones, quemaduras,
picaduras de viruela de un cuerpo desesperado
o heridas a tajo hechas por un rápido cuchillo.
¿Está viva o muerta la madera o acaso está
agonizando por encima del agua? Nadie lo sabe.
A nadie le importa mientras sirva.
La llaman, según dicen,
el puente de las vacilaciones.
Avanzan los hombres hasta la mitad del río
y dudan entre irse al barrio del placer
o regresar a cumplir con sus deberes conyugales.
Eso ocurre cuando la noche toma su nombre.
Me gusta venir a la hora del ocaso,
cuando el sol tiñe de rosa
las copas de los árboles. Cada vez
me sorprende esta belleza natural
que el hombre no ha dañado con el puente
de madera. Pero hoy vi a una muchacha
en un momento diferente:
con la cara lavada bajo el sol de la mañana,
radiante, como si el tiempo no existiera
o fuera un presente eterno, cruzando
el puente de las vacilaciones,
tan resplandeciente como la madera del primer día,
como un árbol caminando y ofreciendo sombra
a todos los hombres.
Me quedé confuso, contemplé el agua largo rato,
horas de horas, y me hice extrañas preguntas
sobre el objeto de la vida
hasta que llegaron los viandantes
con sus perplejidades, tal fantasmas bailarines
a la luz de la luna llena.
Me pareció entonces eterno el puente,
y sin heridas. Un Dios otorgando serenidad
a los alucinados de este remoto lugar del mundo.
Brindis de Yasunari Kawabata por la danzarina de Izu (1945)
Por la luz intensa que arriba a tu ventana
en el centro de la noche y te deja
ligeramente azul cuando te baña,
por tu piel que semeja a las espigas
de cebada bajo el sol del mediodía,
por tus ojos del color de la miel
de las abejas zumbando al pie de la montaña,
por tu permanente gracia de mujer
que ya tuvo aquella que alegró la vida
del primer hombre, cuando hablaban,
por la serena belleza de tu voz
que llega precipitándose hasta el mar
desde lo más alto, por tus manos que ofrecen
ríos de ternura, llueve o truene,
haya sol o nube o nada,
por tu sonrisa que hace de cada día,
con sus instantes, un lugar de palmeras y agua,
y alienta a continuar el camino de la vida,
levanto mi vaso de vino y brindo
por ti y por tus sueños,
y mientras lo amarillo helado
baja por nuestras gargantas
tocan timbres a lo lejos,
turbinas se alistan, alas,
y un pacto de fuego queda sellado
en nuestras miradas.
El mar escribe
Yasunari Kawabata se despide
de la danzarina de Izu. (1972)
Toda poesía es una despedida,
una línea blanca de espuma
en el ancho mar que se lo lleva todo.
¡Con qué indiferencia se mueve el mundo
a todo lo que planeamos y queremos!
¡No hay olvido!
¡Grito que no hay olvido en la memoria!
En la cresta de la ola
o en la sima más oscura
con todo lo vivido o flotamos
o nos sumergimos.
Así, braceo un rato y luego me hundo
balbuceando tu nombre sagrado
en la noche de agua eterna.
Nadie sabe si soy un fantasma
o un buen nadador
que será niebla mañana,
que ya es cielo encapotado,
o una línea de espuma blanquísima,
vena del mismo mar que acaso escribe.
El Perú
No es éste tu país
porque conozcas sus linderos,
ni por el idioma común,
ni por los nombres de los muertos.
Es éste tu país
porque si tuvieras que hacerlo,
lo elegirías de nuevo
para construir aquí
todos tus sueños.
Perú de metal y melancolía
Hablamos del Perú.
De la necesidad de quererlo
diciendo pocas palabras,
susurramos algo de sus ríos cristalinos
y de sus ciénegas, de sus parajes
más remotos donde habita
la gente sencilla.
