Leemos poesía mexicana. Leemos algunos textos del nuevo libro de Juan Carlos Cabrera Pons (San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, 1986). Es Candidato a Doctor en Literatura Comparada por la Universidad de Massachusetts. Fue becario del Programa de Estímulos para la Creación y el Desarrollo Artístico (PECDA) que otorga el Coneculta-Chiapas en 2010, y del Programa Jóvenes Creadores del FONCA en el periodo 2015-2016. En 2017 fue seleccionado como uno de los poetas jóvenes de América Latina invitados al Festival International de la Poésie de Trois-Rivières, en Quebec, Canadá. Ha publicado los poemarios Cuatro piezas danesas (Fondo Editorial del Ayuntamiento de Mérida, 2008) y Póstumos (Los libros del perro, 2021).
La Violinista
La forjaron en la más oscura sombra
del húmedo rincón de una caverna.
Para que mejor supiéramos temerle,
hicieron de la violinista
una copia animada de su infierno:
sus ochos patas como los angostos
túneles al centro del prosoma.
Quien primero la miró, un solitario,
supo guardar distancia.
En una lengua aún no escuchada,
erigió para ella un monumento:
con los ojos quietos la nombró a r a ñ a.
Alejada del resto, no quiso para sí
las geometrías en que reposan
el rocío y la luz de la mañana.
Antes buscó los rincones,
la insospechada esquina,
el hueco justo al borde de mi cabecera.
Y se quedó esperando. Ahí aprendió el silencio.
Ahí practicó el arte de esconderse. No
la hallaré esta noche. Y no perdona:
fiel a sí misma,
es tan callada que ni quita el sueño.
Y como no llegara con su anatomía
a predecir mi insomnio, jamás
supe temerle ni por cerca ni por lejos.
Y al recostar las sienes casi al borde
de su esquina, me acosaron más bien
otros temores: no de su luz la sombra
sino el bochorno de las horas.
Cómo hubiera querido
que brillara sólo para mí el minuto
que es la vida. Que me alumbrara a mí: tú,
más que ninguno,
eres un singular entre la especie.
Calladita, la violinista no distingue
las promesas del siglo.
Sabe que hay un segundo, el suyo,
que no perdona. Quizá esta noche
al fin descifre su caligrafía.
Miraflores
siempre supe que te encontraría
en alguna vieja calle de Lima.
Desde entonces
preparo cuidadosamente nuestro encuentro.
María Emilia Cornejo
Para Dahil Melgar
Vamos, démonos el tiempo para celebrar
la niebla que se reúne en torno a los faroles silenciosos.
Para distender el manto de la hora, en vano
queremos penetrar la materia hermética del pensamiento,
y de nada ha de servirnos descifrar su paso.
Mira: recluido dentro de sí mismo, el parque se contiene.
Con el vaivén de sus maneras, las parejas
tensan la curva de sus márgenes. Acaso no sea
también su borde como el nuestro sino objeto
de una casualidad mudable. Démonos el tiempo
de conmemorar las curvas de su margen.
La marea amasa el borde de la Costa Verde. ¿Quién
ha signado sus aristas? ¿Quién delineado los sus cantos?
Mira cómo va creciendo el parque dentro de sus ramas,
como el cuerpo vivo por entre las venas,
y sus jardineras se dilatan. Esta orilla,
finamente recortada por una mano hábil, quizá imite
los pasos de dos sombras en la noche.
El parque se hiere de susurros. Yo te sigo entre sus andadores
como el vaivén de las luces en el malecón
al mecedor de la marea. Vamos,
démonos el tiempo de velar
la delicada confección de este minuto:
la niebla se reúne alrededor de tu silencio
y arrastra entre las calles el olor del mar.
c.
Pero si el tiempo justo
–su balanza de seda milagrosa–
no depara fortuna a mis papeles
dirás:
Nunca fui suya,
jamás entró sus manos en mis aguas tranquilas,
no me tocó al tocarme;
y además era feo:
su imagen aumentó mi astigmatismo.
Eduardo Lizalde
No persistió mi palabra en la distancia, no deparó fortuna
el tiempo a mis papeles.
Jamás la amada se bañó en mis aguas turbias.
Manco y torpe, feo astígmata,
mi imagen alentó el olvido en su memoria. No deparó fortuna
el tiempo a mis papeles.
Para que mejor pudieran escucharla, cubrí sus oídos de antemano sordos,
pero ninguno supo distinguir su canto del agitado canto de las olas.
Para mejor vencerla,
caí en su trampa; para mejor huir
até mi cuerpo a erecto mástil, impaciente. La perdí
para mejor buscarla,
para que las amarras en mi piel ardieran esa noche.
Pero el tiempo
no deparó fortuna
a mis amarras.
No persistió mi canto en sus oídos como su silencio en la palabra mía.
No deparo fortuna
el tiempo a mi ceguera. Nadie sabrá que he muerto,
que si feo astígmata en vida anduve, doblemente incompleta
fue mi muerte. Pero lo triste
no fue que mis ojos lo cegaran todo;
fue no ser visto por ella que cegaba, dadora
del astigmatismo. No deparó fortuna
el tiempo a mis papeles, ya nunca los lectores
sabrán de su ceguera.
Brilliant Corners
Para Josué Hernández
Me dijiste que volver era difícil.
