Poesía costarricense: Juan Carlos Olivas

Leemos poesía costarricense. Leemos poemas del nuevo de Juan Carlos Olivas (Turrialba, 1986), Contra un cielo pintado (EUNED; 2021). Su obra ha sido ampliamente premiada y publicada tanto en países de América como en España. Entre sus títulos y reconocimientos más destacados podemos citar Bitácora de los hechos consumados (2011), que le valió el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría y el Premio de la Academia Costarricense de la Lengua y El señor Pound (2015), Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 2013 (Nicaragua), ambos publicados por la EUNED, así como El manuscrito (2016), Premio de Poesía Eunice Odio; En honor del delirio (2017), por el que le fue concedido el Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2017 (Ecuador) o El año de la necesidad (2018), que obtuvo el Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador 2018 (España) y fue traducido y publicado en portugués.

 

 

 

 

Legítima defensa

 
El poeta mata en defensa propia.

No lo hace por alevosía
ni por torpeza
ni porque le hierven las uñas
ni porque habita su casa
con una vulnerable eternidad.

Ustedes perdónenle la letra,
su rara inclinación hacia la muerte.

El problema,
pobre de él,
es que siempre vuelve sangre
lo que toca.

 

 

 

Retrato del padre

 
A falta de un padre
haré un retrato de mí mismo.

Nació conmigo en la ceniza del 80.
Vivió sus primeros años
en una casa que no fue edificada sobre piedra
y cuyo techo amenazaba, y no en broma, con caerse.

Su pasatiempo favorito
era ver cómo sus abuelos
expulsaban demonios
de gente repatriada de su vida.

A los ocho años casi muere por varicela.
Conoció el mar en tecnicolor
y el ritmo del reggae
gracias a una tía que habitaba una aldea caribeña.

Algo le rozó las piernas
al entrar en el agua,
aún no sabe qué fue.
Con un tarro de aluminio agujereado
construyó una trampa camaronera
que hundía lleno de comején
a la ribera del río.

Su madre solo pudo celebrarle
unos cuantos cumpleaños,
ya que le daba por morirse cada tanto
y resucitar.

Pronto se peleó en la escuela y lo expulsaron.
No tuvo vocación para los números.

Ante el espejo llegó el día
de tomar la espuma de afeitar, la gillette
y acariciarse una nueva cara,
y aunque parecía haber salido
de una zona de guerra,
logró ganar esa batalla por sí mismo.

Luego vino el espasmo del primer fulgor,
la saeta del alcohol,
la orquídea en llamas en el tacto del otro,
el ahogamiento de la primera desesperanza,
la sala de torturas de la que fue cliente asiduo.

Tomar en las manos el primer relámpago
y tratar de domarlo en el papel.
Ser su cuerpo un territorio minado
por el que pasaron ilesas no todas las palabras.

Tener el hambre al pie de la cama por mascota.
Levantarse a deshoras, vestir decentemente,
desnudarse para ser bebido
de un sorbo por las madrugadas.

Anudarse a la piel del ángel
que escuchó cantar después de haber descrito
el más angustiante calabozo.
Plantarle una semilla con lo poco que le quedaba
y ver multiplicarse una creatura
en la pureza de los seres que tienen larga vida.

Probar, hasta ahora,
el verdadero sabor de una fruta.

Contemplar las manos arrugadas del día
y ver igual las suyas,
que sostienen su imagen de padre de sí mismo,
a la edad de Cristo
cuando fue abandonado por su padre.

Y aunque sabe que la eternidad
es el consuelo de los cobardes,
esta noche se ha dicho
después de terminar este retrato:
“Cabeza en alto, muchacho;
tu linaje no morirá conmigo”.

 

 

 

 

Los olvidados

 
“Anda y no peques más”,
te dijo aquel varón de Galilea,
y arrodillada, entre lágrimas, te levantaste
para seguir el séquito de los iluminados.

Nunca te preguntaste qué pasó con nosotros.
Los que hacíamos fila en tu tienda
para morder el polvo de tu noche,
los que teníamos los ojos volados de tanto amanecerte,
los que luego de recoger tus suampos y tus lunas
caíamos como corderos serenos
en las fauces del lobo
y tocábamos por dentro el agua de tu luz
gritando tu nombre, aunque no fuera el tuyo,
y te traíamos frutas al volver del mercado
y entre vino y risas
te inventamos un idioma
para derribar la oscuridad.

Éramos tuyos, como tú eras nuestra,
oh, reina poseída de Magdala,
hasta que alguien tuvo envidia de tu generosidad,
al alba nos partió con su calumnia,
y los hombres que quisieron tenerte y no pudieron
sostenían en la mano la piedra del castigo.

Tu media desnudez a media plaza.
La muerte casi te hacía parecer más bella.
Y el hombre de la voz profunda
trazó una línea en la arena
y te salvó porque cada piedra
tenía en sus adentros la llama del pecado.

Detrás de una cortina,
humillados y borrachos,
llorábamos tu ausencia.

Recuérdanos, oh María Magdalena,
si algún bien recibiste un día de nosotros,
ruega por los que aún
mojamos las sábanas de tu pobreza,
por los que seremos enterrados, sin una cruz,
al fondo de esta taberna que conoces tan bien,
porque fue una vez tu casa,
el templo de tu amor en la tiniebla.

 

 

 

Perspectiva de la muerte

 
Morir como la mantis religiosa,
en un beso que cuece hasta los tuétanos,
o en ese orgasmo de piedra
con el que Bernini soñara
el éxtasis de Santa Teresa,
traspasada por la flecha
del ángel que ríe.

Morir como si no se diera cuenta nadie
y tropezar cualquier día entre la muchedumbre
y decirle a ese muerto perdón,
aquí están sus papeles, sus libros,
o empujarlo para que avance hacia su nada,
gritarle un improperio que nunca olvidaría.

Morir como si fuese un oficio verdadero,
como sacar un pan de un gran horno de niebla
o conducir un hato de promesas amarillas,
embalsamar el grito,
bordar los filamentos del agua,
asegurarse de que la época
siga amarrada a su silla de locos.

Morir como si nada
y seguir estrellando este canto en la pared
para envenenar la manzana de la reina,
para no hacerse el muerto en la guerra avisada
y no creerse eterno por desangrarse en la bóveda celeste.

Morir como quien se rompe de repente
al ser tocado por una necia mano
so pena de haber vivido siempre
a la orilla de las cosas.

Morir sin tanta pompa,
sin tanto flagelo innecesario,
y arroparse al final
en la armonía que circunda la palabra tierra,
y que la vida, el universo vivo,
se duerma en lo profundo
                           sin nosotros.

 

 

 

 

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