Tomamos nuestra taza de café
en el centro de lo más oscuro
y cuando el aroma va elevándose,
se disipa el desasosiego
y advertimos que en la misma noche
hay un lugar querido
para la sonrisa
de la libertad,
incluso cuando parece
una pequeña sombra vana
difuminándose en el futuro.
San Miguel de Piura
Encendí el corazón sobre los médanos,
en los soledosos algarrobos que continúan
la ciudad más allá de la postrera bandera blanca,
bordeando el camino de Los Ejidos, regado
por las cagarrutas de las cabras. El cielo era azul
con sus nubes pintadas y había un viejo caballo
y un burro blanco entre los grises.
He olvidado a qué íbamos a Los Ejidos
pero puedo adivinarlo mientras aspiro todavía
el aire luminoso de la infancia.
Los Ejidos: el olor de las cabras, la leche
de cabra, el queso de cabra que jamás
he encontrado después en la tierra.
A la hora del regreso el sol reverberaba
sobre los médanos y en llegando al recodo
del camino que divisa a la cruz del Norte,
bajo la sombra benéfica de los sauces,
los pequeños pudimos sumergirnos
en el río suavísimo y verdoso.
¡Han pasado años de años!, ¡me he mezclado
en tantas cosas!, y ahora que el sol
reverbera sobre el asfalto, no extraño
a esa patria, distante y diminuta.
O tal vez la extraño y por eso escribo.
Telésforo León bajo la luz de una vela
En lo más alto del acantilado,
en medio de la noche tan serena,
bajo la luz de una vela jugué
ajedrez con Telésforo León,
en Yasila. Hasta el tablero llegaban
rumorosos mensajes del mar con su garra.
A veces era una lámpara
como una estrella marina
la que ardía sobre nuestras cabezas
y el zumbido del moscardón que apenas
escuchábamos y el acompasado respirar
del mar lamiendo las rocas, abajo.
Pero eso era el mundo de afuera,
adentro las fichas cobraban vida propia
y libraban ancestrales batallas,
indiferentes a la luz de la luna,
a la suave quietud del aire marino,
al propio corazón con sus reclamos.
Ese combate no termina, ni acabará
nunca, cristalizado como está
en la memoria. Lo que ha crecido
con el paso del tiempo es mi afecto
por Telésforo León Vilela,
el notario de Piura, con su estudio
repleto de trofeos, de tableros de madera
y de fichas de toda laya.
Todavía estoy yendo a buscarlo,
todavía partimos para Yasila
en una noche encantada,
encendemos las lámparas, todavía
acomodamos las fichas
y todavía siento, en la habitación de al lado,
el respirar del mar como un murmullo
que me ilumina
toda la vida.
Gonzalo Rojas y Braulio Arenas
Desde Chillán Gonzalo Rojas llegó a Santiago
para hablar con su amigo Braulio Arenas
“Perdí mi juventud en los burdeles”,
dijo Rojas, “perdí mis mocedades en los clubes de ajedrez”,
contestó Arenas.
– Los burdeles dan miedo y también alegría.
– Los clubes de ajedrez son un pánico en la vida.
– ¿Cómo se puede preferir la dama
inventada del juego de ajedrez
a la mujer verdadera del prostíbulo?
– No lo sé, ambas no se entregan nunca.
– Miente el que diga que disfruta en un club de ajedrez.
– Miente el que se refocila con la puta en un burdel.
– Miente el que acaricia el rostro de la dama.
– Miente el que juega ajedrez en el bulín.
– Nosotros somos ángeles y no mentimos nunca.
Otoño
Leve vuela al viento una hoja.
Hoja no: roja mariposa.
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Leve reino
En una burbuja permanece
la infancia con su luz enceguecedora.
Ahí donde pulula la vida, en el centro del patio
con su óvalo de geranios púrpuras, blancos,
ausculto el cielo azul añil
apenas con una nube fija, inmaculada,
y la fila de hormigas rojas,
y la fila de hormigas negras,
con migajas de pan,
con terrones de azúcar,
con ramitas claras y oscuras
y con ópalos de fuego.
