George Steiner y La muerte de la tragedia

El narrador y ensayista nicaragüense Roberto Carlos Pérez (1979), desde el pensamiento de Nietzsche, confronta las ideas de la tragedia de George Steiner. Se trata de una lectura que abre el debate y solicita una nueva revisión del asunto. Roberto Carlos Pérez también es músico. Estudió Música en Duke Ellington School of the Arts y se licenció en Música Clásica por Howard University, en Washington D. C. Tiene un máster en Literatura Medieval y en los Siglos de Oro por Maryland University. Es autor del libro de cuentos Alrededor de la medianoche y otros relatos de vértigo en la historia (2012), de la novela corta Un mundo maravilloso (2017), y del libro de ensayos Rubén Darío: una modernidad confrontada (2018). Es miembro colaborador de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y secretario de la Delegación de Washington, D.C. de esta entidad. A su vez, es miembro del consejo editorial de Revista Abril y cofundador y editor en jefe de la revista Ágrafos.

 

 

 

 

George Steiner y La muerte de la tragedia

 

Noventa años después de El nacimiento de la tragedia (1871), tesis doctoral de Friedrich Nietzsche (1844 – 1900) en la que se abandona la clásica definición aristotélica de la tragedia para conceptuarla como género en el que dialogan dos mitos opuestos, el dionisíaco y el apolíneo, el crítico literario y filósofo franco-norteamericano, George Steiner (1929 – 2020), publicó La muerte de la tragedia (1961). Este libro, también concebido como tesis doctoral, llegó a ser un best seller en un tema al que sólo la crítica especializada se había adentrado desde Nietzsche.

En el ámbito hispanohablante el libro de Steiner cuenta con decenas de reimpresiones y aún hoy, a sesenta años de su publicación, continúa siendo uno de los pocos textos reconocidos por quienes empiezan a explorar el mundo de la tragedia. Sin embargo, La muerte de la tragedia contribuye muy poco a esclarecer tanto la definición del género como su desarrollo en Europa.

Es nuestro propósito en este artículo señalar algunos de los conceptos de Steiner que su libro no fundamenta y que pueden causar confusión entre quienes se interesan en el tema de la tragedia.

Steiner argumenta en su libro que la tragedia tuvo una escasa aparición en Europa y sólo produjo dos grandes obras: El rey Lear (1605), de William Shakespeare (1564 – 1616) y Fedra (1677), de Jean Racine (1639 – 1699). Estas obras son las que mejor entroncan con Edipo Rey, la tragedia de tragedias de acuerdo con Steiner, por ser tragedias «puras», o sea, esas en las que el destino actúa caprichosamente, fuera de la moral y el entendimiento, y el héroe trágico comete errores de juicio.

Steiner no menciona los argumentos de Nietzsche respecto al nacimiento y muerte del género; sólo se refiere a su obra de manera escueta, pero sus propios argumentos, aunque radicalmente opuestos a los de Nietzsche, pertenecen a la cosecha intelectual de éste. Basta nombrar los siguientes puntos: 

1). Ambos consideran la tragedia un género inexistente. Para Nietzsche murió con Sófocles (496 a. C. – 406 a. C.), es decir, con la aparición de las obras de Eurípides (c. 484/480 a. C.- 406 a. C.), aunque el héroe trágico tuvo una breve resurrección en Hamlet (1599 o 1601), de Shakespeare. Para Steiner no hay tragedias después de Fedra, una obra neoclásica cuyas fuentes son la Fedra de Eurípides y la del filósofo y escritor romano Séneca (c. 4 a. C. – 65 d. C.).  

2). Tanto Nietzsche como Steiner vinculan la tragedia a una racionalidad, o sea, a un modo de darle sentido a lo que se percibe y se piensa. En el caso de Nietzsche se trata de una racionalidad «apolínea» o presocrática, es decir, una racionalidad anterior a la dialéctica de Sócrates (470 a. C. – 399 a. C.) que mediante su representación artística logró viabilizar las emociones extremas, sobre todo las desgarradoras, antes de que el pensamiento socrático se propusiera como meta la búsqueda de la felicidad. 

Para Steiner la tragedia en Europa fue breve y previa al pensamiento de Jean-Jacques Rousseau (1712 – 1778), cuyo sentido de la hermandad social sustituyó a la racionalidad cristiana, particularmente la católica, porque prolongó la idea de un final feliz para la humanidad. 

3). Finalmente, ambos le otorgan a la Ilíada un lugar importante en sus reflexiones. Steiner considera que el destino trágico nace con esta obra épica, mientras que Nietzsche invierte varios capítulos en su libro para decirnos que la Ilíada es una narración y, como tal, no puede transportar sin adulterar el sentido trágico que presenta el teatro. 

