Poesía mexicana: Gustavo Gargallo

Leemos nueva poesía mexicana en el dossier que prepara Eyson Morales Raymundo. Leemos poemas de Gustavo Gargallo (Morelia, 1997). Estudió Literatura Intercultural en la UNAM. Realizó una estancia académica en la Universidad de Buenos Aires, Argentina (2019). Textos suyos han sido publicados en la antología Aún queda la noche (Sangre Ediciones, 2019). Fue seleccionado para la estancia literaria “Material de los sueños”, en las Islas Marías (2021). Ganador del tercer lugar en el Premio Nacional al Estudiante Universitario en la categoría de poesía “José Emilio Pacheco”, convocado por la Universidad Veracruzana (2022). También se dedica a la composición musical y musicalización de poesía.

 

 

 

 

Infancia

 
La primera vez que nos cambiamos de casa
pensé que también esta se movería de lugar,
entonces entendí que la infancia
es todo lo que cabe en una caja de zapatos.
Y quizá, algunas palabras tristes
remendando una camisa rota.

Debimos incendiar esa puerta si nunca íbamos a volver,
pero nadie te dice que hay cosas que no puedes
dejar en las casas que abandonas
ni en una caja de zapatos.

Que habrá que llevar el aire, la piel, el llanto,
la voz mutilada que encontraste en la habitación vacía,
una bicicleta con el sol atado al manubrio, un libro de cuentos
y el silencio de una tarde cerrada en la boca del hambre.

Una tristeza sin nombrar,
el abrazo en los ojos de la noche,
la lluvia y una sonrisa sin dientes
que te vio crecer, pero ya no te recuerda.

El rincón desde el que mirabas al mundo sin miedo
porque los fantasmas no asustan al niño que llora.

Y las palabras golpeando las paredes en una habitación
como un barco que se hunde.

Nadie te dice que la infancia
es querer volver a casa,
meter todo en una caja de zapatos
y prenderle fuego.

 

 

 

 

Fotografía, 1987

 
Nadie mira ya
las ventanas de esta casa,
nadie se detiene
a contemplar los relojes
creyendo que eso que gira
centrifugado y a la derecha
es el tiempo.
Las sillas y los muebles afónicos
ya no proyectan sombra.
Largos silencios alumbran los pasillos
y en los rincones donde ardía el llanto
hay desamparados insectos
y una tristeza incendiada.
En el centro de la mesa
miran al suelo las flores
y la tarde cansada
de asomarse a los espejos
sigue esperando encontrar algo
bajo el umbral.
Ahí, a la entrada
habitaba un puerto
con el mar detrás de los ojos
como quien salpica de adioses
los barcos sin regreso.
Eso fue esta casa:
una despedida rota
indefensa y triste ruina
desde el principio
último vestigio de ausencias.
Y los minutos caen,
viejos habitantes,
en el vacío de las seis de la tarde.
Tiempo acumulado en las esquinas.
Sólo queda el viento
que vuelve siempre
baja las escaleras
desordena el polvo
rasguña y flota detenido
entre las grietas de los muros,
mapas de ríos muertos.
La soledad de la fotografía en la pared es la soledad de esta casa.

 

 

 

 

Lactómeda

 
Aún recuerdo cuando mi padre me dijo
que si miramos la noche en el cielo
miramos lo que ya no es,
que el pasado está tejido de una luz que vemos
pero ya no existe, que hay estrellas improbables
parpadeando en el cielo nocturno.

Un parpadeo, me dijo, es lo que somos
si nos comparamos con algunas luces
gigantes rojas enanas blancas,
remanente estelar es el vacío que nos mira.

Desde entonces invento formas de nombrar el vacío
y empiezo siempre por lo opuesto:
el aire una tarde mi abuela sentada en la cama,
al centro de su voz se alzaba un pueblo
con sus casas de adobe y sus calles de ojos cansados,
con sus nombres propios y sus lluvias
cayendo sobre un camino de tierra.

Supe entonces que el aire en sus pulmones
no conoce de ruinas, ni sus palabras saben del desconsuelo:

Cuando me sentía triste, iba al río,
me volvía agua, iba hacia el agua,
lloraba y hacía de mi casa ese río sin orillas.

A las orillas de un pueblo en esta galaxia
espiral de cien mil años luz,
huracán anclado al sur del equinoccio.

Si el dolor tuviera alguna forma
sería lo más parecido al espacio
que debieran ocupar las manos de mi abuela,
la forma del aire que debiera ser atravesado
por la voz de mi padre.

Cómo nombrar el llanto
detrás de los vértices mudos de la ausencia.

Estoy enojada con dios porque no existe,
me lo dijo una niña horas después
de más de veinte años después
de células desgarrando sus pulmones,
estrellas colapsando en las entrañas.

Nunca logré entender el tiempo.

Heredaste mi tristeza, hijo, pero el río ya no está.

Olvidé el futuro, abuela, donde aún
puedo contarte que los planetas
siguen meciéndose dentro de este remolino
hasta morirse de entropía, de cuásar,
de singularidad o indiferencia.

Gravitamos la muerte, después de todo, a solas.
Aunque ahí donde parece no haber nada
siempre hay algo:
ondas, partículas
palabras habitando otro tiempo,
un pueblo de ojos cansados
o la noche que nos recuerda
que no hay estrellas desde siempre.

Ojalá pudiera entender todo mejor
o distinto, pero por ahora aquí
dos galaxias empiezan un baile
que nosotros nunca veremos terminar.

 

 

 

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