Respiro a mis anchas
en el centro de ese leve reino.
Escucho un rumor a lo lejos:
en el laberinto de su habitación,
barajando naipes, estampas religiosas
y cartas de amor en paquetitos
amarrados por cintas de colores,
los ojos brillantes de la abuela,
noche negra, ávidas pupilas,
luciérnagas en la oscuridad de los siglos,
acarician lo prohibido, el zumo de lo ignoto,
la inminencia del placer,
el filo hirsuto de los machos,
lo raro de cada mediodía,
la vileza de los encuentros
y el susurro de la soledad
como un dondoneo inacabable
que zumba en la espalda del tiempo.
No del hastío de estos días,
de esa piel enjuta viene la escritura,
de esos ojos de ébano,
de esa gana de poner orden en el laberinto
del mundo sabiendo que es tarea inútil,
de esa voluntad férrea, de otra galaxia,
de hacer muchísimo en el laberinto de las horas,
para después salir al fresco,
mirar el cielo azul añil,
dar un suspiro, ofrecer una sonrisa.
Ahí permanece la abuela
en la nube inmaculada
del cielo despejado de San Miguel de Piura,
intocada por los calendarios, mujer,
eterno desafío de la carne
contra la muerte y sus fúnebres ramos.
Horóscopo
Este niño, que la vida
trae en su torrente,
tiene tus genes, Carmen,
y los míos,
reunidos en la gentil
Nausícaa que engendramos,
y tiene los genes
de Ulrich
y los de su padre
y de su madre, tan amables,
y como es fruto de un amor intenso,
querrá a todo lo que lo rodea,
y a sus dos patrias, Alemania y Perú,
tan diferentes.
Thomas crecerá luego,
aprenderá de la ciencia y de la experiencia,
tendrá una muchacha a su tiempo
y será un hombre bueno entre los buenos.
¡Que lo bendigan los Dioses del Olimpo
y el Dios de los cristianos y los otros Dioses
porque en un niño nace el universo!
Conversación con Thomas Pilgrim
¿Cuándo empezó el tiempo?
¿De dónde salió el agua?
¿Qué había en el reino de lo líquido
en el principio del principio?
Nada sabemos. Sólo que ahí está el sonido
del mar con su trabajo inacabable.
Manantial de música y agua
que sube a la alta montaña
y habita en el caracol que lleva a la oreja
quien nace como un relámpago
como seña de amor en medio de la noche.
Eternidad yendo y viniendo
en la espuma de las olas,
temprana agua perpetua
que va haciéndose incansable
trepada en las alas del tiempo.
Deseo que el rumor del mar te acompañe
como la voz de Dios
en el centro de la más oscura tiniebla,
que arrase con el pozo negro
del sufrimiento,
que sea un tintineo del sol
que tiña de alegría cada una de tus horas.
Que mañana el mar te proteja y te bendiga como ahora
que escucha tu primera risa de hombre pacífico.
El aroma de las casas
Huelo mis casas.
Me dicen que fui feliz
en la primera y ése es mi recuerdo:
el de los otros.
Había un corredor
repleto de macetas, jazmines de la noche,
fantasmas del olor y del silencio
y un ejército de tías armadas
con sonrisas, flores secas
y cartas de amor desvaídas
en sus libros de oraciones.
La segunda casa es la que amo.
Me cuentan que derribaron un árbol
en el patio y ese dolor me acompaña
cada día.
Por ahí deambula todavía
en las noches mi hermano muerto
tan, tan niño.
Permanece ahí en los altos
mi abuelo materno, aventurero,
y mi abuela paterna, en los bajos, con sus ojos
negrísimos dando luz en lo más oscuro.
Pero ambos también murieron.
Me acuerdo del dolor y de la pompa
de sus entierros.