Al proponer Steiner a la Ilíada como paradigma del drama trágico olvida que la épica, a diferencia de la tragedia, no era representada en el anfiteatro, en donde el mito se fundía con la acción.

Los griegos de finales del siglo VI a.C. asistían a la representación con toda la solemnidad que ésta ameritaba, como a una misa o a un ritual religioso para ver la expiación del cordero o macho cabrío. No así la épica, que no era actuada sino narrada. Ello quiere decir que la acción y los problemas eran colocados en el mundo del pasado y, además, descritos en tercera persona.

 Sobre el peligro de mezclar la épica con la tragedia preciso es recordar a Nietzsche, para quien la épica es una ensoñación apolínea. Por el contrario, en la tragedia, Apolo, es decir, el dios que cincela las siluetas de la representación teatral está al servicio del instinto dionisíaco el cual, por definición, es la exaltación alingüística del gozo y del miedo ancestral. Sin Dioniso no hay tragedia pues Apolo es fantasía e ilusión.  

Refiriéndose a la diferencia entre la épica por un lado y, por el otro, a la poesía y a la tragedia griegas, el filósofo Juan David García Bacca (1901 – 1992) señaló:

 

Y así como no habrá animal racional que exija se ponga en forma deductiva La Ilíada o La Odisea, o que se dé forma perfectamente racional a una poesía digna de semejante nombre, y que no sea pura y simplemente filosofía en verso, porque es faena imposible dar forma racionala ninguna clase de poesía, a ningún drama, a ninguna tragedia, y eso que tanto filosofía griega como tragedia griega se encuentran dentro del mismo ámbito fundamental, del mismo tipo de sentimientos, siendo el fondo del universo griego, el escenario en que se realizan la epopeya, la tragedia y la filosofía griega, el mismo, si esto no es posible, repito: traducir o dar forma perfectamente racional a la epopeya griega o a una tragedia griega (Siete modelos de filosofar, 80). 

 

Esta discrepancia supone, por consiguiente, que mientras Steiner percibe el sentimiento trágico desde un punto de vista filosófico, digamos, tal como Miguel de Unamuno (1864  – 1936) en Del sentimiento trágico de la vida (1913), Nietzsche insiste de mil maneras en mostrar que la narrativa instala un punto de vista distante a lo narrado mientras que el teatro construye varios, de modo que en éste puede percibirse la subjetividad de la poesía, es decir, al «Yo» expresándose, pero dentro de un colectivo con el que dialoga. El «yoismo» griego nada tiene que ver con el egotismo nuestro; por el contrario, es una señalización penosa y difícil de sobrellevar en las sociedades comunitarias, como era la griega. 

El diálogo, fundamento del teatro, se estableció originalmente con un coro de sátiros, es decir, de seres salvajes (dionisíacos), en consonancia con el mundo natural, que acordonaban al héroe, creándole un muro protector e instándolo a expresar en libertad y de mil maneras ese dolor intenso, nacido en lo más profundo del ser, allí dónde al lenguaje le es difícil adentrarse para describir o narrar. De este forcejeo entre el coro de sátiros y el hombre signado por el destino, surgía la subjetividad para Nietzsche. 

El coro de sátiros era el único espectador del desgarramiento del héroe. Quienes asistían a la tragedia, lo que hoy en día llamamos cabalmente «espectadores», no eran tales porque veían desde arriba, tal como si pertenecieran a otro nivel de la realidad, cuanto ocurría en el escenario. Y, sin embargo, el efecto de la tragedia no se hacía esperar.

Hemos dicho que Steiner no asume el origen religioso de la tragedia. Para los griegos, el drama trágico era prácticamente una misa en la que se representaban las desmesuras del mundo.

Al separar la religión de la tragedia, Steiner obvia que en la psiquis religiosa hay un «Eterno retorno», es decir, el afán de volver al orden sagrado, a los ritos primordiales en los que no existía la razón sino la necesidad de aniquilar el tiempo profano (o tiempo cotidiano), desprovisto de significación y poco tolerable para el hombre arcaico. En la tragedia hay una necesidad de regresar al illo tempore, al mito primordial en que cielo y tierra se unieron en un acto divino. El filósofo e historiador de las religiones, Mircea Eliade (1907 – 1986), lo explicó así:

 

Luchas, conflictos, guerras, tienen la mayor parte de las veces una causa y una función rituales. Es una oposición estimulante entre las dos mitades del clan, o una lucha entre los representantes de dos divinidades (por ejemplo, en Egipto, el combate entre dos grupos que representaban a Osiris y a Seth), pero siempre conmemora un episodio del drama cósmico y divino. En ningún caso pueden explicarse la guerra o el duelo por motivos racionalistas (El mito del eterno retorno, 35).

