Poesía ecuatoriana: Cristina Pavón Burbano

Leemos poesía ecuatoriana. Leemos algunos textos de Cristina Pavón Burbano (Quito, 1991). Es licenciada en Periodismo y maestrante de Gestión Cultural de la Universitat Oberta de Catalunya. Varios de sus poemas fueron publicados en las antologías: 90 Revoluciones (Ecuador, 2015), Tea Party 4 (Chile, 2015), Silvestres y Eléctricas (Chile, 2016), Humo sonámbulo (Ecuador, 2021), Décimo Tercer Encuentro de Poesía en Paralelo Cero (Ecuador, 2021). Sus textos también han sido publicados en revistas y blogs como: Eterna Cadencia, Círculo de Poesía, Escrituras Indie, Cráneo de Pangea, entre otros. Participó como invitada en el V Festival de Poesía de Lima (Perú, 2014), el Festival Mayúscula (Ecuador, 2020) y el Décimo Tercer Encuentro Internacional de Poesía en Paralelo Cero (Ecuador, 2021).

 

 

 

 

 

Sobre un charco

 

Mi vida es un charco
donde mis sueños se sumergen y mutan.
Todo cuanto sale de mi delirio,
se va con los pies mojados.

 

 

 

 

Cinema

 

La oscuridad compró un boleto.
Tú y yo invocamos a un dios que nos mira, aburrido,
desde un plano cenital,
reconociéndonos por los espirales de nuestros cráneos.

 
Hermano, hay cierta tenebrosidad en tus pupilas,
tiemblan y se retraen
cuando la luz entra por el ojo del cíclope
para atravesar el pecho
mostrando nuestros colores.

 
¿Cuántas historias encierra el ojo?, me preguntas
y te respondo: el cíclope deja ver el futuro y el pasado.
Me sonríes,
Somos dos niños cuyos pies flotan
sobre un abismo con cadáveres de canguil y chicles.

 
En nuestras mejillas se dibujan formas de caleidoscopio
pestañeamos,
dios se ha sentado a admirar al cíclope junto a nosotros.

 
Sobre las butacas,
hay pieles proyectadas en varios idiomas.

 

 

 

 

Cumpleaños

 

Tengo treinta años y estas manos se niegan a sujetar la soga
que amarra veintinueve muertas a mi espalda.
He planeado colgarlas como una colección de pupas vacías
para recordar que soy rehén de un reloj rompe médulas
cuyas manecillas son la palanca del garrote.

 

 

 

 

La noche: ese insecto negro

 

Hay un cuerpo inmóvil sobre la tierra blanda
una paloma invadida
por una legión de ciempiés que beben su canto
y arrancan su vuelo.
Así la soledad engulle mi almohada
y repta sobre este cuerpo que sueña solo.

 

 

 

 

Aniversario

 

7 de mayo de 1991,
brotó un nombre difuso a espaldas de Dios.
Ocho letras borrosas que no fueron acariciadas por banderas,
un sustantivo olvidado en la bruma,
parido en una maternidad a las 18:30:
Tauro con ascendente en Escorpio.
Cada letra, un cántaro partiéndose sobre luz y tierra.
El primer llanto del nombre escurrió un mar,
la sal pintó caminos azules
que arrastraron a veintinueve mujeres a morar mis ocho letras.
Una a una dibujaron la noche y el día de los años
hasta que el lienzo escupió las primeras conjugaciones violentas
y las cegó,
dejando desprotegida la Tierra.
Manos extrañas fundieron con monedas las lenguas de la infancia:
restos de pelo y sangre sobre los hombros,
afonías, arcadas de horror.
A lo lejos,
un Dios opaco despinta su espalda
mientras las mujeres que fui gimen cenizas.
En centro de la putrefacción, crece un árbol.

 

 

 

 

Parapentes, 2015

 

Mi hermano se fue.
En el primer parpadeo de la primavera,
no volví a coincidir con su voz,
desapareció con la bruma de octubre en Barranco, al sur.
Su abandono me golpeó los ojos
como un reflejo solar en el agua
como la sal del mar en la herida
como la espuma muriendo de sed en la orilla

 
Sus huesos se fundieron con las piedras de La Herradura.
Al filo del mar se olvidó de las montañas
Mi hermano trazó su vida lejos de mí
Se despidió enviando parapentes
que anunciaron el arribo del verano.

 
Una puerta cerrada frente a mis alas.
Los destinos fueron sueño, río dividido por piedras.
Me quedé con las manos vacías
volví al norte, a escampar en las cumbres frías
con bestias andinas vagando en el reino del páramo.

 
Recordando a mi hermano:
cómo robamos el sol para comerlo y pudrirnos los dientes,
cómo soltamos los cabellos
hasta que el viento nos deprendió las cabezas
para no temerle nunca más a las alturas.

 

 

 

 

Árbol genealógico

 
Bastó con que el jardín haya sido invadido por diez mirlos
para que el árbol se fermente
encima de una alfombra de panela, en el huerto de la infancia.

 
El macizo completo se desgajó:
hojas, ramas y ardillas descansan sobre hierba y cáscaras de fruta
La niña que fui buscó una sombra no infestada por el excremento de las aves
para comer la cosecha.

 
¿Por qué el jardín huele a fruta rancia?,
cada inhalación es un puñal en el paladar.
Los pájaros volaron sobre su frente
alguna vez su madre le advirtió que los mirlos
son cuervos enanos,
que hunden sus picos y patas
en el color de las mandarinas y de los nísperos.

 
La niña se preguntó, si estas aves quieren comerle los ojos
como si fuesen frutas maduras
O si ven en su pecho abierto el perfecto ramaje para anidar

 
Esa tarde ella lloró encharcando las alas
de esos pájaros que guardan constante luto.
En el jardín no encontró ni un solo fruto sano,
engulló una bicicleta con olor a mañana y manteca,
dos ruedas quedaron sobre el césped
donde se tendió a eructar una cadena y unos pernos ya deformes,
tendida bajo la luz, que pesaba como asfalto fresco sobre su frente
calculó la fatiga de llevar al sol sobre las colinas.

 
Se preguntó si sus extremidades bifurcadas podrían elevar tanta incandescencia
quiso hacer rodar el sol para expiar
la maldición generacional que son los mirlos.

 
Cuando las aves terminaron de cubrir con sombras el jardín
ella les sacó los ojos.

 

 

 

 

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