Poesía costarricense: María Macaya Martén

Leemos poesía de Costa Rica. Leemos a María Macaya Martén (San José, 1991). Hizo el Master en Literatura Comparada de la Universidad de Oxford, en Inglaterra. Se especializó en poesía, en el simbolismo francés y el modernismo hispanoamericano. Previo a su maestría, sacó la carrera de Literatura Comparada en Middlebury College, en Vermont, Estados Unidos. Durante su tercer año universitario fue estudiante visitante en la Universidad de Costa Rica y la Universidad de Nueva Sorbona, en París. Al completar sus estudios regresó a Costa Rica y dio clases de inglés en la Universidad Latina y en el programa Inglés por Áreas de la Universidad de Costa Rica. Su primer libro de poesía, Viento inmóvil, recibe una Mención Especial del Jurado en el Certamen de Poesía 2019 de la Editorial de la Universidad de Costa Rica, y se publica a finales del 2020. Su trabajo ha sido publicado de forma virtual en diferentes revistas literarias. Participó en el Segundo Encuentro de Poesía Joven de Costa Rica, el Festival Virtual del Libro SIBDI, la Feria Internacional del Instituto Iberoamericano y otros recitales y actividades literarias virtuales.

 

 

 

La muerte de mi padre

 

La vida es un cuento, la muerte, el punto final de una oración.

 
Escribir estas líneas es el pecado más grande que he cometido en la vida.
Por favor perdóname si es que puedes,
si no, ya es muy tarde.

Mi papá murió en una cama de hospital, como muchos otros.
Su cabeza de pájaro yacía bañada de un sudor divino.
Su respiración le estremecía el cuerpo
como el viento levanta súbitamente las hojas secas del cielo.

¡Cuántos otoños enardecidos pasamos en Vermont!
Cortando el aire frío con un Ferrari rojo, a través de pueblitos de cuento a medio día.
“Mais quelle belle vie, en esperant qu’elle dure toujours !”.
Exclamaba él sacando el brazo por la ventana y extendiendo los dedos.
¿Fue acaso esto un sueño?

Era de noche.
Las ventanas cerradas de la habitación guardaban una luz melosa, el ruido del aire
acondicionado, los números rojos y verdes del equipo médico, y las sondas como lianas.
Su respiración era un niño que sollozaba solo a la distancia,
las últimas costras de vida que se aferraban empedernidas.
Un berrinche digno.
Pero con cada movimiento brusco de la cabeza hacia atrás
salían expulsadas y se unían como gotas a la bruma de la escena.
En comunión formaban parte de algo más grande y se relajaban.

Algo parecido a aquellos atardeceres sobre la colina en días frescos.
La última gota fosforescente se resbalaba y caía sin remedio entre las piernas de la montaña.
Sus ojos grises, fijos en el agonizante punto rojo, lo reflejaban.
“Pedí un deseo, mi amor, ¡qué atardecer más lindo!”.
Y me daba la mano.

Su mano yacía inerte sobre las sábanas,
muy de vez en cuando un dedo temeroso saltaba.
Las manos que sostuve desde que nací
no me sostendrían más.
Pero este instante me cargaría hasta la muerte.

No puedo describir el momento exacto de su victoria,
porque no me lo permito y no me lo perdono.
No soy digna de su santa euforia
pero estas palabras bastarán para sanarme.

Estaba amaneciendo.

 

 

 

 

Huesos

 
Abrí el basurero y vi los huesos de pollo fisurados entre la basura.
Estaban mojados y los sobrevolaba una mosca gorda.

Qué impacto cuando me di cuenta
de que tus huesos yacían de igual forma,
bajo tierra.

Ahora no eres más que estos escombros,
que la cáscara de una granadilla,
que un montón de piel, pelo y uñas.
¿No te da vergüenza?
A mí me daría.

¿Serán capaces la tierra y el agua
de lavar por completo tus gestos?
¡Malditas!
¿Tu manera de estornudar como un polluelo recién nacido?
Igualito, me acuerdo.
¿Restarán un día solamente,
llanuras eternas de silencio y calcio?

¡Pero es que no entiendo!
¿Dónde quedaron las batallas de tus días,
tus irónicas vueltas por el mundo,
tus ilógicos sueños tercos?

¿Tu voz y la vez que se nos inundó el carro,
en medio de una tormenta a media noche
en Massachusetts,
cuando pusiste mis medias a secar en la guantera?

No veo nada de esto entre tus huesos,
seguro amarillentos, podridos,
vacíos como historias.

Dejaste que te quitaran todo,
que te aniquilaran.
No sé quién fue,
pero no pudiste defenderte,
… pobre.

Y la gente dice que quedaste
en la memoria,
en los periódicos,
en los trofeos,
en las fotos,
en la empresa,
en esta página.

Pues adivina qué,
no es suficiente.

Y es un cliché,
que no me jodan.

Te lo reprocharé hoy,
y lo pensaré siempre.

 

 

 

 

… Pero te estoy escribiendo todavía

 
Entré al baño del apartamento en Boston.
Detrás de la puerta colgaba tu bata.
Había un pañuelo sucio en la bolsa izquierda.
Hacía dos años habías muerto.

¿Habría sabido, el afortunado papelillo,
que te sobreviviría por tanto tiempo?
¡Te sentí tan cerca!

Contenía tal vez tus últimas lágrimas,
el sudor leve de tu cuello,
un efímero estornudo,
o mocos.

Ya no importa
supongo.

Lo sostuve frente a mí
como lirio blanco entre mis dedos.
No sabiendo si venerarlo
o repudiarlo.

Lo boté en la basura.
Cerré la puerta.

 

 

 

*Todos los textos forman parte de Viento inmóvil (Editorial UCR, 2020)

 

 

 

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