         Y sigue diciendo:

                  

Un sacrificio, por ejemplo, no sólo reproduce exactamente el sacrificio inicial revelado por un dios ab origine, al principio, sino que sucede en ese mismo mítico primordial; en otras palabras: todo sacrificio repite el sacrificio inicial y coincide con él. Todos los sacrificios se cumplen en el mismo instante mítico del comienzo; por la paradoja del rito, el tiempo profano y la duración quedan suspendidos. Y lo mismo sucede con todas las repeticiones, es decir, con todas las imitaciones de los arquetipos; por esa imitación el hombre es proyectado a la época mítica en que los arquetipos fueron revelados por vez primera… En la medida en que se repite el sacrificio arquetípico, el sacrificante en plena operación ceremonial abandona el mundo profano de los mortales y se incorpora al mundo divino de los inmortales. Por lo demás, lo declara en estos términos: «He alcanzado el cielo, a los dioses; ¡me he hecho inmortal!» (40-41).

El héroe trágico se extingue a sí mismo, se convierte en arquetipo para volver a vivir, ya redimido, en los espectadores de la tragedia que lo hacían suyo a través de la catarsis. Sin religión no hay salvación, no digamos en el sentido judeocristiano, sino en el hecho de recrear lo divino, la cosmogonía, a fin de hacerle frente al tiempo, a la historia, al incesante devenir carente de sentido. Más aún: la verdadera misión del arte es dar calor y abrigo en la desgracia.

Repetimos que El rey Lear y Fedra son, según Steiner, las últimas tragedias. Sin embargo, es importante señalar que el rey de Bretaña escapa por completo la definición del héroe trágico. Su final no le sobrevino por azares del destino, sino por la necedad de validar su desmesurado amor propio al preguntarles a sus hijas Gonerilda, Regania y Cordelia, con el propósito de repartir su herencia, cuál de ellas lo quería más. Mientras las dos primeras se muestran lisonjeras, Cordelia le responde que el amor que le tiene no se mide con palabras. Enfurecido, el rey la deshereda.

Por esta pueril pregunta jamás escuchada en los arquetipos de padres en la historia: Abraham, David, Mahoma, o en la parábola del padre del hijo pródigo encontrada en el Evangelio de Lucas, le acaece la desgracia. Debido a este destino buscado, no impuesto, perecen enfrentados el rey Lear y sus hijas.

En cuanto a Fedra, hay que precisar que es una obra neoclásica con la que Racine se apega al Racionalismo francés iniciado con René Descartes (1596 – 1650), cuyo pensamiento contrapuso la razón al Empirismo (o experiencia) como medio para alcanzar el conocimiento. Racine muestra, con el ejemplo de la heroína, llena de celos, el peligro de las pasiones.

El amor de la protagonista hacia su hijastro Hipólito conduce a ambos a la muerte. Fedra se suicida porque Hipólito la rechaza y por la culpa que le produce su ilícito amor. Hipólito, por su parte, muere debido a la furia de Teseo, su padre, quien creía que su hijo había seducido a su esposa. 

Fedra se quita la vida puesto que en ella está presente, como lo está en todo héroe trágico -y este es un rasgo muy poderoso que hay que añadirle a la tragedia-, una escisión, un dilema, una lucha interior entre el deseo y el deber. ¿Incurrir en la vergüenza del incesto? ¿Dejarse arrastrar por su pasión o frenarla? He ahí el dilema de Fedra.

Las acciones de la heroína evidencian esta disyuntiva. La protagonista intenta llevar una relación en mayor o menor medida sana con su esposo. Sin embargo, al saber que Hipólito está enamorado de la joven Aricia, los celos la traicionan. Para evitar que Fedra se quite la vida, Enone, su nodriza y confidente, le dice a Teseo que Hipólito le ha dirigido requiebros. Fedra calla. Entonces Teseo le pide a Neptuno que mate a su hijo. Al conocer la muerte de Hipólito, Fedra se envenena.

Leamos parte de la definición de Steiner sobre la tragedia:

El personaje trágico es destruido por fuerzas que no pueden ser entendidas del todo ni derrotadas por la prudencia racional… El teatro trágico nos afirma que las esferas de la razón, el orden y la justicia son terriblemente limitadas y que ningún progreso científico o técnico extenderá sus dominios (13 -14).