Hablo de la ciudad en que crecimos
(nada mejor que invocar una ciudad común
para acercar a dos espíritus afines).
Desde tus labios se elevaban para mí sus perspicacias
el trazo irregular de sus aceras, el cielo interrumpido
por sus muros: esquinas brillantes en las que aprendimos del amor
y de la hombría, de la juventud y de la soledad.
En tus ojos resplandece todavía su mañana. La mañana,
esa eterna promesa a los sentidos.
Me dijiste que crecer era difícil.
Esta mañana te vi sonreír recordando la ciudad que nos saquearon.
La memoria ciertamente toma y da obedeciendo misteriosos protocolos.
¿Qué tan cierto, qué tan justamente ilusorio fue el lugar en que crecimos?
Me despedí con la promesa del reencuentro. Cuánto habíamos ignorado
que la promesa es un pretérito infortunio,
que es rota ya o cumplida al enunciarse.
Crecer es aprender a traicionarse.
Estaba pensando en lo que fuimos.
La manera acostumbrada en que nos despojamos de nosotros.
Se me ocurría que somos quizá un número finito de promesas.
Hablo de lo que somos,
de lo que inevitablemente tomó el lugar de lo que fuimos
y que nos define hoy como congéneres.
Estaba caminando y viendo a pasar a los transeúntes.
Cómo eran diferentes nuestras calles, cómo igualmente inútiles,
igualmente anónimos sus habitantes.
Qué poco había cambiado la ciudad
al ocultar las esquinas brillantes que entonces ignoramos.
No puede ya engañarnos. Hemos crecido sabios,
la hemos despreciado en otras, mirándonos en otros anaqueles.
Dicen que uno termina por volverse en lo que odia.
Hemos también odiado a otras.
Muchas hay más cómodas para el amor y mucho más completas
para el odio. Qué fácil fue para nosotros despojarla
de los rincones ocultos que todavía somos: las sombras contra la pared
que fueron nuestras, las esquinas que cruzamos sin mirar
y que no dejarán de lucir en lo que fuimos.
No puede ya engañarnos. Somos lo que dejó de ser:
rincones de inútil servidumbre que alguien, quizá más afortunado,
decidió no rescatar. No podrá rescatarnos:
hemos crecido simples,
hemos aprendido a ignorar lo que perdemos.
l.
Para Silvia Sáez Delfín
Hermosa muerte la tuya, cosa contingente.
Venir a morir acaso a un mundo incierto, venir a morir
y solo, llegar acaso. Y casi al más roce tuyo, innecesaria,
casi al más roce tuyo, te me revientes. Hermosa
muerte la tuya.
Se puso los ajustados jeans casi al más roce
de sus caderas y de tirantes la blanca blusa
aquella tarde en que se perdió. No estaba yo —a mí
cuando la casa dejó ahí me abandonaba—,
pero lo sé, porque la ausencia
es Él que me lo ha dicho, que solo para ensayar
somos aquí venidos, para llegar acaso.
En el balcón aquél sembramos flores y plantamos
un barandal en que oscilaba el mundo. En la distancia
la garita del Diablo taconeaba
su líquido compás sobre la roca. Aquel
de los que sufren canto subía reptando las escaleras nuestras,
como en ascenso un río, y colaba las por debajo de la puerta
fauces sediciosas suyas para se venir
a germinar en las del balcón macetas. Yo,
“te lo ruego —dije, por el mal implícito
tras la palabra bondad—, seré bueno contigo”.
Llevaba amarillas las del balcón flores sobre la oreja
la en que me dejó tarde, luminosa, porque la culpa
es la más completamente necesaria parte
de la luz. Se postró
las de negra botas gamuza y,
sin yo verla, con ligero medró pie ajustadas
las en la piedras calle, y “para nos si acaso daño hacer
somos —decía me— aquí venidos”.
Porque la culpa es Dios, es la mi casa, a mí
con cuando abandonaba nos sin la quedamos. Porque la ausencia
es sí, porque la ausencia. Tomó macetas un de los que sufren
barandal en ascenso el río, rindió
sus las del mundo fauces sediciosas mías y celebró
las con encaje bragas milagrosas y dos el ajustado veces
corpiño tarde la
en que la perdía. Por la maldad implícita
yo le rogaba, por la su contingencia, seré
bueno contigo.
Dejados los fuimos de que sufren canto
y el barandal posaba en generosa mano
y ajustadas las en banqueta piedras su y yo. Y ella
rompió una burbuja de la plaza
de la Barandilla, como diciendo: “hermosa
muerte la tuya. Venir a morir acaso
a un mundo incierto, venir
a morir y sólo, llegar acaso. Y casi al más roce tuyo,
sin tiempo para nombrarte, casi
al más roce tuyo, te me revientas. Hermosa
muerte la tuya, como diciendo:
no te me mueras”.
Poema que no dice nada
Nada nuevo puedo yo decir de ella.
Todo lo que en ella se confirma
ha sido escrito ya para otras tantas.
Nada hay que pueda yo decirle.
Sus pies son dos nidos donde abrevan
las aves su discurso matutino.
Su espalda es un arrollo en que discurren
a un tiempo la humildad y la soberbia.
A veces al sentarse una frontera
confusa pero luminosa
abre su falda para bien del mundo.
Nada que no le hayan dicho hay
que pueda yo decirle. Nada
novedoso en estos versos. Nada más:
tropezar con la escritura
y nada.