Poesía mexicana: Alejandro Massa Varela

Leemos poesía mexicana. Leemos “Ondina” de Alejandro Massa Varela (Ciudad de México, 1989). Es periodista, poeta, dramaturgo y ensayista, historiador por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Manifestante de la corriente anarquista Poesía de la inmersión y director de la Asociación de estudios Revolución y Serenidad. Es autor del libro El Ser Creado o Ejercicios sobre mística y hedonismo, editorial Plaza y Valdés, prologado por el académico y sacerdote Mauricio Beuchot. Obra sobre filosofía de la identidad y la experiencia, ética y transteísmo. Su poemario El Aroma del dardo o Poemas para un shunga de la fantasía, con prólogos de los escritores Concha García y Eusebio Ruvalcaba, es publicado por Ediciones Camelot desde 2019. Colaborador en medios de México, Estados Unidos, España, Venezuela y Argentina como Reforma, Sin Embargo, Río Grande Review, Zenda, Perros del alba, Punto de Partida, Círculo de Poesía, Este País, La Otra, Abrojos y Rimas, Carruaje de pájaros, Crítica, Letralia, Alga y Ofi Press. Se han puesto en escena sus obras Bastedad o ¿Quién llegó a devorar a Jacob? (2015) y El cuerpo del Sol o Diálogo para enamorar al Infierno (2018). Premio Poesía en Voz Alta (2013), tercer lugar, Casa del Lago, UNAM. Finalista del XIII Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet (2019), Finlandia, por el poema Shunga del mar. Premio especial, V Certamen de poesía Enrique Pleguezuelo (2021), España. Premio al Haiku, XIV Concurso Literario Internacional Club de Leones de Rocha (2021), Uruguay.

 

 

 

 

 

 

O N D I N A

 

 

Anticipando la lectura de “Ondina”, sugiero escuchar “La canción a la Luna” de la ópera “Rusalka”, de Anton Dvorak. Y mientras se lee, como un cenit que debe oírse muy por lo bajo, el tema “Kizuna”, , vínculo, composición de Kenji Kawai para “Fate Stay Night”.

 

 

  

 

 

ONDINA

 

La playa al remanecer.
Bajar y mirarse en las piedras,
otros hombres que no pudieron abandonarla.
Estado puro,
subir en ella con la inmadurez del mar,
cuando todo es piel.

Recostarse a su semejanza
junto a las remanencias celestes de los soles,
frías cumbres del agua,
sentimientos amontonados
como toda piel continua.

Recostarse
bajo el pasar de uno,
sin conseguir una buscada inconsciencia.
Aun al cambiar de posturas,
alterando la foto-esencia de la arena,
escribiendo sobre esa gran mente que no lee,
levantando castillos
que habita el tiempo que se broncea con nosotros,
de pie haciendo musculitos
o de rodillas bajo el sacerdocio de las nubes.

Que todo sea otra piel.
Siento que es mi decisión,
pero alguien más existe,
sabe elegir.

O se aísla o me oculta.
Cuando la ondina se guarda algo

amplía
su escondite,
la superficie del extravío,
al escondido.

Es fantasía si no se sabe reconocerla.
Si no se le imagina más, es mito.
Uno desconoce si ya entró en la ondina.
Se le extiende
eligiéndola de la playa,
si pretende escoger tu infinita finitud.

Para mí no había nada que pensar,
dudar seriamente si es justo inicio
esculpirla,
la tacto-brillantez.

Decidirte por su imagen
evitaría que la imaginación sola te la abra.

Pero recordé todo el yo
que se ha sentido en los colores de mis manos,
el callado seguir radiante,
materia de una respiración antigua,
entre-espíritu que inhala,
dado para reunir.

Afirmó nacer sirénica sin cambiar de elemento,
a mitad de ser como tú
y siendo ella toda,
esperando a que sea la piel,
haciéndolo sonar en tu humedad interna.

Yo ya sabía dar forma a peces, bestias, aves improbables,
imprimir mis rostros,
cavar para conseguir meterme hasta el cuello
frente a las fuerzas proyectándose,
pleamar junto y sobre el viento,
lejos de lo que se puede tocar o ardiendo a mis pies.

No se sostiene el derecho a la presencia,
pero complementarse exige lo que sea mejor resucitar:
esculpir una mujer que pueda o no ser mía.

La ondina amasada en la arena.
Demasiado cercana
para soñar uno con el otro.

Decidido a conocerla,
no es que yo fuese demasiado diestro
como para hacerme bien de sus orejas,
sus hombros pequeños,
cabellos, roca derruida por palabras saladas,
su cintura definida por la textura del material.
Menos aún de sus muslos,
negados a su especie.

 
Nunca fue el punto ser sabio.
Quizá creer que celebraría la ternura,
incluso si sacarla de cuerpo entero lo agrietaba,
si mis detalles no pudieron ser más simples
y existen muchos que debí olvidar.
Si mi atención sobre sus pechos fue divertirme,
inspirándome un ombligo con el dedo,
o si, para decorar su cola rítmica,
solo conté con las escamas de aquel día.

Creí haber firmado la obra:
sonriendo al separarle con ambos pulgares
su sonrisa.

No me preocupó darle algo bajo los párpados.
Recordé dos meteoros
reducidos al descender a la vida en la Tierra.

Pero al añadirla de sí,
me dejé algo fatal:
si quería hacerme, hacerla de sus muslos,
donde pudiera gustar de guardarse un hombre,
necesitaría el escondite,
qué ampliar junto a quien ella oculte.

Una ondina.
Miré su cola latiendo mis colores como un sí.
Había que darle paz,
paciencia oculta para responder latidos.

Pensé entonces qué podía ser hermoso,
pero no había dónde colocarle
ni una concha muy coqueta
ni un trozo de bisel,
por más encarnado,
llamativo,
casi anatómico
que lo hallase.
Ni siquiera había una clave de qué o dónde dibujarle
y me drogó subir tanta sangre a la cabeza,
rodeado de un todo del que ya no se puede tomar,
mis elecciones,
yo,
conmovido.

No una leyenda.
Mi más triste realismo.
Remanecía la playa,
autónoma,
a punto de morirse.
Ni soñarla más
ni que saliera de su sueño,
atrapada por mi culpa entre dos estados:
persona
y pez de la hondura sin fin.

Porque no debía decidirla,
no sabía dejarla elegirme,
entre-creer lo visible.

¡¿Y si solo la ampliaba?!,
extendiendo los brazos,
la pura emoción.
Mi mente resbaló por su línea de sirena.
Los dedos quemaban
y tuve el arranque
de separar su cola mineral,
revelar la boca de su vientre,
quedarme solo con la palabra: cola,
un mote,
un espíritu sexual.

La dejé con piernas sin forma,
pero eso era la libertad de moverlas como cualquier accidente,
esos que te quedas mirando,
condenadas a una nada hermosa.

Puedo decir que ahora pataleamos divertidos,
hasta alcanzarnos
sobre el resto de las cosas,
abrazados a una risa desvergonzada:

 

gloria, estalla
mi pito rompeolas,
efluvio diáfano…

Ese poder de ocultarme
que no quiere esconderse la ondina.
Ese aparejarse,

causa de la casualidad en las elecciones.

Tendiéndome como una erección,
la del mundo mismo,
como cuando bajé y subí
por su secreto.

Nuestro mismo mundo,
un desafío trasparente.

 

 

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