A través de Fedra, Racine nos dice que la sinrazón produce desgracias. Aquel que se desvía de ella sólo puede engendrar horror; por consiguiente, la razón, de acuerdo con el dramaturgo, produce orden y felicidad. Fedra es una tragedia que promueve la razón al ver el desastre que las pasiones producen.

Sin embargo, si la razón tiene límites, ¿por qué Steiner encumbra a Fedra en la cima del mito trágico y, con ella, anuncia su muerte? ¿Por qué en vez de Fedra no ejemplifica la tragedia con Hamlet o con alguna obra del teatro español, en la que el sinsentido permee la vida del héroe trágico? Para Hamlet no hay salida ni en esta ni en la otra vida. Lo único que le queda es el suelo resquebrajado por la duda.

Hamlet se dice a sí mismo en su primer monólogo que es mejor morir que ver el horror de la vida, el sufrimiento, los celos, las mentiras y las traiciones:

Ser o no ser. Esa es la cuestión. ¿Qué es más noble? ¿Permanecer impasible ante los avatares de una fortuna adversa o afrontar los peligros de un turbulento mar y, desafiándolos, terminar con todo de una vez? Morir es… dormir… Nada más. Y durmiendo se acaban la ansiedad y la angustia y los miles de padecimientos de que son herederos nuestros míseros cuerpos. Es una deseable consumación: Morir… dormir… dormir… tal vez soñar. Ah, ahí está la dificultad. Es el miedo a los sueños que podamos tener al abandonar este breve hospedaje lo que nos hace titubear, pues a través de ellos podrían prolongarse indefinidamente las desdichas de esta vida. Si pudiésemos estar absolutamente seguros de que un certero golpe de daga terminaría con todo (Hamlet, 28).

En medio de la desesperación Hamlet se detiene. Su pensamiento lo obliga a reconsiderar la huida de la vida tras la punzada del estilete, ya que el temor a lo desconocido para él resulta peor que la vida misma:

           

¿Quién arrastraría, gimiendo y sudando, las cargas de esta vida, si no fuese por el temor de que haya algo después de la muerte, ese país inexplorado del que nadie ha logrado regresar? Es lo que inmoviliza la voluntad y nos hace concluir que mejor es el mal que padecemos que el mal que está por venir. La duda nos convierte en cobardes y nos desvía de nuestro racional curso de acción (28).

Steiner nos dice que, aparte de las fuerzas irracionales o aquellas energías que no son entendidas por la razón, a la tragedia y, por ende, al héroe, se le debe añadir el concepto de alteridad:

Fuera y dentro del hombre está l’autre, la «alteridad» del mundo. Llámesele como se prefiera: Dios escondido y maligno, destino ciego, tentaciones infernales o furia bestial de nuestra sangre animal. Nos aguarda emboscada en las encrucijadas. Se burla de nosotros y nos destruye. En unos pocos casos, nos lleva, después de la destrucción, a cierto reposo incomprensible (14).

No hay duda que el héroe trágico se percibe a sí mismo desarticulado por fuerzas extrañas o ajenas, pero las acepta sin preguntarse si son racionales o no. Descuida Steiner que para los griegos presocráticos la razón, como la hemos entendido a partir de la Ilustración, no existía, y que más bien operaban en esquemas de sentido común. Algo más: el dilema del héroe trágico no le impedía autoanalizarse, verse hacia adentro, sentir y percibir las calamidades que lo lanzaban al barranco. En la catástrofe el héroe trágico terminaba conociéndose a sí mismo y consolado por la comunidad o la familia de sátiros. 

El problema de los griegos presocráticos, por lo tanto, no es la razón ni el absurdo. Edipo jamás se dice a sí mismo: «Lo que me pasa es irracional o carente de sentido». Acepta su error y se autocastiga por no haber actuado correctamente en un momento crucial.

Esos esquemas de pensamiento no existían en los años gloriosos de la tragedia. Lo que existía era la sensación y la contemplación del daño. Y, sobre todo, el anhelo de dejar coexistir el horror y el júbilo, permitirles anidar en el alma, la cavidad donde se respira y se emite el aliento, y donde surge la vida según la etimología griega de la palabra e inventar un rito de ellos.

Obras citadas

Eliade, Mercia. El mito del eterno retorno. Alianza editorial, 2011.

García Bacca, Juan David. Siete modelos de filosofar. 3ra ed. Caracas: Ediciones de la Biblioteca Central de Caracas, 1979.

Shakespeare, William. Hamlet. Ed. José María Ruano de la Haza. Web

Steiner, George. La muerte de la tragedia. 1ra ed. Ciudad de México: Fondo de cultura económica, 2012.

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