Conozco sus manos
y sus palabras de memoria.
Tengo
una reserva de afecto secreta
en lo ignoto y desaparecido
ahora que son sólo un nombre
que repito.
Mi padre iba y venía sin cansarse.
Mi madre hacía lo mismo
y más todavía, como se sabe.
Es horrible que muera tu madre,
es horrible que muera tu padre,
nadie puede contártelo.
Podría escribir la historia
de otras casas, pero la pena
sería muy grande.
Prefiero
callarme, ahora que no tengo casa
ni lenguaje inteligible
y atravieso Babel
para lamer tu mano
como un perro fiel
que te bendice.
Hueles a jazmín,
como el que había
en mi primera casa.
Rosa Carrera
Negros cabellos de agua y mar.
Náufraga en la isla de los lobos.
Alegría de respirar en la desdicha.
Es olvido esa espuma, ese barco, esa sima.
Y hay un hombre que espera
en tierra firme, entre brumas.
Una vida se inicia plena, rápida,
un verano fértil.
Efímera verdad, río de pena,
pobres palabras.
Así lo quisieron los dioses:
no tendrás cabellos blancos,
hermosísima Rosa
que llamea en el centro
de la poesía.
El sol negro de la melancolía
Miro el mundo
con el vidrio opaco
que me ha dado
la muerte.
La rosa es bella,
pero ¡tan extraña!
¡tan efímera!
No sé qué hacer con ella.
Y tú ¿qué haces con nosotros?
oh Dios,
¿con qué vidrio nos miras?
¿cómo nos juzgas?
Tú eres mi Dios,
tú que todo lo aniquilas.
Elsbeth Pilgrim
Una música delicada de Stuttgart
se esparce desde el campanario
por todo el valle. En medio
de los cantos de los pájaros
esas notas
llevan la alabanza de Dios
a todos los rincones de la tierra.
¡Qué fortuna nacer
en la tierra de Hölderlin, Schiller
y Mörike!
y hablar todos los días
el lenguaje con el que ellos
expresaron los sueños
de los hombres.
Elsbeth Pilgrim,
mujer buena,
nacida de la estirpe
de la roca de Stuttgart,
tú que has juntado
en tu trabajo
la lengua de Lutero
con la de Shakespeare
y con la muy antigua de Virgilio,
tan hermosas,
ahora escuchas cantarina
la lengua castellana
de Cervantes
en las infantiles cuerdas vocales
de Thomas Pilgrim
que dicen el nombre
del Perú con alegría
y luego el de Gœthe
en tu propia lengua.
Ur, la voz de Wagner
En el sueño, abajo,
amenazas susurrantes
de la oscuridad primordial,
cavernas, aguas perpetuas
circulando entre las fogatas
y los hielos eternos.
¿Qué monstruos encontramos,
cuáles arrastramos por el fango
o viven en nuestros ojos ciegos?
Nadie lo sabe.
Oteamos una catástrofe al principio,
la enemistad entre los hombres,
el odio, los asesinatos,
las desdichas de los niños.
¿Para esto somos hombres?
Vivimos el crepúsculo,
la historia de los futuros
que no fueron:
muros silenciosos,
en medio de la meseta, feroces,
como en Sillustani,
donde silban todos los vientos,
como Hernán Cortés,
estudiando en Salamanca,
aspirando a sabio
o a ser un santo
muriendo de frío.
¿Acaso tú sabes,
George Steiner,
qué quiso decir
Schopenhauer cuando escribió:
“Perezca el mundo,
la música permanecerá”?
¿A qué se refería Kafka
cuando le dijo a Milena:
“Nadie canta con tanta pureza
como los que están
en el más profundo infierno;
su canto es lo que creemos
el canto de los ángeles”?
La belleza
que es sólo sonido,
es terrible
por los siglos de los siglos.
Suena y suena y suena
en la soledad del universo.